sábado, julio 29, 2023

Nasío pa barrer (capítulo 3)

La entrega del arma reglamentaria por entonces, el fusil de asalto CETME, acrónimo de Centro de Estudios Técnicos de Materiales Especiales, se realiza en un momento avanzado de la instrucción. Las primeras semanas se trataba simplemente de reconocer las órdenes, incluso con el cornetín. Después, sería necesario hacerlo todo, pero con el fusil al hombro o en suspensión. Y aquello, después de unas pocas horas, pesaba lo suyo.

Durante la instrucción con el fusil, el hecho de que se le cayera al recluta o hubiera una mala manipulación, conllevaba un paquete de sanción, generalmente, fregar platos después de la comida. Y en el comedor éramos unos pocos los que comíamos dos platos y postre. Y un día me tocó a mí.

Estábamos parados, en formación y realizando movimientos con el “chopo” – apodo cariñoso con el que se conocía al fusil -. En un momento dado debíamos dar un taconazo en posición de firmes y con el fusil en suspensión en la mano derecha. Lamentablemente, mi “chopo” decidió ejercer de líbero, se cruzó en mi camino y terminé por arrearle una patada en la parte de la culata que salió a tomar por saco. Vamos, que no es que se cayera en el sitio, sino que casi sale volando.

Tal y como indicaban las instrucciones, mientras estás en formación no puedes moverte. No puedes mover la cabeza ni tan siquiera hablar. Así es que tuve que esperar a que el instructor me diera la orden de salir de la formación y recoger el fusil.

     -  A fregar platos, ya sabes, ¿no?

     - Sí, mi cabo primero.

Esto último también era obligado porque un fallo en el saludo a esas alturas del período de formación, podía ser letal.

Después de la instrucción, me fui al comedor con todos los demás y cuando terminé de comer, el cabo primero que me tenía bajo vigilancia intensiva por si acaso pretendía escaquearme, me llevó a los entresijos de la cocina, me puso al lado de un colega que estaba destinado al servicio a cocina y me dijo que le ayudara.

Al llegar, el colega me dijo friega eso. Eso, era una pila de platos tan alta como un niño de año y medio. Yo me dije, Carlitos, la próxima vez presta más atención a qué das patadas y que nunca jamás se repita lo del fusil. ¡Por Dios!

El caso es que con mi cándida adolescencia en plena ebullición cogí el primer plato y haciendo de tripas corazón y sin guantes, empecé a fregar los platos. Uno a uno, por supuesto y con esmero. Cuando ya había fregado un par de ellos, mi otro colega, que era como el jefecillo, vino con otra torre de platos en un carrito. Aquello me empezaba a preocupar porque los platos se iban amontonando y parecía que había más. Entonces, el chaval se fijó en mi artesanal forma de lavarlos y se acercó:

      -  Pero ¿qué haces, tío?

      -  Pues fregar los platos.

      -  Así nos podemos tirar aquí hasta Navidad. Anda, quita y déjame.

Entonces, el veterano procedió a llenar la pila del lavadero con agua al tiempo de le echaba un detergente que formó bastante espuma. Cuando consideró que ya había suficiente, fue entonces cuando se dirigió a mí y me dijo:

      -  Mira cómo se hace.

Y yo le presté toda mi atención.

Cogió una pila de platos sucios y los metió en la pila llena de agua y jabón. Tumbó esa pila de platos noventa grados. A continuación, con su mano derecha tomó el plato del extremo derecho de esa pila tumbada e hizo lo propio con el lado izquierdo. A partir de entonces, comenzó a mover hacia adelante y hacia atrás, esos platos, en un movimiento de vaivén continuo. Era el primer lavavajillas humano de la historia.

     -  ¿Has visto? Pues ahora tú.

A pesar de que me remangué la camisa, la verdad es que me empapé. El veterano iba a toda velocidad, como alguien que lleva haciendo eso desde hace tiempo y al parecer mi falta de habilidades lavatorias, le ponían algo nervioso. Sea como fuere, en un momento dado me dijo que me fuera.

De aquella experiencia extraje varias lecciones.

     1. Establecí como un mandamiento de la ley marcial, no incurrir en ningún pecado o falta, susceptible de ser castigado con fregar platos.

   2. Si sobrevivía a la comida del campamento, sería inmune a cualquier tipo de virus, bacteria o patógeno, al margen de su gravedad o procedencia.

     3. Me adapté a ser algo menos escrupuloso.

viernes, julio 28, 2023

Valldemossa

Hay fechas, lugares y momentos en la vida en la que algunos de nuestros recuerdos se quedan grabados a fuego en nuestra memoria para siempre. Y eso es exactamente lo que me pasa a mí con el 28 de julio y Valldemossa.

