viernes, agosto 13, 2021

El COVID y las preguntas.

Desde que surgió lo del COVID, no he dejado de hacerme preguntas. Preguntas que, en la mayoría de los casos, se mantienen después de escuchar algunas respuestas.

Para empezar, ya es significativo que no se tenga la certeza de cuál es el origen de esta pandemia. De todas las demás que ha padecido la humanidad, siempre se ha sabido, independientemente de que se haya sabido atacar con los medios al alcance, mejor o peor, pero se conoce su origen. En esto del COVID hay un sospechoso (China) que no tiene demasiado interés en aportar pruebas de su supuesta inocencia y que le importa cero patatero que se siga sospechando de ellos. Es como si pensaran “yo ya he cubierto mis objetivos y a mí que me quiten lo bailado”.

La falta de información veraz, se sustituye por la circulación de rumores, y en este sentido, este asunto ha sido prolijo en ellos. El interés de las autoridades por ofrecer una explicación plausible y aceptable, ha sido inversamente proporcional a la credibilidad de las mismas, atribuyendo el origen de la pandemia a cualquier especie animal, desde pangolines a murciélagos, siempre y cuando se excluyera a la especie humana y en concreto, a los chinos.

Inmediatamente después de comprobar la velocidad sideral a la que se transmitía el virus y su índice de mortalidad, la primera pregunta que me hice fue: ¿cómo es posible que afecte, básicamente, a los ancianos y personas mayores? Parecía como si fuera un siniestro plan diseñado para eliminar a una parte de la población mundial que ya no produce y que supone un gasto en atenciones sanitarias y presupuestarias.

Más tarde comenzó a hablarse de las vacunas. Las vacunas, se han convertido con el bombardeo constante de los gobiernos y sus medios, en el auténtico bálsamo de fierabrás. Se nos intentó convencer que era la solución final, la última, algo con lo que podríamos estar tranquilos. Fue entonces cuando un problema de salud se convirtió en una cuestión matemática, estadística. Había que convencer a la población que las vacunas eran buenas y se hablaba de probabilidades de contagiarse con el virus, o de sobrevivir si no te vacunabas. Luego, cuando surgieron los primeros fallecidos por culpa de esas vacunas, volvieron a usar las estadísticas para convencer que si te vacunabas tenías el 0,00000000001 % de probabilidades de contagiarte, pero que, si no lo hacías, el factor se multiplicaba por x. El truco era NO ser ese “1”.

Y yo me preguntaba: ¿Y quién ha proporcionado estos datos, las farmacéuticas? ¿Se pueden contrastar?

Al comienzo de la pandemia hubo varios líderes políticos que fueron infectados por el virus. Parecía, dado el índice de mortalidad para el resto de los mortales, que ellos serían los primeros. Recuerdo a Bolsonaro, Trump, Macron, Putin, Boris Johnson, y en España media mesa del Consejo de ministros y alguno más. No había vacunas. Tan sólo se podía proporcionar un cóctel de medicamentos entre los que sobresalía la Hidroxicloroquina. Milagrosamente, ninguno de los mencionados murió ni le han quedado secuelas, al menos conocidas (lo de Irene Montero es prenatal).

Y aquí viene una de mis preguntas: Si ese cóctel funcionaba, ¿para qué las vacunas?

Ahora descubrimos que los primeros que murieron en su día por la falta de vacunas, son los mismos que están muriendo, cuando ya estaban completamente vacunados. Ahora, al parecer, estamos respondiendo a una de las dudas que surgieron al inicio de la vacunación: ¿cuánto tiempo dura la vacuna? ¿es para siempre, hay que vacunarse de forma periódica? ¿es eficaz contra todas las variantes?

Tras la carrera de “canon ball” en que se convirtió la búsqueda de vacunas, llegó el diseño y estrategia de la aplicación de las distintas vacunas, en diferentes países. Por supuesto, todos sacaron pecho y levantaron el dedo gritando “yo, prime, seño, yo prime”, intentando demostrar que ellos eran los más listos y los más capaces.

En la negociación de compra/venta de millones de dosis a los 7.000.000.000 de habitantes de la Tierra, a los europeos nos tocó depender – afortunadamente – de la UE.

Mientras, en España, el filósofo responsable del Ministerio de Sanidad y un inútil que no fue capaz de aprobar el MIR, sumían a la población española en el más absoluto desconcierto, hablando de la nula incidencia que la pandemia tendría en nuestro país, de la inutilidad de las mascarillas, del inexistente consejo de expertos compuesto por un único gilipollas y de las sucesivas y contradictorias medidas supuestamente encaminadas a luchar contra la pandemia, incluido el encarcelamiento ilegal de toda la población en sus domicilios y la imposición de millones de multas, igualmente ilegales si te saltabas las normas. Más tarde, ese mismo gobierno, con una funcionaria distinta al frente de Sanidad, se subió al carro de “las vacunas son la solución”. Y entonces fue cuando el caos más absoluto y la confusión máxima, se adueñaron de la población. Para ser vacunado, todo dependía de tu edad, de tu profesión, de tu C.A. y de no se sabe cuántos parámetros más.

