sábado, junio 24, 2023

Titan y Titanic

Lamentablemente, todo ha terminado como intuíamos que iba a hacerlo. Las tragedias en el mar no suelen terminar como las comedias románticas, que siempre terminan bien. El mar es implacable y sólo en muy contadas ocasiones, la historia termina con un final feliz. No ha sido éste el caso.

De todas formas, a media que pasaban las horas y los días y se nos iban dando detalles a cuenta gotas, cada una de esas novedades representaba un nivel de asombro mayor que el anterior. Desde luego no soy ningún Jacques Cousteau, pero tampoco creo que sea imprescindible para aplicar un mínimo de sentido común.

Lo primero que llama la atención es que esa especie de submarino, se manejara con un mando de un juguete. Por muy seguro que haya demostrado ser el mando a lo largo de su dilatada existencia, la imagen de manejar una nave que es capaz de sumergirse a miles de metros bajo el mar con algo así, es como para pensárselo. Podrían haber imitado a la nave del capitán Nemo y eligieron imitar a la Play Station. Eso puede dar una idea del concepto que impulsó a los creadores de diseñar un juguete caro. Y caro les salió, a fe mía.

Otro de los datos inauditos es que eso a lo que llamamos nave, sólo podía abrirse desde el exterior. O lo que es lo mismo, no sé a quién le puede seducir la idea de meterse en una lata de sardinas de modo voluntario.

Hace muchos años estuve en un submarino turístico en Mallorca. No descendimos más que unas pocas decenas de metros y el espacio en el interior, era más que suficiente para la docena de personas que estábamos allí. Además, por los portillos, podíamos ver a los buzos dando de comer a los peces que acudían como las palomas de un parque a las migas de pan. Fue una sensación relajada, placentera y en modo alguno claustrofóbica.

No me cabe en la cabeza que alguien se preste a un viaje a miles de metros de profundidad, metiéndose en una nave que no tiene escotilla manejable desde el interior. No puedo imaginar la sensación de ir apretados como sardinas en un espacio tan reducido, mientras compruebas que el motor no funciona, que te vas a pique y que no funciona la radio. Al final, la lata de sardinas se convirtió, fatalmente, en su propio ataúd, un espacio que – al igual que el submarino - sólo se abre por fuera.

También me llama la atención la aparente inexistencia de unos motores auxiliares, al menos para que, en caso de emergencia, puedan poner al submarino en la superficie y pueda ser rescatado. Tampoco se les ocurrió incluir alguna especie de baliza, como la que llevan los aviones, que en caso de accidente señala su posición. Y ni que decir tiene, que, para casos de emergencia, hubiera sido muy conveniente incluir unos flotadores gigantes, como esos que se utilizan para extraer del fondo del mar los hallazgos y tesoros valiosos, o los que se utilizaban para mantener a flote las naves espaciales cuando amerizaban en su regreso.

En fin, que hasta ahora todo parece indicar que la única obsesión de los ingenieros era bajar, y que lo de subir, al parecer, no era prioritario. Algo así a los atentados del 11-S en EE. UU, cuando los pilotos suicidas que se adueñaron de los aviones, habían recibido clases y sólo mostraron interés en cómo despegar y pilotar, pero no en cómo aterrizar. ¡Terrible!

La soberbia humana y la codicia, fueron las herramientas de las que se valió el destino para mandar al fondo del mar al barco que fue calificado como insumergible, el Titanic. El capitán del barco y el propietario de la naviera, desoyeron las noticias de que la ruta que seguían, estaba repleta de icebergs.

En el caso del mini submarino, los dueños de la empresa hicieron caso omiso de los múltiples consejos que les dieron los ingenieros, acerca de los riesgos de seguridad. Debieron pensar que a razón de 200.000 USD el viaje por persona, lo de los riesgos era secundario. El General Custer desoyó el consejo de no atacar a los indios y esperar a los refuerzos.

Así es que, el barco insumergible, se hundió; el submarino, no pudo reflotar; y Custer, ya sabemos cómo terminó.

La soberbia los ha matado a ellos. Lo triste es que también ha habido muertes colaterales.

Sinatra y mis recuerdos (XI)

1971 fue un año pródigo en experiencias.

A mediados de septiembre iniciaba el 5º de bachiller. La ventaja de esos primeros quince días era que sólo había que ir a clase por la mañana. Era una forma suave de retomar el ritmo después de haber estado dos meses de vacaciones. Y también había una razón climatológica y es que era imposible estar en las clases con el calor que hacía.

Como no podía ser de otra forma, ese año nos tocó otro cura tocapelotas: “El Fuentes”.

Fue de los escasos curas a los que se les conocía por su verdadero apellido y no por el mote. Tenía la importante tarea de dirigir y ensayar los cánticos que posteriormente se iban a utilizar en las diferentes ceremonias que se oficiaban en la capilla del colegio, como, por ejemplo, la novena a la Virgen María que se realizaba todos los viernes del mes de mayo.

Era tal el celo que ponía en el desempeño de su cargo, que durante los ensayos y ceremonias solía pasear por los bancos de la capilla, vigilando a los alumnos que cantaban y a los que no, y por supuesto, a los que pillaba con la boca cerrada o incluso fingiendo que cantaban, pero sólo hacían mímica con los labios, les metía un paquete.

Además de tan importante desempeño, el Fuentes nos daba clases de Física, algo que, dicho sea de paso, no se me daba mal. A la hora de hacer los exámenes el libro de texto venía acompañado de unos cuadernillos de ejercicios en los que figuraban las preguntas sobre los diversos conceptos que se trataban. Eso hacía más fácil al profesor la tarea, pues no tenía que inventarse las preguntas y, además, el cuadernillo, corregido, siempre quedaba en poder del alumno, cosa que no sucedía con el resto de hojas de exámenes, que una vez las entregabas para ser calificadas, las perdías de vista para siempre.

En cierta ocasión uno de esos exámenes me salió bordado. Estaba convencido de que había sacado una nota muy alta y estaba casi eufórico y ansioso por ver el resultado. Sin embargo, cuando el Fuentes, me entregó el cuadernillo corregido, me encontré con que en vez de una nota alta el cura había escrito “PLAGIO” en rojo y en diagonal.

Desconcertado, le pregunté al cura que era eso de “plagio” y el cura me respondió:

-  Has copiado de tu compañero.

Nunca he soportado – ni hoy en día tampoco- que me acusen de algo que no he hecho y en esta ocasión, no había copiado. Me lo había estudiado, el examen no era complicado y lo había hecho perfecto.

-  ¡No es cierto! ¡Yo no he copiado! - le respondí indignado al Fuentes.

-  Tienes las mismas respuestas que tu compañero de pupitre – argumentó él.

-  ¡Evidentemente! – respondí enfurecido-. ¡Si las respuestas son correctas, ambos debemos tener las mismas! ¿No se ha planteado que haya sido él el que haya copiado? Porque a él no le ha dicho que ha copiado.

- Has copiado - insistió el imbécil del cura sin demasiado entusiasmo y sin ningún argumento.

-  Para demostrarle que no he copiado y que me lo sé, hágame ahora mismo un examen oral - le reté.

En caso de haber aceptado mi reto, yo habría demostrado que tenía razón y que él se había equivocado y eso, no lo podía permitir. No quiso de ninguna manera hacerme de nuevo el mismo examen u otro similar, allí mismo y delante de toda la clase. En el fondo en ese momento se dio cuenta de su injusticia, pero no tuvo valor de admitirlo. No hubo quien le moviera de su postura.

-  Siéntate y no sigas protestando.