A unos quince kilómetros de Palma de Mallorca, en dirección a la Sierra de Tramuntana, se encuentra incrustada entre montañas esta joya, conocida por ser el lugar en el que Chopin y su amante Aurore Lucile Dupin de Dudevant, - más conocida como George Sand – vivieron su amor durante un invierno en la Cartuja, que pasó así a la historia.

El 28 de julio la pequeña localidad de poco más de dos mil habitantes, se ve saturada de turistas y veraneantes venidos de toda la isla y el mundo entero, ansiosos por visitar La Cartuja, pasear por su empinadas y empedradas callejuelas, comprar los típicos recuerdos y saborear los productos de la zona.  Culmina así la celebración de sus fiestas patronales dedicadas a Santa Catalina Tomàs Gallard (1531–1574), más conocida entre los devotos lugareños como “La Beateta” o “Sor Tomasseta” que fue canonizada por el Papa Pio XI en 1930.

Fue por esas fechas, unas cuantas décadas atrás, cuando mis ex suegros, inauguraron el chalet que se habían construido a las afueras del pueblo, en dirección a Sóller. La casa fue bendecida por el párroco del pueblo, después de lo cual, se celebró una fiesta con amigos y familiares en los amplios jardines de la parte trasera.

Para los palmesanos, Valldemossa viene a ser algo así como El Escorial para los madrileños, un lugar en el que refugiarse del calor asfixiante del verano. Aquí, aunque por el día pueda hacer calor, el ambiente no es tan húmedo como en Palma, y por las noches refresca bastante y necesitas dormir con manta.

Mis suegros pasaban allí todo el verano y cada 28 de julio, rememoraban el feliz acontecimiento de la inauguración de la casa organizando una fiesta para amigos (muchos) y familiares (pocos). La única representante de la familia era una prima de mi suegro – Fina - y su familia, que vivían en Inca. Tenían todos un profundo acento mallorquín de pueblo, aderezado, por si fuera poco, con unos insufribles decibelios por encima de la media, lo que hacía que, cuando regresaban a su casa, agradecieras el silencio y la paz, aunque todavía te pitaban los oídos.  

El bufet en estas fiestas era variado y generoso; no faltaba el alcohol, ni el perfume de las flores que nos rodeaban, que con tanto mimo cuidaba mi suegra.

Allí pasé muchos veranos disfrutando del ritmo lento de la vida en comparación con la locura de Madrid, aunque ello supusiera una adaptación previa a la llegada y un síndrome post vacacional al regresar a la gran ciudad y al trabajo. Era allí, en el porche junto al jardín, cuando cada día al caer la tarde disfrutábamos de un gin tonic, sentados alrededor de una mesa con los aperitivos.

Fue en Valldemossa donde mi suegro y yo tuvimos una disparidad de criterios en relación a la situación política del momento que más tarde la conocimos como “la Transición”. Una época muy dura en la que algunos policías vestidos de gris, mataban por la espalda a manifestantes estudiantiles. Lo malo de aquel encuentro es que fue el primer año cuando nos empezamos a conocer. El hecho de que en su juventud hubiera servido en la División Azul y que yo tuviera veintipocos años, no eran factores que ayudaran al entendimiento. De hecho, en mitad del debate – que no discusión – se levantó, abandonó la reunión con el resto de la familia y se marchó a su cuarto sin despedirse. Pero yo creo que lo peor de todo, fue que él era socio del Barça. Una cosa es una cosa, pero hasta ahí podíamos llegar.

Los domingos al mediodía tocaba visitar a los Gaspart – tío del que fuera presidente del Barça - en su caserón, con mayordomo gay incluido. Una partida de petanca junto a la piscina y un gin tonic bajo la pérgola con una parra, acompañado de una coca de trampó, eran el preámbulo de la paella acompañada con cava bien frío. Fue allí, uno de esos días, cuando Felipe Gaspart dijo una frase que se me ha quedado grabada: “sólo los ricos compran barato”. Se acababa de gastar 3 millones de las antiguas pesetas en un viaje para 15 personas a Orlando, Florida, en hoteles de 5 estrellas super lujo, con todos los gastos imaginables incluidos. En este terreno también estaba incluido el alquiler de un vehículo gigantesco para todos y el cámara responsable de inmortalizar todo el viaje.

Fue allí, en Valldemossa, donde mi hijo recibió el bautismo. Una ceremonia oficiada – previa solicitud formal de mi consentimiento - en mallorquín, una lengua que con el tiempo y a fuerza de escuchar, llegué a comprender sin ningún problema.

Y fue allí, un 28 de julio, festividad de la Beata cuando le comuniqué a mi mujer que nos íbamos a divorciar.