A medida que se iban conociendo casos y más casos de personas que fallecían por las complicaciones de las vacunas, se insistía con vehemencia en que “vacunas ser buenas. Indio querer vacuna”.

Uno de las cuestiones más importantes que nadie ha sabido responder es porqué, en España, no se ha dado libertad a las personas de elegir la marca de la vacuna. Se ha intentado argumentar utilizando razonamientos sospechosos, pero lo cierto es que, en países serios como Canadá, el ciudadano elige cuál quiere ponerse.

El gobierno, inmerso ya en una ceremonia de la máxima confusión, cada día se desdecía de lo que había dicho el día anterior y desoía los consejos que desde otras CCAA se lanzaban, aunque con el tiempo, muchos de esos consejos eran puestos en práctica como si la decisión hubiera sido de ellos. Así, se mostraron inflexibles al afirmar que, si se habían vacunado con AstraZeneca la primera dosis, la segunda tenía que ser de la misma y no mezclar. Hasta que se vieron pillados en un renuncio y ante la falta de suministro de vacunas de la farmacéutica, tuvieron que admitir que la segunda dosis podría ser de Pfizer. El nivel de credibilidad del gobierno quedó de manifiesto cuando los ciudadanos, al poder elegir, hicieron caso omiso del gobierno y la segunda dosis se la pusieron de AstraZeneca.

Todas estas cuestiones y muchas más que no incluyo para no convertir esto en un ladrillo infumable, formaron parte de mi decisión de no aceptar la vacuna impuesta en el momento en el que me tocaba. Además de estas dudas, había otras relacionadas con ciertas patologías que desaconsejaban aceptar AstraZeneca. En definitiva, se trataba de sentarse a esperar a que los inútiles del gobierno cambiaran de opinión, algo que, con este gobierno, estaba garantizado. Era como comprar un décimo de lotería después del sorteo.

Y así ha sido.

Recientemente, tal y como predijo mi doctora, que estaba de acuerdo en mi planteamiento, se ha abierto la mano y ahora se ofrece la posibilidad de vacunarse con Pfizer a los mismos que hace unos meses no tenían más opción que usar AstraZeneca. Lo llaman “rescate”.

Hoy me he rescatado a mi mismo y me han vacunado con Pfizer. La enfermera que ha vacunado a mi mujer le ha dicho sin que nadie le preguntara nada que había muchas personas que habían hecho exactamente lo mismo. Que ellos estaban en la obligación de respetar los protocolos establecidos, a pesar de que dichos protocolos fuesen un sinsentido, que no tuvieran ninguna lógica.

Pues efectivamente, todo esto ha sido un sinsentido. Pero, claro, qué puedes esperar cuando pones al frente de Sanidad a un filósofo, secundado por un inútil que no aprobó el MIR y sucedido por una funcionaria que de asuntos de salud tiene los mismos conocimientos que tengo yo sobre física cuántica.

domingo, agosto 08, 2021

Extraños extranjeros y sus bárbaras costumbres.

En alguna ocasión he oído decir que “el viajero suele hacer cosas que normalmente no haría en su tierra”. A fe mía que es científicamente cierto y comprobado, que, en el Reino Unido, no se hace balconing. Pero hay muchos más gestos que resulta difícil encajar en una lógica cartesiana.

Las persianas.

La persiana debe su nombre a la antigua nación conocida como Persia (hoy Irán) de donde procedían a partir del s. XVIII. 

Que la persiana es un gran invento, no voy a descubrirlo ahora. Un mecanismo sencillo, de sube y baja. No se traslada a los laterales, no necesita un sofisticado sistema de GPS ni nada por el estilo. Sencillo: subir y bajar. El sistema más habitual consiste en enrollarla para recogerla en un tambor superior y desenrollarla para desplegarla. Para ello, la persiana se compone de listones que se pliegan o enrollan en el caso de las persianas enrollables.

Aunque como digo, es un gran invento, también hay que señalar que no todos los países hacen uso de semejante adelanto. Por ejemplo, en Alemania, no suelen utilizar persianas, probablemente porque tampoco tienen luz ni ven el sol. Y para el resto de países europeos, el mecanismo de sube/baja de la persiana, al parecer, les supone un verdadero quebradero de cabeza. A saber.

