martes, junio 24, 2025

La chica de las medias

El barrio estaba lleno de tiendas de esas que ya no existen, porque el tiempo y la modernidad las han ido borrando del mapa de los negocios.



Había una casquería donde compraban aquellos cuyos ingresos no les alcanzaban para comprar filetes en la carnicería y tenían que conformarse con los despojos. Todo un lujo si lo comparaban con lo que tuvieron que comer durante la guerra.

Un poco más adelante, la pollería huevería y la tienda de ultramarinos. La de ultramarinos estaba regentada por dos hermanos que no eran nada agradables; ni entre ellos ni con los clientes. Era allí, en esa tienda, donde había que comprar las coca colas, las botellas de La Casera y donde te cobraban el casco de cristal si no entregabas el vacío a cambio.

El ecologismo no se ha inventado ayer.

Algo más allá, Conchita te ofrecía una amplia variedad de aceitunas y encurtidos, y te los preparaba para llevar envueltos en cucuruchos de papel de estraza hechos a mano al instante con la habilidad de quien lleva toda la vida repitiendo mecánicamente los movimientos. Con el tiempo, amplió la oferta y también añadió bollería industrial, como, por ejemplo, una “bamba”, que era un bollo suizo relleno de nata. Hiciera frío o calor, lloviera, granizara, nevara o cayera el sol a plomo, allí estaba ella al pie del cañón, soportando a pie de calle, sin puertas, las inclemencias del tiempo.

Después de Conchita, había un agujero oscuro y lleno de hollín, en el que un hombre con el rostro y las manos tiznadas, te vendía algo de carbón para el brasero de casa y así caldear algo la habitación en el caso de que no tuvieras calefacción central.

Y en la esquina de la calle, una fábrica de hielo de dimensiones reducidas, donde las amas de casa podían comprar algo – un cuarto de barra, media barra - para mantener los alimentos frescos en casa. Todavía no era asequible para todo el mundo adquirir un frigorífico y la mayoría se contentaba con una nevera, a la que había que suministrar algo de hielo para que conservara el frío.

También había una droguería. Al entrar se percibía una mezcla de olores difícil de definir. Efluvios de perfume de señora, mezclado con disolvente para pintura o aguarrás, te daban la bienvenida. Allí podías comprar toda clase de productos de aseo personal, pinturas para el hogar, colonias o papel higiénico.

Detrás de una larga mesa de madera maciza, algo abombada en el medio por el peso de los años, te atendía Antonio. Era el encargado. A pesar de su juventud – veintiséis años – lucía una esplendorosa calvicie lo que le hacía parecer mucho más mayor de lo que era.

Al entrar, a mano izquierda, había una chica rubia y con unos inmensos ojos azules. Su sonrisa iluminaba aquel espacio algo sombrío mientras te atendía sentada en su silla de ruedas. Al parecer, fue la polio la causante de su postración.

El trabajo de Isabel, que así se llamaba, consistía en reparar las medias de las señoras. En aquellos años, salir a la calle sin medias era considerado casi un sacrilegio. Pero su uso conllevaba algunos riesgos y uno de ellos era que de vez en cuando, se soltaban los puntos y se producía la famosa “carrera”. Cuando se daba esta circunstancia, las señoras tenían dos alternativas: o se compraban unas nuevas o acudían al taller de reparación de Isabel para dejarlas como nuevas.

Isabel era de tez muy blanca, unas manos delicadas, unos dedos largos y finos, adornados con unas uñas muy largas y cuidadas. Siempre ponía mucho esmero en tratar las medias que le entregaban, analizando con sumo cuidado los posibles desperfectos. Para ello, cerraba el puño y escondía sus uñas para evitar dañar aún más lo que le acababan de entregar, mientras con la otra, se ayudaba para ir estudiando cómo de dañada estaba la prenda.

Para su trabajo usaba una aguja eléctrica especial. Colocaba la media en un cilindro hueco de unos diez o quince centímetros de alto, con una base amplia y sólida que aseguraba su firmeza. Después, hacía correr la media empujando hacia abajo, como si se tratara de un profiláctico gigante. El hueco del cilindro era el que usaba para permitir que la aguja atravesara el tejido y así recomponer la media dañada.

Ninguno de estos negocios ha sobrevivido al paso del tiempo. Ese tipo de comercio de barrio, de proximidad, empezó a morir con la llegada de los primeros super mercados y salvo casos excepcionales, fueron desapareciendo por diversos motivos. La propia evolución social y económica de la población borró de un plumazo al vendedor de carbón, al de hielo, a la de las aceitunas, etc. El desinterés de los descendientes, provocó la falta de continuidad del negocio.

Las tiendas que todavía sobreviven lo hacen sólo en algunos barrios, y por una mezcla entre tradición y especialización. Esas tiendas en las que todos se conocían y se trataban casi a diario, y conformaban una familia muy especial, han sido sustituidas por las tiendas de todo a 100, los chinos – con unos precios, variedad de productos y horarios de apertura imbatibles - , los grandes centros comerciales y supermercados, etc.

Resulta curioso comprobar cómo cambian los tiempos. Hoy en día las chicas más modernas procuran llevar las medias desgarradas, como si hubieran sufrido un accidente y con agujeros en los que cabe un puño. Así que no les hables de que su abuela tenía que visitar de vez en cuando a una chica para que le compusiera las que tenía.