Así es que sí, para mí el 28 de julio es una de esas fechas señaladas y Valldemossa un lugar especial.

martes, julio 25, 2023

El topo

Ya he confesado en alguna ocasión que tengo una especial debilidad por el tema del espionaje. He devorado unas cuantas novelas de John Le Carré, algunas otras que trataban sobre historias reales con espías de verdad y todas las películas que he podido que han tratado sobre este asunto. Así es que, espero que con estos antecedentes se entienda que al abordar el asunto del que voy a escribir, empiece con esa pequeña aclaración. Se entenderá más adelante. Además, todo el mundo sabe qué es un topo en sentido figurado. El diccionario de la RAE lo define así: “Persona que, infiltrada en una organización, actúa al servicio de otros.”

También soy partidario de que, tras un evento, ya sea un partido de fútbol, de tenis o, como en este caso, unas elecciones, se analice el porqué de los resultados, ya sean victoriosos o no. A veces una victoria puede dar una visión desenfocada de la realidad y, sin embargo, de una derrota puedes aprender. Por ejemplo, la victoria pírrica del PP debe hacernos reflexionar si se han cometido errores y en ese caso, si se pueden resolver. Todo eso, al margen de pucherazos y maniobras rastreras, que tampoco son descartables.

Para entender algo mejor por qué estamos en mitad del barro, tal vez sea bueno echar la vista un poco atrás, tampoco mucho. Por ejemplo, el panorama en 2011 todavía se basaba fundamentalmente en el bipartidismo (PP-PSOE) con apoyos puntuales para asuntos clave.




Pero en las siguientes, las del año 2015, apareció un elemento distorsionador que es una de las razones de que estemos en donde estamos: PODEMOS y sus adláteres y marcas blancas.

Como se aprecia en la imagen de más abajo, al comparar los resultados del año 2011 con los del 2015, en este último aparecen de sopetón, una nada desdeñable lista de partidos que antes no estaban, entre ellos PODEMOS, que además de tener ya representación en Bruselas, obtiene 42 escaños en el Congreso. La mayoría de esos partidos nuevos son de izquierda extrema y en realidad, dinamitan el mapa político que conocíamos hasta ese momento.



En esas mismas elecciones de 2015, Ciudadanos da el salto a la política nacional con 40 escaños. Por el contrario, UPyD, de Rosa Díez, desaparece del mapa. Y por primera vez aparece VOX, aunque sin representación parlamentaria.

Es a partir de aquí cuando el mapa español se fractura en mil reinos de taifas, aunque siempre en dos bloques condenados a no entenderse, algo de lo que los partidos de izquierdas, sobre todo PODEMOS, se encargarán de promover. Regresa el lenguaje previo a la guerra civil; el desenterrar a los muertos, pero sólo los del bando rojo; el traslado de algunos y, en definitiva, retrotraer a la población a una vida que la mayoría no ha conocido salvo de oídas.

Esa estrategia diseñada por Pablo Iglesias es lo que él mismo denomina “generar tensión” y es el caldo de cultivo basado en el odio en el que se basa su éxito, al menos en ese momento.

De todas formas, tras el terremoto del 2015, el peor parado, al final, ha sido el bloque de derechas. De hecho, a los pocos meses y dado un bloqueo institucional, por primera vez tuvimos que ir a nuevas elecciones en 2016. Y aquí es cuando se armó el lío.

El PSOE con Pedro Sánchez a la cabeza, había cosechado los peores datos de su historia, por segunda vez consecutiva, todo lo cual no era un obstáculo para el ínclito Sánchez para intentar gobernar. El resto de la historia es bien conocida.

Con el paso de los años y las elecciones parece que hemos asumido este panorama caótico cuyo último ejemplo es el engendro llamado SUMAR, formado a su vez por 15 formaciones políticas en lucha permanente por ver quien es más comunista que el de al lado. A pesar de eso, aunque en el bloque de la extrema izquierda haya docenas de partidos pugnando incluso entre ellos por ver quién come caliente, al final, se las ingenian para aparecer en la foto, aunque para ello tengan que asesinar a su Julio César tantas veces como fuere menester.

Pero en el bloque de la derecha, no ha sucedido lo mismo.

Las sucesivas irrupciones fugaces y posteriores desapariciones fulgurantes de partidos como Ciudadanos y UPyD; la puñalada del PNV en la posterior moción de censura, traicionando la estrategia histórica de consenso que había mantenido con el gobierno central; el lanzarse al monte de los catalanes con Artur Más a la cabeza y abandonar sus históricos pactos con los gobiernos centrales de todo signo político. Todo ello, ha ido dejando huérfano al PP que intenta mantenerse como puede, aunque cada vez más aislado.

Y para colmo de males, al final, una vez ya desaparecidos C’s y UPyD, irrumpe VOX. Es decir, la derecha se ha ido deslizando cada vez más hacia la derecha en la misma medida que lo ha hecho la izquierda hacia la izquierda, pero el dogmatismo hace milagros y favorece a la extrema izquierda y no a los otros. No importa si el “tito Berni” se ha ido de putas con dinero público; no importa si al PSOE y la Junta de Andalucía son condenados por los falsos ERE’s. Lo que importa es saber si Bárcenas cobró sobres en negro hace 20 años o si Feijóo se hizo una foto con un traficante hace 30.