Mi frustración no tenía límites. Si hubiera tenido un bate de beisbol le habría reventado la cabeza al “tontoelculo” del Fuentes. Y me quedé con el cero más injusto de la historia del colegio, por plagio, cuando no había copiado.

A la semana siguiente tocaba otra prueba. El Fuentes dio la orden de sacar los cuadernillos y empezar a responder las preguntas que tocaban. Todos sacaron los cuadernillos…menos yo, que con los brazos cruzados encima del pupitre miraba fijamente al imbécil del Fuentes.

- ¿No tienes el cuaderno? - me preguntó el cura.

-  Sí.

-  ¿Y entonces por qué no lo sacas?

- ¿Para qué? ¿Para que si lo hago bien me diga que he copiado, pero si lo hago mal me ponga mala nota? Pues para eso me ahorro el esfuerzo. Póngame el cero directamente - le respondí indignado.

En el fondo ese era el mensaje que estaba enviando a toda la clase con mi “plagio” falso: si alguien se esforzaba por ser mejor y saber más, el cura iba a sospechar que eso no era posible y le iba a condenar a suspender.

-  Saca el cuaderno y comienza a hacer el examen - sugirió más que ordenó el Fuentes.

Mi objetivo ya se había cumplido. Había dejado bien claro delante de toda la clase que no había copiado, que me sentía seguro de los conocimientos y que había retado al cura para comprobarlo.  La injusticia de la que había sido objeto era patente y lo mejor de todo, dejé claro el comportamiento pusilánime del cura, que no se atrevió a examinarme de modo oral. Así que, saqué mi cuadernillo y completé el examen. Ya nunca más volví a obtener un “plagio”. Pero aquel cero, no me lo quitó nadie.

Aparte de padecer al director del coro y profesor de Física, lo más llamativo en el terreno de los curas de ese año, fue que el que nos daba las clases de religión.

Un día apareció con un tocadiscos y un LP. El impacto que tuvo ese gesto no habría sido mayor si hubiera entrado con la cabeza de San Juan Bautista en la mano.

Las clases de religión se habían ido convirtiendo en un auténtico tostón a medida que pasaban los años y las enseñanzas eran las mismas de siempre, dichas por los mismos de siempre. Al final, si llegabas a detectar cuáles eran las palabras clave para aprobar los exámenes – había exámenes de religión -, lo tenías resuelto, y todo lo demás era una penitencia que tenías que sufrir. Pero, aun así, aquello era un ladrillo.

Por eso, cuando ese día apareció el padre Larreta – a ese no le tratábamos de hermano, ese era padre – con el tocadiscos portátil y con un disco bajo el brazo, de entrada, logró captar la atención de todos.

El padre Alfredo Larreta era un hombre joven, vasco, como su apellido apuntaba y solía vestir de clériman y no tanto con sotana como el resto. Desde el principio la clase de religión la convirtió en un lugar de debate sobre aspectos que interesaban a chicos de 15 años. Así es que, en vez de ser un profesor, más se convirtió en una especie de tutor.

Después de enchufar el tocadiscos, pidió algo de atención y explicó que ese disco se lo había enviado un amigo desde EEUU. El título “Jesucristo Superstar”. Y comenzamos a escuchar el disco, con un volumen que no molestara a la clase de al lado. No escuchábamos las canciones enteras, sólo trozos sueltos, pero nos íbamos haciendo una idea. Ese fue el origen de una serie de debates acerca de la figura de Jesús, de su mensaje, de su legado, de otros personajes de la historia, incluso de la iglesia como organización. Una forma de analizar si esos chicos iban a misa los domingos, y si no lo hacían por qué, pero todo ello planteado en un tono de debate abierto, sincero, de mutuo conocimiento y no en plan persecución y castigo. Todo esto fue la puerta de entrada a diferentes trabajos en grupos, acerca de diversos temas, con encuestas a personas desconocidas por la calle, para llegar a ciertas conclusiones; una especie de compulsación de la realidad.

Como balance final de ese año, debo considerarlo como un año muy bueno, aunque en ese balance influyen sin duda alguna, algunos aspectos ajenos al colegio y de índole personal, que he considerado mejor no incluir para no distraer la atención del lector.

lunes, junio 19, 2023

El buzón anónimo

A alguna mente privilegiada de esas que nos gobiernan, se le ha ocurrido la feliz idea de crear un buzón en las empresas para denunciar anónimamente cualquier ilegalidad que se considere, lo cual, dicho sea de paso, podría ser interesante. Ahora bien, lo que en un principio puede parecer una buena idea hay que empezar a someterlo a un escrutinio más profundo, porque podría darse el caso, por ejemplo, de realizar denuncias falsas.

Sobre denuncias falsas no es necesario remontarse mucho en el tiempo. En la guerra civil española, - un asunto que está presente de modo permanente en los recuerdos de los marxistas del gobierno – hubo profusión de falsas denuncias, de un bando y del otro. Venganzas, codicia, ideología y demás, alimentaron a la madre de todas las guerras, del mismo modo que mucho antes, en los tiempos de la Santa Inquisición, se repitieron el mismo tipo de denuncias y por los mismos motivos, más o menos. Y no me quiero meter mucho con el tema de las falsas denuncias de violencia machista. O sea, que lo primero que habría que dilucidar es si los hechos son ciertos o no.

Después de comprobar que los hechos son ciertos, habría que establecer una especie de tribunal que los analizara y dictaminase si constituyen delito o no, para a continuación, proceder a la sentencia y a su cumplimiento. De nada sirve perseguir la justicia si no hay medios para que sea real.

Todo este sinsentido se pretende en un país en el que la Justicia lleva siglos de retraso, los participantes se ponen en huelga por sectores, y los ciudadanos de a pie, junto con los abogados, debemos hacer acopio de una paciencia tendente al infinito.

A no ser, claro, que lo que pretenda la promotora de la idea, sea que quien analice, estudie, juzgue y sentencie, sea el comité de empresa. De esta manera, los sindicatos, ejerciendo la presión y las corruptelas necesarias, pasarían a controlar las empresas de facto, lo cual sería como una expropiación forzosa y gratuita. Así las cosas, cualquier trabajador o liberado sindical, podría interponer una denuncia falsa contra la empresa, que a tenor del análisis del comité y de su posterior dictamen, se vería castigada con un importe económico, que, en ocasiones, iría contra la propia viabilidad de la empresa. Una forma maquiavélica, retorcida, pero muy comunista de destruir la economía de un país.

Decía al principio que la idea del buzón para la denuncia anónima podría ser una buena idea.

 Se me ocurre que se podría instalar en todos los partidos políticos, incluidos aquellos unipersonales o que concurren a las elecciones por circunscripciones tan minúsculas como el barrio de Lavapiés, en Madrid. De esta forma, podríamos conocer todas las trampas, chanchullos, corruptelas y cohechos a los que hubiere lugar. Otra cosa sería saber quién iba a investigar todo eso y si las sentencias tendrían algún efecto, visto lo visto, y a sabiendas de que siempre habrá algún hijo de su santa progenitora que les termine por indultar.

Otro lugar en el que se podrían instalar serían todos los colegios e institutos de enseñanza primaria y secundaria de España. A lo mejor así podríamos conocer los casos de abusos, de acoso, y de esta forma, lo mismo se podrían evitar los suicidios que se producen, ante los cuales, ningún centro educativo se hace responsable civil subsidiario.

También podríamos instalar esos buzones en las dependencias de los centros de menores, - varones y hembras -, tutelados por la Administración. Tal vez así, podríamos conocer de primera mano las atrocidades, abusos y acosos que sus dirigentes, sus cónyuges o quien fuere, pudieran ejercer sobre los más vulnerables.