En las persianas enrollables, existen diferentes métodos para conseguir que la persiana se pliegue o desenrolle del tambor. El más antiguo consiste en una cinta que va de arriba abajo en el lateral de la ventana y que tirando de ella, la persiana se enrolla en el tambor superior, permitiendo el paso de la luz (si hay) y soltándola con cuidado y controlando el efecto de la gravedad, se baja total o parcialmente, en función del deseo del usuario. Por otro lado, está el sistema más sofisticado, que consiste en un motor oculto a la vista y que realiza las mismas funciones de subir y bajar la persiana, pero de modo automático y sin esfuerzo físico. Hay un tercer sistema, que sustituye el uso manual de tirar y destensar la cinta, que se basa en una manivela, que, en vez de una cinta, maneja un cable de acero normalmente, y que es el que recoge o suelta la persiana, haciendo que suba o que baje. Esto, al parecer, para la mayoría de europeos, supone un sudoku mental indescifrable que les trastorna su única neurona y tan complejo, como el de un folio partido por la mitad, que para algunos tarados supone un puzle. En efecto.

El uso de la manivela para subir y bajar la persiana es tan sencillo como que, si giras la manivela en el sentido de las agujas del reloj, la persiana sube y cuando ha llegado al tope, paras. Y si giras en sentido contrario, es impresionante, pero la persiana baja. Pues bien, este mecanismo tan sencillo, tan simple, similar al de un orinal, apto para cualquier imbécil, resulta sorprendente comprobar lo extraordinariamente complejo que supone para ciertos cerebros mono neuronales.

Estos individuos, que no solamente desconocen el concepto de persiana, sino que el concepto de la lógica les es absolutamente ajeno, son incapaces de entender la simpleza del mecanismo, de tal forma, que cuando pretenden subir la persiana, giran la manivela en el sentido equivocado y viceversa. Todo ello, lo que provoca en realidad, es un descojone en el cable de acero que es el responsable de enrollar o desenrollar la persiana. Si el proceso se repite infinitas veces, en el mejor de los casos se consigue que el movimiento de la manivela para subir y bajar la persiana, sea exactamente el contrario al original, consiguiendo que el cable de acero dentro del cajetín, gire en sentido contrario. Así, si giras en el sentido de las agujas del reloj, la persiana en vez de subir baja y viceversa.

Pero claro, con tanto inútil tocando las narices con la maldita persiana, llega un momento en el que tarde o temprano, tienes que llamar a un especialista en persianas para que arregle el desaguisado que han organizado entre todos. Lo malo es que cuando se trata de un sábado, la cosa se empieza a poner un poco más complicada. De todas formas, después de contactar con varios especialistas, de esos que se anuncian como 24 horas y que después de pedirte toda clase de datos como el teléfono y el email, te dicen que te llaman en 5 minutos y no vuelves a saber nada más de ellos en todo el día, finalmente contactas con uno. Después de hablar con él, la planificación que tenías, salta por los aires, porque tú tenías pensado dedicar la mañana a dejar listo el apartamento y regresar a casa a comer. ¡Una mierda! El persianero o persianista, te ha dicho primero una hora, luego otra y finalmente, después de prometer que podría llegar entre las tres y media y las cuatro, llega a las cinco. Todo lo cual, evidentemente, ha hecho que tuvieras que verte obligado a modificar tus planes y comer por la zona; una zona en la que una cerveza y una hamburguesa, te cuesta 10 euros. Por dos, veinte.

Llega el persianero o persianista, que lleva todo el día recorriendo la Costa del Sol para arriba y para abajo y se pone manos a la obra. Después de desmontar el cajetín y comprobar que el cable de acero en la zona del tambor de arriba está correcto, procede a desmontar el mecanismo de la dichosa manivela. Y claro, como era de esperar, allí hay montado un carajal de mil pares de narices. El hombre se esmera, desenrolla el cable, lo endereza, intenta arreglar aquellas partes que, como consecuencia de tanta estúpida manipulación, comienzan a deshilacharse, coloca el cable en su posición correcta, lo enrolla y termina la faena con dos orejas y vuelta al ruedo. Total, el trabajo en sí le ha llevado una media hora y el precio son 73 euros de nada, que le puedes pagar por transferencia y que él agradece, porque si le pagas con tarjeta (que para eso se ha traído el datáfono) los del Banco de Santander le sangran con las comisiones.

Y así, el sábado que tú habías previsto que ibas a pasar en casa a partir de la hora de la comida, debido a todo este tipo de imprevistos, llegas a tu casa a las ocho de la noche, baldado, con más bolsas que un emigrante, recordando a todos los árboles genealógicos de los paramecios que no saben usar la manivela para subir y bajar ese objeto tan especial, tan peculiar, tan extraño, como es una persiana.

Debido a todo ello, en la bienvenida se le ofrece al visitante un curso intensivo de 15 segundos explicando el complejo mecanismo de sube-y-baja de una persiana y su manivela.

 

Las lámparas.

Lo primero que hace un viajero nada más entrar por la puerta, es preguntar por la contraseña del wifi y ver dónde puede enchufar su arsenal de aparatos electrónicos: móvil, iPad, portátil si lo lleva, etc.