Así es que, así las cosas, habrá que descartar que, de momento, al PP le dejen ganar por mayoría absoluta. Resulta un muro infranqueable luchar contra todos y ganar. No es una cuestión de Feijóo, de Juanma Moreno o de Ayuso, es un asunto mucho más profundo. Es un sistema diseñado para que sólo pueda gobernar la extrema izquierda, es decir, todos aquellos que quieren abolir la Monarquía, someter a la Justicia a sus veleidades, incluso presumiendo de ello, y destruir el espíritu conciliador que inspiró la Constitución. Los que están dispuestos a despenalizar la malversación de caudales públicos; los que consideran que dar un golpe de estado es algo político, simplemente porque no hubo disparos, etc. etc. etc. Y si para ello hay que gritar en la sede del PSOE eslóganes de la guerra civil, pues se grita, que para eso han perdido.

Todos ellos desprecian la Constitución diciendo que es vieja, antigua y que ya está obsoleta, que España ha cambiado y que la Constitución necesita modernizarse. Los principales detractores de la Carta Magna son tanto vascos como catalanes, olvidando, que tanto unos como otros, estuvieron representados en la redacción de la misma a través de Miquel Roca que hablaba en nombre de: CDC, UDC, PSC-R, EDC y ERC. Lo mismo cabe decir de los comunistas que contaron con Jordi Solé Tura como otro de los firmantes de la Constitución.

En la redacción de nuestra Constitución no falta nadie porque a nadie se excluyó. Y, sin embargo, año tras año, el 6 de diciembre, la Constitución es vilipendiada por comunistas, vascos y catalanes, - entre otros - que la desprecian ausentándose de las celebraciones que se realizan en el Congreso y olvidando que gracias a esa misma Constitución que ellos desdeñan, son los legales representantes de sus electores e incluso presidentes de Comunidad Autónoma.

La idea que tienen de España – suponiendo que tengan alguna – pasa por bordear la Carta Magna, pero sin que se note mucho. Y ¿cómo se consiguen todos esos objetivos? Pues sencillo: colocando a un topo en La Moncloa y a un esbirro en el Tribunal Constitucional: Conde Pumpido.

Destruirá la Constitución desde dentro. No hará falta referéndums de independencia, les otorgará tantas competencias que no necesitarán esa declaración, y mientras tanto, sus peticiones y exigencias para sangrar al Estado, para chantajear al Estado, serán cada vez más intensas.

¿Catastrofista? Los de Troya se alegraron mucho por el regalo del caballo.

Y la pregunta ¿hasta dónde estamos dispuestos a aguantar?



sábado, julio 22, 2023

Nasío pa barrer (capítulo 2)

Lo peor de todo era el toque de corneta por las mañanas, aunque con el tiempo, acabé encontrando cierto paralelismo con la manera de despertarme de mi madre, aunque ella sin corneta. El cabo responsable de tocar diana, se colocaba al pie de la escalera del bloque de tres pisos y soplaba con toda su alma, haciendo retumbar el edificio como si se tratara de las trompetas de Jericó, hasta que conseguía hacer saltar, literalmente, a los reclutas de sus literas, aunque se escondieran en el ático. Después, un tiempo regulado para la ducha, el afeitado y el aseo general. Traje de faena, bajada al comedor a desayunar y dispuestos a aprender a formar, desfilar y obedecer las órdenes del cabo primero al mando de la formación.

Poco a poco nos fuimos acostumbrando al entorno. A las comidas, los horarios, los colchones, el ruido de los aviones.

El primer día, a la hora de afeitarme, me habían regalado una maquinilla eléctrica Braun. Entonces no necesitaba afeitarme a diario, pero era mejor que nada. Cuando llegó la hora de enchufar la máquina, un compañero, con la mejor de sus intenciones, me aseguró que él no creía que la corriente fuera a 220 voltios. Así es que le hice caso, cambié en mi Braun a 125 v y me dispuse a afeitarme. La máquina duró exactamente dos días. La corriente era de 220 voltios. Tuve que explicar al cabo primero que lo de estar mal afeitado se debía a eso y que al no tener cuchillas de afeitar no había podido terminar. Fue generoso y comprensivo y no me metió un paquete.

De tanto subir y bajar, y andar para arriba y para abajo, la mayoría teníamos agujetas. Alguno de los suboficiales, de tanto forzar la voz para dar las órdenes, se quedó afónico y tuvo que ser reemplazado por un compañero.