En fin, que la idea no está mal, pero hay que pulirla un poco. Yo, en lugar de en los propios lugares donde se sospecha que se incurre en algún tipo de irregularidad, los pondría directamente en las sedes de los medios de comunicación, y para evitar la autocensura, que lo recibieran todos y que cada uno eligiera libremente cuáles investiga y cuáles no.

domingo, junio 18, 2023

La España vaciada.

Cuando pienso en este concepto, tan de moda últimamente, me recuerda a un anuncio mítico de hace muchos años. Era la época en la que el Real Madrid estuvo 32 años como el Barça, o sea, sin catar una sola Copa de Europa. En el anuncio se ve a un hombre comiendo un suculento plato en una cabaña, al calor de una chimenea y acompañado por un anciano. En un momento dado el lugareño le dice al hombre:

     - ¿Y qué, el Madrid otra vez Campeón de Europa?

Y el eslogan era algo así como “donde llega un Mitsubishi Montero , hace tiempo que no llega nadie”. ¡Genial!

Y es que es muy sano apartarse unos días del ajetreo de las grandes ciudades, del ruido, del tráfico, de los atascos, de los problemas del trabajo, del jefe, de todo lo que forma parte de lo cotidiano, y relajarse, descansar. Huir a un sitio apartado, tranquilo, donde sólo se escuche el viento, las campanas de la iglesia, el trinar de los pájaros, el canto del gallo. Donde el aire traiga aromas de hierba y el agua del arroyo corra transparente, fresca y sin contaminar y donde apenas hay cobertura de móvil, con lo que nadie del trabajo nos pueda molestar.

No importa lo alejado que se encuentre ese lugar, ni que sea una casa familiar o alquilada. Al cabo de unos días regresaremos al trabajo con el espíritu más sosegado, la tensión más baja, los pulmones llenos de oxígeno, quinientas fotos para subir a Google y tres kilos de sobrepeso porque nos hemos puesto ciegos de huevos fritos, pan de pueblo, chorizo, queso, morcilla y vino, todo a precio ridículo. Y nos proponemos firmemente regresar a la menor oportunidad. Pero en eso reside el truco de toda esta operación.

Cuando abandonamos la ciudad, en realidad, lo único que hacemos es alargar el cordón umbilical que nos une a nuestra realidad, de la cual huimos unos días, pero a la cual, regresamos inexorablemente, como si se tratara de una goma que tira de nosotros. Durante unos pocos días, no nos ha importado si en el pueblo - al que puedes ir dando un paseo en bicicleta -, tiene o no farmacia, médico o sucursal bancaria. Lo importante era la tienda que te vende de todo lo necesario: huevos, pan, bollería, helados y hasta botellas de vino. Y para lo demás, coges el coche y te das un paseo.

Pero una cosa son unas vacaciones y otra vivir todo el año. En verano, en la montaña se está muy fresquito y dormir con edredón es magnífico, pero en invierno las nevadas cortan carreteras, las habitaciones no tienen calefacción y la chimenea necesita leña y sólo se calienta el salón-comedor. Y, entonces te planteas lo del médico, la farmacia, el banco o internet. Y para todo eso – y más – se necesita un período de adaptación. Y asumir que hay cosas que no vas a tener, entre ellas, el teletrabajo. La idea de aislarse unos días en vacaciones está bien, hasta que decides vivir en un sitio sin cobertura.

El problema insoluble es que hay 1.400 pueblos en los que viven 100 personas o menos. Personas mayores, muy mayores, para los que el teléfono fijo y la electricidad ya supone el máximo avance de la evolución humana, así es que no les hables de Google, wifi, internet, móviles 5G ni esas historias. En esos pueblos no es rentable nada. En muchas ocasiones no hay ni un bar, y a veces, ni iglesia, ni párroco, que ya es el colmo.

Al margen de que se consiguiera reconvertir alguno de esos pueblos y retornaran algunas de las infraestructuras más elementales (escuela, médico, iglesia, comercios, etc.) la segunda parte de la ecuación es la necesaria adaptación de los humanos a un entorno en el que las relaciones humanas van a ser complicadas. La diferencia cultural entre los lugareños, que nunca han abandonado su pueblo, y los nuevos vecinos, que huyen de la civilización para convertirse en neo Robinsones, es sideral y no todo el mundo está preparado para un cambio tan drástico. Por otra parte, tampoco hay tantos trabajos en los que se admita la posibilidad de hacerlo desde donde se quiera, desde tu casa y eso, en la mayoría de los casos, requiere de una infraestructura tecnológica sólida y estable. Incluso aunque te dediques a cultivar miel o a fabricar jabones con fragancias diferentes, necesitarás alguna forma digital para poder vender lo que produces y comer cada día.

Antiguamente, los reyes de los distintos territorios que formaban lo que hoy es España, cuando querían expandirse, promulgaban leyes, fueros y normas, que en muchos casos llevaban a la exención de impuestos a aquellos que se instalaran en esos territorios. En nuestros días, aunque ese podría ser un aliciente, nuestra sociedad es mucho más compleja que antaño y necesitamos de muchos servicios. No basta con una rebaja en el IRPF o en Sociedades.

Harrison Ford protagonizó una película hace muchos años que se titula “La costa de los mosquitos”. En ella hace el papel de un brillante inventor que, hastiado del consumismo de la sociedad moderna, decide alejarse de la civilización con su familia y emprender una nueva vida en plena jungla. Bajo su guía, su nuevo hogar se convierte en un paraíso gracias a sus inventos, pero pronto su mente comienza a desmoronarse.

Al final, el pueblo está demasiado apartado y mal comunicado, es demasiado tranquilo; hace demasiado viento y además es helado; las campanas de la iglesia no paran de dar por saco, y hasta parece que los pájaros han emigrado porque ya no se oye nada. Al menos, el maldito gallo parece que se ha muerto porque ya estaba hasta el moño de que me despertara todos los días al amanecer. Y el viento, lo que trae, ya no es aroma de hierba: cada día huele más a mierda de vaca; y el agua del arroyo, hace meses que se congeló y para colmo, no hay cobertura para el móvil.

El cuento de Crusoe está muy bien, pero sólo porque sobrevive lo justo para ser rescatado.

sábado, junio 17, 2023

Sinatra y mis recuerdos (X)

El año 1970 vino cargado de novedades, tanto en el colegio como fuera.

Hasta ese momento era costumbre que, en España, las empresas trabajaran hasta el sábado por la mañana, estableciendo un descanso el miércoles o el jueves por la tarde, dependiendo. Mi colegio se había acogido a dar libre el miércoles por la tarde. Pero ese año, el ministerio introdujo un cambio en nuestras vidas que hoy en día pensamos que siempre ha sido así y no es cierto. Ese año se establecieron una serie de cambios en el ámbito educativo.

En primer lugar, en cuarto de bachiller, o lo que es lo mismo, a los alumnos que cumplían los catorce años durante el curso, - en mi caso 1970 - al finalizar el mismo debían afrontar un examen que abarcaba todo lo estudiado en los tres cursos anteriores. Era lo que se llamaba el examen de Cuarto y Reválida. Si no pasabas la Reválida, no podías continuar con los cursos siguientes. Pues bien, ese año se eliminó ese examen.

Había, además, otra reválida en sexto de bachiller y con ella se hizo un enjuague. Se decidió que podías no hacer la reválida de sexto, pero entonces tenías que hacer el curso de Pre-Universitario. Y al final, ese curso de “PREU” se terminó por convertir en el C.O.U. o lo que es lo mismo, Curso de Orientación Universitaria, es decir, preparar a los estudiantes para un entorno universitario como su propio nombre indica.