Una vez que ya conoce la contraseña y se ha hecho un mapa mental de dónde están los enchufes, a continuación, va desenchufando de todas las habitaciones, incluido el salón, todas las lámparas con el fin de enchufar su dispositivo preferido en ese momento. Algo que puedo llegar a entender. Lo que ya no entiendo es que después no vuelva a enchufarlas. Da la impresión que a pesar de disponer de enchufes de sobra, hay algún tipo de ley que obliga a eliminar las luces para quedarse exclusivamente con las del techo y la que proporciona el móvil o el iPad.

Comer en la cama.

Para un viajero en tierra extraña, no hay nada que defina mejor su estado de transeúnte como comer en cama ajena. Y supongo que, a oscuras, porque como ya he dicho, ha desenchufado las lámparas de ambas mesillas de noche. Así que el resultado, como puede imaginarse, es migas de cualquier cosa por toda la cama, las mesillas de noche y el suelo, además de todo tipo de manchas de diversos colores en las sábanas, las colchas y hasta en las paredes.

Las sábanas son magníficos desmaquilladores.

Cada vez que descubro manchas sospechosas en las sábanas intento establecer algún tipo de adivinanza a ver de qué tipo de sustancia se trata. En la mayoría de las veces, se trata de maquillaje, aunque en otras, se confunden con los diversos productos que supuestamente potencian el bronceado en la piel.

Y uno, que no se maquilla ni se unta el cuerpo con cremas que potencian el moreno en la piel, se pregunta: ¿Por qué no usarán los discos de algodón que para tal efecto se han puesto a su disposición en el cuarto de baño y de modo gratuito? ¿No han pensado que acostarse con el bronceador es una guarrería que, además, va a manchar las sábanas? ¿No se dormiría más cómoda si se quitara toda esa mierda en la ducha? ¿Harán lo mismo en su casa? Bueno allí no se pondrán bronceador porque no ven el sol, pero, ¿se acuestan sin desmaquillarse?

En fin, uno achaca estas diferencias a los usos y costumbres de cada país, pero, sobre todo, al concepto de limpieza que tiene cada uno.

A veces, las manchas en las sábanas no responden a un patrón conocido y eso representa todo un reto intelectual, pero, sobre todo, representa un desafío para eliminarlas. Y no siempre se consigue.

El aire acondicionado.

Tras explicar el funcionamiento al viajero, éste, en cuanto desapareces del lugar coloca el termostato en una temperatura idónea para los pingüinos. Eso está bien hasta que llega la noche y se va a dormir sin tocar la temperatura. Entonces, en la madrugada, los pingüinos están disfrutando en el salón mientras el viajero tirita de frío bajo la sábana y la colcha de verano.

A partir de ese momento, al extraño se le presentan varias alternativas. La más lógica apunta a apagar el aire acondicionado. Otra sería subir algo la temperatura y ponerla en algo tolerable para los seres humanos y no tanto para los pingüinos. Hay una más que sería abrir las ventanas y esperar que el aire más cálido – aunque fresco de la noche – inundara la vivienda. Pero no. El extraño decide iniciar una búsqueda desesperada por todos los armarios en busca de algo que, en el mes de agosto, en la Costa del Sol, se hace impensable: una manta o lo que es aún mejor, un edredón doble de invierno. ¡Hay suerte!

Y así, feliz y dichoso por haber podido encontrar lo que buscaba en mitad de la noche, termina – imagino- enroscado y muerto de frío alrededor de un edredón, en pleno mes de agosto, en la Costa del Sol, pero con el aire acondicionado a 18 grados.

Las toallas.

Uno no conoce la cantidad infinita de utilidades que tienen las toallas hasta que no se deja sorprender por las que le muestran esos extraños personajes que hablan raro y vienen con maletas.

Las toallas sirven para eliminar en seco lo que se podría eliminar dentro de la ducha, con un poco de gel, una esponja y agua caliente, con el pequeño inconveniente de que dejas la toalla como unos zorros, inservible para usos posteriores. Después, para eliminar esas sustancias ignotas, debes convertirte en un alquimista en busca de la piedra filosofal, usando todo tipo de sustancias milagrosas, que prometen hasta la felicidad, y someter a las prendas, a diversas torturas químicas que, en ocasiones, te llevan a IKEA a comprar toallas nuevas.

Las toallas de baño sirven también – qué cosas – para bajártelas a la piscina. Incluso cabe la posibilidad de que se te olvide cogerla cuando subes y no te des cuenta de ello cuando vas a ducharte y no tienes con qué secarte. ¿O es que después de la piscina no te duchas? O si te duchas y como faltan 2 toallas, ¿os secáis las tres con la misma?

¡Qué extrañas costumbres tienen en Irlanda!