Llevábamos tres días allí, incomunicados con el exterior, secuestrados por el ejército del aire, en una base conjunta EE. UU- España. Una tarde, sentado en mi litera y charlando con uno de mis nuevos colegas, a través del ventanal reconozco la figura de mi hermano. Desconcertado, intento lo imposible: abrir una ventana inexistente, seguramente por motivos de seguridad. Intento llamar su atención desde el primer piso, pero es inútil. Así es que salgo como alma que lleva el diablo escaleras abajo para ver qué ocurría. Cuando llegué al patio pude ver cómo se introducía en su coche y enfilaba la carretera camino a la salida. No pudo escuchar mi llamada ni tampoco debió mirar por el retrovisor del coche.

Todavía nos quedaban unos días más, hasta el viernes, cuando nos dieron el pase “per nocta” y pudimos regresar a casa a pasar el fin de semana. Habíamos sobrevivido a nuestra primera semana en la mili. La jura de bandera sería en junio-julio de ese año, 1976.

Era una época muy convulsa. Tras la muerte de Franco, los atentados de ETA eran día sí y día no. Los ánimos en las “salas de banderas” ([1]) militares, víctimas elegidas por los asesinos, estaban exaltados. Los de extrema derecha hacían de las suyas, asesinando a los abogados de la calle Atocha.

Para nosotros, los simples reclutas, nuestro principal problema era que a alguien se le ocurriera la feliz idea de acuartelarnos, por razones de seguridad, con lo que los pases para ir a casa a pasar los fines de semana, podrían verse cancelados.

Distintas perspectivas.

El viernes, después de la instrucción, nos llevaron de regreso a la Compañía y nos indicaron que usáramos el traje de paseo. Eso significaba que nos íbamos a casa.

Formamos en el patio y el cabo furriel fue nombrando uno a uno a todos los reclutas de la promoción, al tiempo que el suboficial cogía la identificación y se la entregaba personalmente al sujeto. Para cuando llegaron a la “U” yo ya tenía taquicardias. No sería la primera vez que me han llamado Husein, Ausin, Fusil, e incluso cosas peores. Con tanta gente nueva, y con diversidad de apellidos, no era de extrañar que a alguien que se llama Froufe García, terminaran por rebautizarlo como Frute Gracia. Yo tan solo esperaba que ese error tipográfico no supusiera un impedimento para salir de allí escopetado.

Cuando nos entregaron el carné, rompimos filas, fuimos a recoger nuestras pertenencias de las taquillas, donde se quedaba lo imprescindible, y nos dispusimos a salvar la distancia hasta la garita de salida. Como había compañeros que disponían de coche propio, enseguida comenzaron a establecerse relaciones mercantiles entre el conductor y los usuarios habituales para pagar a medias la gasolina. Un negocio en el que yo no podía entrar. Mi negocio era hacer dedo, o sea, autostop.

No recuerdo si el primer día me llevaron hasta la salida y me dejaron allí o si, por el contrario, alguien pudo llevarme hasta la Avenida de América para coger el Metro. El caso es que a media tarde conseguí llegar a mi casa, después de una semana sin noticias. El recibimiento fue como el que le hicieron a John Wayne en la película “Centauros del desierto”, después de una búsqueda durante varios meses infructuosa de su sobrina, raptada por los comanches. Pero mi urgencia era, por este orden, ducharme y comer.

Es cierto que en el campamento las duchas estaban muy bien, con agua caliente, amplias, nuevas, limpias y demás, pero en casa todo sabe distinto. La comida sabe diferente, imagino que no echar bromuro influye en el sabor. La ropa sucia a lavar y a esperar que el lunes estuviera seca. Y dormir.

 

 



[1] Sala de Banderas. Un lugar exclusivo de reunión de jefes y oficiales, en donde además de éstos, solo podían entrar los gastadores, ordenanzas y camareros.

miércoles, julio 19, 2023

Ausente por vacaciones

El otro día, hablando en la farmacia con una de las chicas, salió el tema de las vacaciones. Mari Paz – que así se llama – dijo que en la farmacia las vacaciones las toman en enero, porque durante el verano, es imposible dada la afluencia de gente. Doy fe. Llevo años visitando – de vez en cuando, ¿eh? – la farmacia y podría contar con los dedos de una mano las veces que no había nadie. Que cuando me ha pasado me he asustado de verlo vacío. En ocasiones hay tanta gente que me pregunto si era la happy hour de las drogas o algo así. Y, además, por supuesto, la mitad de los clientes, hablan en inglés y todas las chicas de la farmacia lo hablan sin ningún problema.

Al igual que se hace en mi farmacia preferida organizando el mejor momento para tomarse las vacaciones, como en cualquier empresa privada, hay otros sectores que también se ven mediatizados por un calendario y una estacionalidad. Es bien sabido que los profesionales de la hostelería, se ven obligados a coger las vacaciones fuera del verano por las mismas razones que mis amigas de la farmacia. Y lo mismo ocurre con los asesores fiscales, quienes se ven obligados a actuar en función del calendario establecido por la Santa Hacienda y no pueden irse a la playa cuando hay que presentar impuestos.