Todo eran buenas noticias: se eliminaba la temida reválida de cuarto, se modificaba los días lectivos incluyendo el miércoles por la tarde, pero dejando el sábado y el domingo como festivos y también hacía factible ignorar la reválida de sexto a cambio del COU. Todo eran buenas noticias, como digo, hasta que nos encontramos con el cura tocapelotas de cada curso. En esta ocasión el ínclito se llamaba Jesús y nos daba Química.

La razón de que forme parte de mis tristes recuerdos es doble. Por un lado, tuve que copiar diez veces el cuadro entero de los elementos químicos de la tabla periódica y sus valencias. Ya no se me volvió a olvidar más cada uno de los elementos, su nombre, su símbolo, su peso atómico, sus valencias y hasta el nombre de quien lo descubrió. La otra razón por la que figura en este museo de los horrores es que durante muchos meses se buscó toda clase de excusas para castigarnos a toda la clase, muchas veces; a muchos, otras; y desde luego casi siempre a mí, a tener que asistir los sábados al colegio, todo un sacrilegio a tenor de que el sábado ya debía ser considerado festivo.

Los sábados y domingos eran los días que el hermano Santiago había destinado para los partidos de futbol entre las diferentes clases, con lo que la manía de su colega, trastocaba todos sus planes. Hasta el punto que - creo recordar - en alguna ocasión llegó a interceder ante el hermano Jesús para que levantara el castigo y así poder usar a los jugadores necesarios para poder incluirlos en los partidos oficiales.

Uno de esos partidos oficiales del colegio de ese año, fue contra los infantiles del At. de Madrid. Cuando saltamos al campo – de tierra, por supuesto – a mí me parecieron como armarios y teníamos todos la misma edad. Jugamos un sábado por la tarde a eso de las 18.00 horas y perdimos por la mínima, por una cagada de nuestro portero. Nos hinchamos a correr. La mala noticia es que, al día siguiente, domingo, a las 09.00 de la mañana estábamos sacando de centro otra vez jugando contra los mismos. En esta ocasión me parece recordar que nos metieron 6-0. Todos mis compañeros estaban rotos de cansancio. Yo también. No podía con las botas, pero seguí corriendo. Al llegar a casa me dolían músculos que no sabía que tenía. No podía moverme. Estuve tres días en la cama, sin moverme, intentando recuperarme de las agujetas.

Uno de esos sábados en los que por alguna rara razón el hermano Jesús nos liberó de su esclavitud, estábamos jugando un partido de futbol en el patio, de esos que organizaba el hermano Santiago, el cura de los deportes. El de química, estaba asomado a la ventana de su dormitorio en lo alto del edificio y desde allí se permitía ejercer de árbitro sin que nadie se lo hubiera pedido. Se ve que al hombre le costaba esfuerzo pasar desapercibido. El caso es que me tenía tan harto que en uno de sus innumerables comentarios le grité que se callara de una vez. Y me oyó, y aunque no pudo reprimirse las ganas de amenazarme con represalias, se calló.

Ni que decir tiene que, una vez más, la relación entre ese cura y yo, nunca fue la mejor posible. El obligarnos cada sábado a tener que acudir al colegio, podría dar la sensación de que el hombre no tenía nada mejor que hacer y nos usaba como excusa para rellenar su tiempo libre a costa del nuestro, lo que en realidad representaba un sobre esfuerzo, porque, no hay que olvidar, que los miércoles por la tarde, sí que teníamos clase.

El ambiente en general en el colegio era de una persecución implacable, una opresión y un acoso sin fin. Nunca he estado en un campo de concentración, pero estoy seguro que si alguna vez caigo en alguno, ya iré entrenado porque no debe haber mucha diferencia. Y para muestra, otro botón más.

Una tarde cualquiera, a la hora del recreo, en vez de jugar al fútbol paseaba por el patio junto con mi compañero, Alfredo, con el que además compartía pupitre.

Estábamos charlando tranquilamente cuando de pronto, algún zoquete tuercebotas de los cientos de chavales que estaban jugando al fútbol, lanzó un disparo que casualmente tropezó en mi pie y salió rechazado, con tan mala fortuna, que fue a parar a las narices del hermano Valeriano, que venía andando en sentido contrario y que estaba a escasos tres metros de distancia.

El problema fue que el balón no sólo golpeó en la nariz del cura, sino que le rompió las gafas y encima al romperse las patillas que reposan en la nariz, hizo que se clavara el metal en la carne y comenzara a brotar algo de sangre.

Como es lógico, Alfredo y yo nos acercamos a interesarnos por él. El golpe había sido tremendo y veíamos cómo sangraba por la herida. Dolía con sólo verlo. Sin embargo, la respuesta del hermano Valeriano – sí, ya sé que tiene rima – me sorprendió

-     ¡Usín, da dos vueltas al patio corriendo! - espetó casi de inmediato el cura en un arranque de venganza.

Parecía una respuesta refleja, automática, de cualquier cura ante cualquier evento: Usín, dos vueltas al patio, aunque el tal Usín estuviera en su casa con gripe. Lo indignante en este caso, es que mi compañero Alfredo estaba conmigo, a mi lado, y al que le ordenaron empezar a correr fue a mí, no a él.

-     ¿Pero por qué? – pregunté.

Al menos este cura fue capaz de mantener un diálogo inteligente entre seres humanos durante unos minutos, al cabo de los cuales, mi compañero y yo le hicimos comprender que sólo había sido un desgraciado accidente y que no respondía a una acción terrorista premeditada por mi parte, ni siquiera que hubiera tenido parte activa. Finalmente, no se llegó a cumplir ningún castigo, pero, en cualquier caso, ese era el ambiente que se vivía a diario en el colegio.

1970 fue un año tan bueno como los anteriores.

 

sábado, junio 10, 2023

Nadal vs Alcaraz

Ayer, antes del partido de Alcaraz contra Djokovic en Roland Garros, escuché a Alex Corretja decir que los españoles tenemos una inmensa suerte en esto del tenis. Que no es normal que después de un dilatado dominio de Rafa Nadal, ganándolo todo, ahora que está cerca de su retiro por ley de vida, tengamos la suerte de tener a un digno sucesor que apunta a que va a ganar también muchos torneos. Y tiene toda la razón del mundo, tenemos mucha suerte, pero también me gustaría señalar que, aunque algunos hayan pretendido establecer paralelismos y coincidencias, Carlos Alcaraz no se parece en nada al juego de Rafa Nadal. Es más: son radicalmente distintos.

Durante todos estos años nos hemos acostumbrado a ver a Rafa jugar y casi contar sus partidos por victorias. Pocos partidos ha perdido, y alguno de ellos, lesionado, pero su estilo es inconfundible. Rafa ha sido – es - un obrero del tenis, un hombre que siendo diestro decidió jugar al tenis con la izquierda; que casi desde el inicio de su carrera se le detectó una lesión incurable en su pie y ha continuado jugando al máximo nivel durante casi 20 años.

Mientras tanto, su gran rival, Roger Federer, parecía que jugaba al tenis con smoking. Todos sus golpes destilaban elegancia pura, sencillez y gracilidad.

Algo que siempre ha distinguido a Rafa de sus contrarios, es que siempre ha aprovechado al máximo los puntos débiles de sus rivales, explotándolos hasta la extenuación. Si el punto débil era el revés, una y otra vez mandaba bolas a ese lado, cada vez más anguladas, cada vez con más efecto, cada vez más altas, hasta que al final el punto caía del lado de Nadal. Ese es el estilo de juego al que nos acostumbró: machacar y machacar hasta convertir al rival en polvo, minando su fuerza física y por encima de todo, la mental.

Sin embargo, Carlos Alcaraz tiene su estilo propio, totalmente diferente del de Rafa, o de Federer o del mismo Djokovic, como vimos ayer. Alcaraz tiene un estilo de juego visceral, impulsivo, a cara o cruz en cada golpe, a romper la pelota caiga quien caiga. En su estilo no entra en juego el factor “punto”, sino más bien el concepto “espectáculo”. Ayer mismo, dio muestras de ello en algunos momentos contra el serbio, sacando bolas de la pista central cuando lo único que tenía que hacer era empujarla suavemente al otro lado de la pista, que estaba vacía. Eso, Rafa, no lo ha hecho jamás en su vida.

Eso es como si un jugador de futbol en la misma línea de gol, le da una patada al balón y lo saca del campo en vez de meter gol. Es absurdo. En el tenis, como en el fútbol, se trata de ir ganando puntos poco a poco y no todos de golpe, ni te dan más puntos por tirar más fuerte. Pero Carlitos es así y no va a cambiar.

Rafa Nadal jamás ha perdido un segundo de su vida en una pista animando al público a que le anime a él y le aplauda. Eso lo hacía jugando al tenis, ni más ni menos, y consiguiendo puntos increíbles. Así enardecía a los espectadores que no necesitaban recibir la señal de que tenían que chillar y aplaudir.

Sin embargo, Alcaraz es totalmente distinto. Le gusta el barullo, el rumor, los gritos, la pasión y de vez en cuando, anima al público a que participe activamente. Sinceramente, los del Real Madrid ya estamos acostumbrados a que sean los jugadores los que animen al público del Bernabéu y no al revés, que es precisamente lo que sucede en todos los demás campos.

Es muy probable que sicológicamente, Rafa haya tenido que luchar contra el miedo de enfrentarse a leyendas del tenis, pero no ha dado la impresión de amilanarse, más bien, todo lo contrario. Ayer, a nuestro Carlitos se le vio en el primer set muy tenso, tomando decisiones precipitadas, con ansias de que los puntos fueran cortos, sin paciencia y, además, con demasiados errores. Rafa, habría planteado un partido a cinco sets y habría intentado ir minando, socavando poco a poco, las fuerzas del serbio hasta sacarlo de sus casillas, que, por cierto, tampoco se necesita mucho. Es serbio, o sea, que lo de la paciencia le dura mientras las cosas le funcionan, pero si se le empiezan a torcer, monta un show. A lo mejor resulta que yo tengo algo de serbio, porque la paciencia no es una de mis muchas virtudes.

Cada uno es cada uno y tiene su estilo de juego, y hay que respetarlo, pero no caigamos en la tentación, tan típicamente española, de rechazar a un extraordinario jugador, sólo porque no responde igual que Nadal en los momentos críticos.

Uno puede llegar a ser número 1 del mundo, como lo fue Carlos Moyá, que le duró poco. Otra cosa es mantenerse durante años y años en el top ten o en el top 3. Eso es otra cosa.

Alcaraz ha llegado a nº1 y no ha sido por casualidad. Es un jugador fantástico, pero es él mismo, no el sucesor de nadie.

Hay un atleta norteamericano que se llama David Wottle, ya retirado. Corría la distancia de los 800 metros en la final de los JJ.OO. de Múnich 1972. Durante los primeros 500 metros de carrera, iba en la última posición, cuando de repente, comenzó a aumentar el ritmo y adelantar a corredores. Ganó la medalla de oro.

Rafa Nadal me recuerda más a un tipo así, a alguien que sabe que el objetivo no es cómo empieza sino terminar el primero. La imagen que tengo de Alcaraz es que en una carrera así, habría salido al sprint, como si se tratara de los 100 metros lisos, con el resultado que todos imaginamos.

Alcaraz es como un potrillo desbocado y algo salvaje. Da la impresión, como ya he dicho, que antes de jugar un partido le tienen atado con una correa rodeándole el cuello y oliendo una camiseta sudada de su próximo rival. Y cuando sale, sale sin frenos.

Él es así y tendremos que acostumbrarnos a aceptarle tal y como entiende el tenis. Pero no habrá nunca nadie como Rafa Nadal, del mismo modo que Federer o Djokovic, también son irrepetibles, como lo fueron Borg, McEnroe o Sampras.

Sinatra y mis recuerdos (IX)

De entre todos los curas que tuve la desgracia de conocer, hubo alguno que, como suele ocurrir de vez en cuando, representa una magnífica excepción. Son esos curas que me trataron con respeto, algunos incluso con cierto cariño. Ya he mencionado anteriormente al que le preocupaba verme la cara desencajada por el dolor de estómago. Era el hermano Aurelio. Otro de los hermanos a destacar era el que nos impartía clases de Historia, de Literatura y de Historia del Arte. Era una auténtica delicia escucharle. Además, a lo largo de los varios años que le tuve de profesor no recuerdo que jamás castigara a nadie. Conseguía que todo el mundo prestara atención en su clase. Pero sin duda, si de alguien me acuerdo con especial cariño era del hermano Santiago.

El hermano Santiago era el responsable de deportes, o sea, fútbol, porque no había más. Él organizaba el torneo interno, por cursos y letras de cada curso. Además, era el responsable de inscribir al equipo en las competiciones oficiales. El hermano Santiago siempre contaba conmigo y fue el primero en hacer algo que se repetiría más adelante: siempre me hacía jugar en una categoría superior a la que me correspondía por la edad.

Para mí el fútbol siempre fue la válvula de escape a una vida sin tiempo para el ocio, para compartir y tener amigos. Una vida de lucha continua contra los curas y profesores abusadores. Una vida en soledad, aislamiento y falta de comunicación. Una vida similar a la de un gladiador romano cuyo único horizonte era el día siguiente.

Y precisamente, por ser mi única válvula de escape, hubo un momento en que rechacé la posibilidad de convertir mi afición en mi manera de ganarme la vida. Intuía que llegaría el día en el que podría perder los dos. Pero eso fue un par de años después y no quiero adelantarme.

Aquel verano de 1969, el hombre llegó a la Luna. Recuerdo que mi familia se levantó de madrugada para poder verlo por la tele, pero a mí no me pareció que fuera más importante que dormir. Tal vez intuía que esa imagen la iba a ver repetida mil millones de veces y que, además, el asunto de la exploración espacial no terminaría ahí. El caso es que tan magno evento me lo pasé durmiendo.

Ese verano fue el más triste y aburrido de todos los que recordaba hasta ese momento. Mis recuerdos de los veranos se iniciaron en la playa de Foz; luego, tras la muerte de mi padre eran en Miraflores de la Sierra, pero ese año de 1969, nos quedamos en Madrid todos. Mis tíos habían decidido adquirir una parcela de terreno en una urbanización a unos quince kilómetros de El Escorial, en un término municipal que nadie conocía – Valdemorillo-, en medio de un secarral de monte bajo, encinas y ulagas, al que había que llegar por una carretera infernal por la que apenas circulaban coches y con un firme que parecía que acababa de sufrir un bombardeo. Dado el desembolso necesario para sufragar la operación del chalet, se hacía imposible salir de vacaciones a ninguna parte. Así es que si sustituir el pueblo de la sierra por el de la playa, ya era duro, quedarse en casa, al menos te enseñaba algo importante: valora lo que tienes porque la cosa siempre puede empeorar.