De igual modo, si eres trabajador de Correos y da la maldita casualidad de que a tu presidente del gobierno se le ha ocurrido la feliz idea de convocar elecciones generales en mitad del maldito verano y como consecuencia de eso, se prevé un aumento inaudito del voto por correo, en ese mismo instante, se cancelan todos los permisos y vacaciones de todo el personal, para poder cumplir con la obligación del trabajo que se supone. Lo contrario – que es lo que ha sucedido - es como si los soldados de Rusia cuando invadieron Ucrania, hubieran dicho “lo siento, pero es que a mí me viene mal que ya tengo una reserva en un hotel de Turquía”.

Todo el mundo entiende que, en todas las empresas privadas del planeta, se establecen turnos, se organizan las vacaciones, en función del volumen de trabajo, del número de personas del departamento, etc. De hecho, si la norma no ha cambiado en España, la empresa te puede imponer unas fechas concretas de tus vacaciones en un 50%, es decir, que, de los 30 días, 15 la empresa te puede obligar a que los cojas en unas fechas concretas.

Todo eso está muy bien y todo el mundo lo entiende. Cuando necesitas ir a una oficina o enviar un email o llamar por teléfono preguntando por fulanito, puedes recibir una respuesta automática de su correo diciendo que “estoy de vacaciones y si quieres algo habla con menganito”, o si se trata de una conversación, no te extrañes que tu interlocutor te diga “eso lo lleva él/ella y yo estoy aquí para coger el teléfono”. Y todo el mundo lo entiende o por lo menos, lo asume.

Volviendo al inicio de todo esto, le comenté a Mari Paz, mi amiga la boticaria, que me resultaba imposible conseguir una cita con mi médico de familia. Que el problema no era que me dieran una fecha muy lejana. Es que no hay citas de ninguna clase, ni siquiera telefónica que es la que yo busco. Fue ahí cuando surgió un principio de debate al proponer Mari Paz la contratación de más personal, un mantra repetido una y otra vez, casi siempre por los mismos. Mi respuesta fue en el sentido de que si aceptamos que la solución es contratar a más personal, ¿estaríamos dispuestos a pagar más impuestos? Porque, evidentemente, a esos hay que pagarlos. Y es aquí donde comienza el debate.

Desde tiempos inmemoriales las administraciones públicas – al menos en España – se han convertido en unos organismos de una voracidad de recursos económicos insaciable y la mayor parte de los problemas que surgen en su gestión, se han tratado de solucionar a base de más dinero, cuando en realidad, habría que aplicar más efectividad, más racionalidad, más sentido común, más austeridad. Pero, claro, actuar así nos convertiría en un país nórdico y en luteranos y tal vez sea demasiado.

Hasta hace unos 20 o 25 años, en España, el horario de una farmacia y por supuesto, su ubicación, estaban sometidos a un extraño dominio según el cual, todas las farmacias de España debían cumplir con un horario estricto. Y eso fue así, hasta que una farmacia en Madrid, dijo que ella ampliaba unilateralmente ese horario, rompiendo con un statu quo histórico y enfrentándose a todo el colegio de farmacéuticos y resto de colegas. Hoy en día, no sólo tenemos acceso a las farmacias de guardia como siempre hemos tenido. Hoy en día, por ejemplo, mi farmacia preferida, abre incluso los domingos y festivos, aunque con un horario reducido. Y los ciudadanos lo asumimos con naturalidad. Nadie se plantea cuánto personal debe tener la farmacia para dar servicio en un horario tan extenso cubriendo 12 horas diarias, más domingos y festivos. A nadie se le ha ocurrido plantear la posibilidad de “hay que contratar a más personal”. Pero, sin embargo, con el personal de Sanidad, todos los problemas radican en la falta de personal.

¿Listas de espera para quirófanos? ¿Demasiados pacientes por médico? ¿Pocas camas en verano? Todo esto y mucho más es consecuencia de la falta de personal, supuestamente.

Todavía no he escuchado a nadie que plantee, por ejemplo, que los centros de salud puedan atender 24 horas al día. Hablamos de salud, por tanto, es un tema que no se puede someter a un horario concreto. Se podrá decir que para eso están las urgencias, pero el problema es que, si se estrangula el flujo de enfermos en la atención primaria, el coágulo llega a urgencias y el problema sólo se traslada de sitio.

¿Por qué no se puede operar en la Seguridad Social durante 24 horas al día, siete días a la semana? ¿Por falta de personal o por falta de quirófanos?

¿Por qué esos atascos en la sanidad pública no pueden evitarse o aminorarse colaborando con la sanidad privada? ¿Acaso no estamos hablando de salud? ¿Qué es más importante un principio ideológico o el paciente? ¿Al paciente le importa si le opera uno de la pública o si es en la privada? Al paciente lo que le importa es que le solucionen el problema. El resto es gestión.