Así es que, a los doce años, camino de los trece, mi panorama vacacional en Madrid me ofrecía todas estas alternativas. No tenía amigos, ni en el colegio ni en el barrio. Lógico. En realidad, no pertenecía a ninguno de los dos mundos. Al colegio sólo iba para asistir a las clases, pero no disponía de tiempo para socializar con mis compañeros. Tenía que salir corriendo a casa a hacer los deberes. Por esa misma razón, tampoco tenía amigos en el barrio. Además, a mi madre los chicos del barrio que veíamos por la ventana, eran poco más que “ratas callejeras”, gente poco recomendable para frecuentar, con un lenguaje soez, barriobajero, en absoluta disonancia con la exquisita educación que recibía yo en el penal de las sotanas, aplicada por la tribu de los “sotánicos”. (Obsérvese el inteligente juego de palabras del autor mezclando los términos satán y sotana).

Por si acaso a alguien se le escapa, es necesario recordar que, en esa España, había una única cadena de TV, en blanco y negro, que comenzaba a emitir a eso de las 14.00, que cerraba la emisión alrededor de las 17.00, para regresar sobre las 19.00 y cerrar definitivamente la emisión a medianoche. Es decir que, cuando servidor se despertaba por la mañana, después de desayunar no había nada de distracción. No había tv, no había internet, no había nada. La única diversión posible era asomarme a la ventana del salón que daba a la calle y ver cómo los otros niños del barrio jugaban al fútbol.

Me costó convencer a mi madre que si bajaba a jugar con ellos era bastante improbable que pudiera contagiarme de su nula educación y ello pudiera afectar a la mía, con el consiguiente perjuicio económico que hubiera supuesto invertir tanto dinero para perderlo en un callejón sin salida rodeado de gente tan vulgar. Jugar al fútbol con gente de esa ralea no terminaría por convertirme en un mafioso.

La calle en cuestión, estaba cortada al tráfico, lo cual era muy beneficioso para establecer allí un sucedáneo del Santiago Bernabéu. Bastaban dos piedras - cogidas de los solares abandonados que flanqueaban el campo-, para definir las porterías. Lo malo fue que algunas academias de autoescuelas coincidieron en pensar que esa era una zona estupenda para hacer las prácticas de sus alumnos. Debo confesar que la convivencia entre las autoescuelas y los chavales con aspiraciones a ser futbolistas, nunca fue un ejemplo de buena conducta y sí, una fuente de conflictos y tensiones. Nosotros, los profesionales del fútbol callejero, reclamábamos la propiedad en exclusiva, ya que todos nosotros vivíamos en las casas colindantes, mientras que las autoescuelas, venían del extranjero, de otros barrios aledaños. Algo así como los Apaches y los pioneros.

Además de para albergar partidos de fútbol y campo de prácticas para las autoescuelas, la calle también servía - al caer la noche- como refugio de enamorados sin techo. Sólo se trataba de encontrar un lugar en el que aparcar el coche, lejos de la influencia del único farol que arrojaba algo de luz. Los más necesitados, es decir, los que ni siquiera tenían coche y les apremiaba la urgencia amatoria, se conformaban con buscar entre los escombros del solar, un lugar al abrigo de miradas indiscretas y hacerlo de pie, contra alguna pared que todavía se mantuviera en pie.

Los partidos se organizaban por la tarde porque por la mañana hacía demasiado calor. En esos partidos se hacía cumplir de modo inflexible algunas de las reglas básicas del fútbol callejero:

     - El más torpe, de portero.

     - No hay fuera de juego.

     - De penalti y gol, es gol.

     - La ley de la botella: el que la pierde, va a por ella.

     - No vale tirar fuerte.

     - Todos son árbitros y se arbitra por consenso.

    - El partido acaba cuando todos están cansados o cuando uno de los equipos se queda sin jugadores porque sus madres les llaman para cenar.

   - Los jugadores pueden cambiarse de equipo previo consenso de todos para hacer más justo y equitativo el partido.

     - Se detiene el partido cuando pasa una persona mayor o una madre con un carrito de bebé. En nuestro caso, eran las autoescuelas. De ahí las tensiones.

 

Correr y sudar crea la necesidad de consumir líquidos. Para eso acudíamos a una boca de riego del ayuntamiento. De ella se servían los jardineros para regar los setos del jardín, los árboles y la calle. Lo que ellos no sabían es que, después de que hicieran su trabajo y cerraran la llave de paso, los futbolistas callejeros disponíamos de una llave inglesa con la que no sólo abríamos el paso del agua, sino que, además, la dejábamos correr; así, todo el que necesitara beber disponía de agua fresca sin tener que acudir al dueño de la llave. Un auténtico terrorismo urbano y ecológico.

Un día, mientras jugábamos, el balón rodó y rodó ladera abajo y llegó hasta la Ronda de Segovia. Lo peor de todo es que el balón era mío e independientemente de que no era yo el que tenía la obligación de ir a buscarlo, me interesaba y mucho no perderlo. Si lo hacía, si lo perdía, no tendría posibilidad de comprar otro. Por eso, inicié una persecución alocada para recuperarlo, lo que me llevó a realizar un salto desde lo alto del muro externo del jardín hasta la acera. Mientras estaba en el aire, me di cuenta de que era más alto de lo que imaginé en un principio. Al caer sentí un dolor intenso en el talón, en el hueso calcáneo. Entre eso y que la pelota se despeñó irremediablemente pendiente abajo a una velocidad inalcanzable, me quedé allí, dolorido y sin esperanza de recuperarlo, mirando frustrado cómo alguien acabaría haciéndose con mi balón. Afortunadamente, un peatón vio venir hacia él la pelota y tuvo la amabilidad de cogerla y de alguna manera de darle una patada lo suficientemente fuerte como para que me llegara a mí, en lo alto del terraplén.

Aunque feliz por recuperar mi único tesoro, no podía apoyar el talón derecho en el suelo, así es que, como la pelota era mía y estaba lesionado, me fui directamente a casa cojeando. Aquello dolía y mucho, pero pensé que pasaría pronto. Mi madre preguntó qué me pasaba y le quité importancia. Estuve varios meses cojeando, hasta que el dolor desapareció del todo y recuperé el andar normal. No fui a ningún médico. Si tenía cura ¿para qué iba a ir? Y si no la tenía, ¿para qué perder el tiempo?

Se podría pensar que había otras alternativas a la diversión, como, por ejemplo, ir a una piscina municipal, pero ni tenía idea de por dónde quedaba, y, aun así, eso costaba dinero, además de otros peligros añadidos.

1969 no es que fuera un mal año, después de todo. Fue el año que descubrí que en mi barrio había otros chavales de mi edad con los que – además -podía jugar al fútbol. Pero mientras ellos hacían planes para empezar a trabajar a los catorce años en los empleos más miserables, los míos eran intentar adivinar qué clase de capullo con sotana me iba a tocar ese año en el colegio.

viernes, junio 09, 2023

El deporte y el sexo.

Recientemente hemos leído que hay un nuevo romance a la vista, esta vez, entre la tenista española Paula Badosa y el griego Tsisipas. Y entonces es cuando me han empezado a cuadrar ciertas cosas, como que ni uno ni otra, se coman un colín jugando al tenis. Es lógico. Ya sabemos todos que los inicios de un romance suelen ser muy fogosos y muy exigentes.

Debo decir que, a mí, Paula, me cae fenomenal. Es una chica guapa que no es que haya ganado muchos torneos ni que tenga una carrera espectacular, pero está claro que no desaprovecha el tiempo fuera de la pista, lo que hace que cambie de novio más que de raqueta, algo que me parece estupendo. En este sentido me recuerda a Anna Kournikova, un auténtico pibón ruso, que no ganó un maldito título individual en su vida, pero que se unió a Enrique Iglesias hace más de veinte años, lo cual, también podría ser considerado todo un triunfo.

Según cuentan las mismas lenguas viperinas, Paula hace un mes escaso que ha terminado con su anterior novio, que era modelo. Genial, pero con tanto sube y baja, es normal que en la pista no se rinda al 100%.

Por otra parte, no debemos olvidar el consejo que le han dado al griego, según el cual debía tomar pastillas de melatonina y hacer siesta. A la vista del resultado que le ha dado esta audaz estrategia el otro día contra Alcaraz, cabe preguntarse si lo de la siesta no lo habrá interpretado erróneamente. A lo mejor en griego tiene otro sentido. La idea era que descansara EN VEZ DE, no DESPUÉS DE.

Mientras tanto, al bueno de Carlitos, me imagino que su equipo le tiene atado con una cadena al cuello, mientras le dan a oler una camiseta sudada de su siguiente rival en pista, y cuando llega la hora de salir a jugar, sueltan a la fiera al grito de “busca, busca, Charly” y el chico sale a la pista como una piraña a dieta: ansioso de comerse todo lo que encuentre.

Y así pasa lo que pasa después: que Carlitos se merienda a Stefanos, mientras éste le dice a su padre que está en el palco “es que tira muy fuerte”.

Deberían seguir los consejos del filósofo zen de Sampedor, José Guardiola, quien hace unos días declaró que en su equipo el que tuviera cuatro relaciones íntimas en un mes, no jugaba.

Al hilo de esta mística de abstinencia, conozco a más de uno que sería titular indiscutible en el Manchester City.

Hoy Carlitos se ha lesionado contra el serbio.

Otra vez será.

jueves, junio 08, 2023

Paternidades tardías.

Desde hace algunas semanas la prensa del corazón – y la que no es del corazón también – nos viene sorprendiendo con noticias, cuanto menos, llamativas. Primero fue nuestra inefable Ana Obregón, que no puede dejar pasar una portada de verano sin su presencia, ya sea en bikini o con su hija-nieta. El asunto en sí mismo da como para un estudio psiquiátrico en profundidad, pero de momento me voy a quedar ahí, sin entrar en laberintos.

Más tarde supimos que Al Pacino y Robert De Niro, ambos octogenarios, iban a ser padres nuevamente.

Continuando dentro del panorama español, el juez estrella Santiago Pedraz, que acapara tantas portadas en los telediarios de la sección de tribunales como de las de la prensa rosa, ha anunciado que, a sus 64 años, va a ser padre de nuevo. Y ayer mismo, otro ilustre conocido hispano, éste del mundo del fútbol, Fernando Hierro, va a tener otro bebé a sus 55 años.

Yo entiendo lo del divorcio, como no puede ser de otra manera. Puedo llegar a entender que, a una persona de edad madura, ya sea hombre o mujer, le apetezca establecer una relación sentimental con otra más joven. Ejemplo de esas uniones hay docenas: Demi Moore con 46 años se casó con  Ashton Kutcher (26); Madonna (59) y Kevin Sampaio. Ella es 27 años mayor, etc.

A lo largo del tiempo el tema de la diferencia de edad ha ido evolucionando. En un principio y hasta hace no mucho, se había aceptado que el hombre debía ser mayor que la mujer. Incluso en ciertos entornos y circunstancias, cuanta mayor fuera la diferencia, mejor. Esa podría ser al menos la ideología de tiempos pretéritos – los de nuestros padre y abuelos y los ancestros – en la que la mujer pasaba de depender del padre a hacerlo de un señor y, por tanto, se presumía que un señor con más años podría proporcionar la estabilidad económica a la novia.

El caso contrario, el que una mujer fuera mayor que su marido, hasta no hace mucho tiempo no estaba socialmente muy bien visto. Se percibía a la mujer como una especie de viciosa, de asaltacunas, todo lo contrario de si era el hombre el que tomaba a una nueva pareja mucho más joven que él. Sólo el hecho de que algunos artistas de Hollywood fueran mostrando con la espontaneidad americana que esa diferencia de edad no debía ser objeto de crítica, sólo así, se fue aceptando poco a poco esa nueva forma de entender las relaciones de pareja. Unas relaciones que cambiaron drásticamente cuando la mujer se hizo independiente por tener su propio empleo y, por tanto, su independencia económica.

Una vez admitida socialmente que la diferencia de edad entre los cónyuges puede ser más o menos grande y que da igual quién es el mayor, ya sea el hombre o la mujer, quedaría por establecer una ventana de aceptación de lo que se entiende por una diferencia “normal” en la pareja. Lo que, en cualquier caso, rompe todos los esquemas mentales, es que una persona que sobrepasa los ochenta años, vaya a convertirse en padre. Y especifico PADRE, porque es evidente que la Naturaleza nunca deja de trabajar, y a las hembras de cualquier especie, incluida la humana, les retira la posibilidad de engendrar por la vía natural, lo que en términos puramente biológicos les impide ser MADRES. Otra cosa, son los laboratorios y los experimentos.

En estos casos donde la diferencia de edad es abismal, más que poner el foco en el protagonista (De Niro o Pacino), prefiero centrarme en ellas. ¿Qué impulsa a una joven de apenas treinta años a establecer una relación sentimental con un octogenario? ¿Es amor? ¿Es sólo interés, notoriedad, seguridad, estabilidad?

¿Y a ellos? ¿La reafirmación de su virilidad? ¿Reafirmar su capacidad de conquista? ¿Quién se va a levantar por la noche cuando llore el bebé? ¿Quién va a cuidarlo cuando estén trabajando en una película o en el teatro? ¿La esposa o la niñera?

¿Y alguien se ha planteado cómo puede afectar a esos niños el hecho de venir al mundo con un padre que en algún caso ni siquiera existe (Ana Obregón), y en otros desaparecerá mucho antes de lo que debiera? ¿Qué será de ellos, de su formación, de su estructura sentimental y afectiva? ¿Recibirán todo el cariño y la atención que requieren? Y no me refiero a la parte económica, me refiero a la parte emocional.

Actualmente, la ciencia ha hecho posible, avances que podrían calificarse de milagrosos, pero en casi todos ellos, hay un componente ético, moral, social, que no podemos ignorar.

Estos avances pueden permitir modificaciones genéticas que revierten enfermedades, que permiten la elección de sexo en un embarazo y que, en definitiva, nos convierten en dioses con poder de dar y quitar vida. Inseminaciones artificiales, vientres de alquiler, congelación de esperma y de óvulos. Todo ello, empleado de manera “apropiada” proporciona felicidad a personas que de otra forma no podrían satisfacer su deseo de ser padres. Pero al mismo tiempo la sociedad también debería prestar atención a ciertas situaciones que, aun siendo perfectamente legales, entrañan un cierto riesgo para la parte más débil de esta ecuación: el bebé.

De igual modo que el bebé puede ser asesinado legalmente mediante un aborto, - que debe cumplir ciertos requisitos-, también debería de estudiarse qué consecuencias tendría para él su propio nacimiento. Este aspecto sí se tiene en cuenta en aquellos nichos sociales en los que la economía es de mera subsistencia. A los pobres se les aconseja no procrear más dado que su descendencia no va a ser convenientemente atendida, pero no se utiliza el mismo rasero con los ricos, como si la capacidad económica fuera el principal dato a tener en cuenta. Habría que aplicar los mismos criterios que se aplican en los procesos de adopción, donde se estudian todos los aspectos – económicos, sociales, familiares, etc. – que influyen en el desarrollo del menor.