Si falta personal, - y no me opongo a que se contraten a más - en España hay 30.000 profesionales provenientes de otros países que están a la espera de que sus títulos sean convalidados. El período de espera es entre 2 y 3 años. ¿También se necesita más personal para evaluar a esos profesionales y concederles la licencia? ¿Qué pasa, que el hígado en Hispanoamérica o en Alemania lo tienen en el lado contrario? Hombre, descartando a los chamanes, a los santeros y a los del vudú, que no creo que se presenten, el resto son perfectamente aprovechables.

Al margen de estas consideraciones, creo que, con los profesionales de la salud, debería hacerse exactamente lo mismo que se hace en cualquier empresa privada o en mi farmacia preferida: poner orden, sentido común y turnos. Seguro que, en agosto, el número de pacientes que van al médico en Ciruelos de Arriba, no tiene nada que ver con los que vayan en Benidorm o Sangenjo. Así es que yo creo que, los de Benidorm o Sangenjo, como las chicas de mi farmacia, deberían cogerse las vacaciones en enero.

Personalmente, siempre he pensado que las transferencias de salud a las CC.AA. fue un error de planteamiento de base. La salud debería ser igual para todos y es evidente que Madrid, La Rioja o Murcia, no tienen nada que ver con Badajoz, Cuenca o Ceuta, por poner un ejemplo. Ni las poblaciones son iguales en número, ni las economías son equiparables ni las condiciones demográficas, tampoco. ¿Cómo vas a hacer iguales a todos esos ciudadanos, partiendo de situaciones tan distintas?

 

Decía Einstein: “no hay nada más estúpido que esperar que las cosas cambien haciendo lo mismo de siempre”. Así es que no se trata solamente de invertir más dinero. Se trata de aplicar medidas diferentes y tal vez, algo más de dinero.

De todas formas, creo que, si aplicamos ciertos criterios de racionalidad, unido a una inversión más inteligente y una gestión más eficaz, podríamos mejorar la calidad sin que ello nos supusiera la bancarrota.

Mientras tanto, seguiré intentando concertar una cita telefónica con mi médico…cuando abran el calendario y me lo permitan. Imagino que estará ausente por vacaciones.

martes, julio 18, 2023

La lista de Carlitos

Todos los seres humanos tenemos una serie de usos, costumbres o manías. Unas son más inocuas que otras, más inconfesables que otras. En algunos casos, esas manías pueden llegar a dirigir la vida de las personas y entonces se entra en el terreno de la obsesión. Pero en general, las manías suelen ser bastante inocentes. Por ejemplo, en mi caso, entre otras, suelo fijarme en el calzado de las personas, sean hombres o mujeres. Ya escribí sobre eso en otra ocasión.

Otra de esas manías inocentes consiste en almacenar datos o imágenes, perfectamente etiquetadas, y no volver a verlas nunca. En este sentido, desde siempre, me ha dado por guardar los movimientos bancarios desde los tiempos en los que se comenzó a poder descargarlos. Los tengo de todos los bancos por los que he ido peregrinando. Están ahí, guardaditos y no los miro jamás. Como las fotos y las películas del pasado.

Hace ya algunos años, envié las películas antiguas que tenía de súper 8mm a un laboratorio para que me las juntaran todas en un DVD. Mudo, por supuesto, como las propias pelis. Más tarde, cuando el mundo del cine evolucionó, también tenía cintas de vídeo de 8mm y me tomé la molestia de guardarlas y de hacer una copia en DVD, esta vez, claro, sonoro. Todo eso, junto con las fotos normales de toda la vida, está guardado en sus correspondientes álbumes, cajas, algunas en el trastero y otras en casa.

Pero además de todo este despliegue acumulativo, también desde hace muchos años, tengo la costumbre de hacer copias de seguridad de los teléfonos del móvil. Hoy en día, con esto de Google y demás, resulta casi transparente, si lo has definido en los ajustes de tu teléfono, que se hagan copias de seguridad cada cierto tiempo, pero en los años en los que yo lo hacía, tenía que comprarme un cable USB y utilizar una aplicación específica del fabricante, en este caso, NOKIA.

Este proceso, que hoy puede parecer antiguo, obsoleto y caduco, en su día era fundamental en el caso de que cambiaras de teléfono, ya que, normalmente, la capacidad de las tarjetas no era suficiente para almacenar los contactos y te veías obligado a usar – en combinación o no – la memoria del propio teléfono.

Como todo lo demás, toda esa información la tengo almacenada en mi PC, en sus correspondientes carpetas y con sus fechas. Muy rara vez, he acudido a esas listas – algunas con una antigüedad de decenas de años – para recuperar algún contacto que, con el paso del tiempo, se ha ido enfriando o se ha perdido por circunstancias. Hoy, todo esto suena antediluviano, arcaico, pero es porque actualmente la integración del móvil, con tus emails, tus grupos de WhatsApp o tu almacenamiento en la nube, se hace de forma mucho más natural, casi, aunque no quieras. Vas añadiendo contactos y casi sin darte cuenta, un día envías un wasap cuando antes enviabas SMS. Y entonces tienes el contacto en la lista de teléfonos y en la de wasaps. Y aunque no te pases el día revisando ni una lista ni la otra, de vez en cuando te encuentras con alguien que ya no va a recibir ninguna llamada ni ningún wasap. Ayer me volvió a pasar.