Sin duda alguna, la ciencia es capaz de avanzar y proporcionar soluciones a problemas que la naturaleza ha decidido dar por cerrado, pero al mismo tiempo, el derecho, tanto nacional como internacional, debería intervenir y contemplar ciertos aspectos inherentes a la seguridad del menor. De otra forma, sólo los ricos podrán ser totalmente libres de procrear tanto como quieran.

sábado, junio 03, 2023

Sinatra y mis recuerdos (VIII)

El año 1968 fue prolífico en acontecimientos históricos.

Los americanos seguían asesinando a los que no les interesaba, como Martin Luther King o al hermano de JFK, Robert Kennedy. Los telediarios nos mostraron a los tanques rusos del Pacto de Varsovia invadir y tomar posiciones en Praga, la capital de un país que más tarde desapareció, Checoslovaquia. La guerra de Vietnam nos llegaba casi en directo, mostrando los efectos del napalm, o el ajusticiamiento en plena calle de uno del Viet Cong, con un tiro en la cabeza, y viendo cómo caía al suelo muerto, mientras le salía la sangre a chorros por el agujero de la bala.

Hablando de guerras, ese año fue el primero en el que una banda que se llamaba ETA asesinó por primera vez.

Yo continuaba con mi guerra particular contra los curas. Todos los años tenía alguno que era especialmente tocapelotas. Los podrían haber concentrado a todos juntos en un curso y así, al menos, podría haber disfrutado algo en los años siguientes, pero por desgracia, alguien decidió amargarme la existencia poniendo en mi camino sucesivos zoquetes con la misma capacidad didáctica que un comisario político chino y aproximadamente con el mismo criterio de entendimiento y justicia. A ese perfil respondía la última adquisición que me tocó en suerte: el hermano Federico.

Rumores sin confirmar apuntaban a que el susodicho provenía de otro colegio de la congregación que estaba en Zaragoza. Una de las peculiaridades de esta criaturita, aparte de que se pasaba el día chillando como un berraco en celo, era que usaba ciertos términos al hablar y que a nosotros nos llamaba especialmente la atención. El más característico era que en vez de decir “estoy cansado de repetirlo” decía “estoy canso…”.

Era bien sabido que yo a las clases de por la tarde, llegaba, eso: tarde. Salvo algún año que comía en la casa de mis tíos y mi frenético ritmo de vida se calmaba un poco, el resto era como ya lo he contado anteriormente. Así es que, de alguna manera, era famoso.

Ese curso recuerdo que teníamos clase de gimnasia de 12.30-13.30, lo que significaba que, terminada la clase, te ibas a casa. El problema que se planteaba era que para la clase de gimnasia era obligatorio vestir el chándal rojo del colegio y, por tanto, tenías que desnudarte por completo. Para ello, no podías hacerlo en medio de la clase, pero al mismo tiempo, no había un vestuario como tal y los baños estaban saturados. Hasta que la dirección del colegio se percató del problema y decidió construir unos vestuarios rudimentarios en una parte del patio de recreo.

Un día, terminada ya la clase de gimnasia, tuve que hacer cola en los lavabos a la espera de poder quitarme el uniforme de gimnasia, vestirme con ropa de calle y salir pitando a casa con la bolsa a cuestas. Eran las 13.45 y como siempre salía escopetado junto con mi amigo y compañero de pupitre. Al salir por la puerta casi corriendo, estaba el hermano Federico y nos mandó parar.

Nos llamó la atención, en especial a mí, porque eran las 13.45 y siempre llegaba tarde a las clases de después de comer. Le expliqué cuál era el problema de la falta de espacio y el número de personas intentando usar los servicios, pero su respuesta fue contundente.

¾     Estáis perdiendo el tiempo. Ahora mismo dad dos vueltas al patio corriendo.

Algo que no he aceptado jamás han sido las órdenes sin sentido, sin lógica, y esta era una de ellas. De cualquier forma, intenté razonar.

¾     Hermano, son las 13.45 si ahora nos dedicamos a dar dos vueltas al patio corriendo, voy a salir de aquí a las 14.00 y no voy a poder llegar a tiempo a las 15.30, que es precisamente lo que intenta evitar.

Evidentemente, siempre se ha dicho que discutir con un gilipollas es una pérdida miserable de tiempo, porque ambas personas están en planos distintos. Y en este caso, se demostró una vez.

¾     Que sean tres vueltas.

De haber aceptado el argumento – por otra parte, impecable - de un niño de doce años, y eliminar el absurdo castigo, habría sido tanto como admitir ante el propio niño, que el hermano Federico era lo que aparentaba ser: un cretino inconmensurable. Así es que se aferró al viejo axioma de “mantenella y no enmendalla”.

Mi amigo Alfredo y yo, decidimos salir de allí. Yo ya había perdido mucho tiempo y comenzamos lo que en términos deportivos se conoce como “trote cochinero”, un ritmo a medio camino entre la carrera y la marcha atlética. Nos dirigíamos hacia la puerta de salida y al llegar allí decidimos abandonar ese estúpido castigo y marcharnos a casa. Él, como muchos de mis compañeros, vivía más o menos cerca del colegio, pero yo tenía una aventura y ya llegaba tarde.

La primera clase de esa tarde era, casualmente, con el Federico de las narices. Ni siquiera recuerdo qué tipo de asignatura nos daba. Creo recordar que ninguna, que sólo se encargaba de controlar a las ovejas, como un perro pastor, mientras ellas estudiaban cualquier asignatura. De repente se arranca y dice:

¾     Los dos que me deben un castigo que se pongan de pie.

Mi amigo Alfredo y yo, codo con codo, literalmente, nos miramos sinceramente extrañados. Estábamos absolutamente convencidos de que eso no iba con nosotros, lo cual, por cierto, nos dejó desconcertados. Al parecer había otros que estaban en deuda con el Federico.

El Federico se empezó a impacientar y finalmente, al ver que ninguno de nosotros se dio por aludido, se dirigió directamente y llamándonos por nuestros apellidos – norma de conducta del colegio -, nos ordenó que nos pusiéramos en pie. Y allí, puestos en pie, con cara de circunstancias Alfredo y yo escuchamos una larga perorata, un rapapolvo, un soliloquio, con más tinte de rosario de penalidades y frustraciones del propio Federico, a lo que ninguno de los dos podíamos añadir nada. El Federico retomó el diálogo que mantuvimos en la puerta en un vano intento de justificar ante el resto de la clase lo justo que era su proceder y lo canallas que habíamos sido mi colega y yo. Baldío esfuerzo que se esfumó en cuanto yo repetí mi argumento de que si lo que se pretendía era castigar mi retraso habitual, el castigo no iba a solucionar nada, más bien al contrario.

Entonces la bronca devino en una especie de coloquio con 45 testigos en el que el Federico intentó inculcarnos a todos, de que su autoridad estaba por encima de cualquier discusión, y que, si él decidía imponer un castigo, éste debía cumplirse. Pero yo se lo discutí aduciendo que mi retraso continuo no se debía a ninguna actitud indolente, sino simplemente a la distancia que debía cubrir, por lo que, en definitiva, no merecía ningún castigo, ni tampoco estaba en duda su autoridad para imponerlos, siempre y cuando se ajustara a derecho.

El combate quedó en tablas. O sea, perdió el Federico.

Otro mal año.