Recibí una llamada para informarme que José Luís, ya no estaba. No se puede decir que mantuviéramos una amistad, pero sí que teníamos una buena relación con cierto grado de confianza. La suficiente, al menos, para que su viuda se tomara el tiempo de buscar mi teléfono e informarme. La mala noticia me sorprendió poco. Hacía ya años que venía superando con esfuerzo un diagnóstico grave, lo que, unido a su edad, sin duda, ayudó a empeorar su aspecto físico. Pero lo que más me llamó la atención fue el tono de ella, de su ya viuda. Era sereno, firme. Seguro que después de varias décadas juntos, sentía en el alma su ausencia, pero no se le notaba en la voz.

Y cuando colgué, me volví a encontrar con él, con José Luís, en mi lista de wasap. Y entonces, sí, entonces dediqué unos segundos a repasar esa lista y pude comprobar que en mis listas había ausencias. Están ahí, pero sé que no habrá comunicación posible. Y, sin embargo, no soy capaz de eliminar esos nombres. Me parece una traición a su memoria. Ya sé que es una tontería, pero no puedo dar a “eliminar”; como si su presencia en mi lista fuera una especie de certificado de permanencia en mis recuerdos; como si en el fondo, me negara a aceptar lo evidente.

Y entonces, asocié la lista de Schindler y la mía. En la de aquel, estar en ella significaba la vida y si no estabas, la muerte. Estar en la mía, mantenerlos vivos en mi memoria. Al fin y al cabo, es allí donde ahora están todos los que ya no están: en nuestra memoria, en nuestras listas de contactos, en nuestros grupos de wasaps.

sábado, julio 15, 2023

El aire acondicionado y el divorcio

Hubo un tiempo - tal vez mis recuerdos pertenezcan a otra vida pasada -, en el que disfrutar del placer del aire acondicionado era un lujo asiático reservado exclusivamente a los ricos, como dicen ahora algunos, que, por cierto, además de aire acondicionado, tienen casa gratis, chofer gratis, guardaespaldas gratis y alguno, hasta niñera. Eran tiempos en los que, todo lo que se hacía, era la primera vez que se hacía. O al menos, la gran mayoría de cosas.

Aquel estudio abuhardillado en plena calle de Alcalá de Madrid, en el barrio de El Carmen, tenía todas las ventajas que entonces necesitaba. El metro estaba al lado, había tiendas a las que podías ir andando y, sobre todo, esa sensación de independencia adquirida no mucho tiempo antes, que no tenía precio.  Poco importaba si estaba en el ático del edificio, y que el ascensor sólo llegaba hasta la planta de abajo y, por tanto, tenías que subir un tramo de escalera hasta llegar a casa, incluidos los días que venías cargado con las bolsas de la compra, aunque la ventaja era que tampoco podías comprar demasiado porque el frigorífico no era muy grande que dijéramos.

El espacio para la cocina lo ocupaba un fogón de dos fuegos, un fregadero de un seno minúsculo, una tabla escasa en la que poder secar los platos y el mencionado frigorífico.

En la parte que daba a la calle de Alcalá, la pared también estaba abuhardillada, como el techo. Por eso, sólo se habían podido instalar unos ventanucos largos y estrechos, pero, al menos, podían abrirse para ventilar algo. Bajo los ventanucos, se había habilitado ese espacio como una especie de armario en el que, debías apañarte con un par de baldas. El resto del espacio necesario para guardar la ropa, lo cubría un armario externo colocado en el salón.

El resto del mobiliario lo componían un televisor minúsculo que descansaba sobre una silla, un sofá cama y una mesa camilla con tres sillas. Todo ello sobre una moqueta de color rojo que debía albergar recuerdos de cuando el rey Sisebuto pasó por el lugar.

Aunque lo mejor que tenía aquel reducto de felicidad era la terraza. Una terraza que daba a una zona interior y que no podías utilizar ni en invierno ni en verano por obvias razones. Ahí, en la terraza, estaba colocado el aparato de gas que proporcionaba agua caliente y calefacción en invierno.

Recuerdo que el alquiler eran 16.000 pesetas al mes, o lo que es lo mismo 96€. Lo que daría hoy más de uno por encontrar algo parecido.

Pero pronto aprendí que aquel sitio tan romántico y tan estupendo, en realidad tenía algunas deficiencias. Por ejemplo.

El calor en verano era considerable. A pesar de tener abiertos los ventanucos y la terraza, y a pesar de estar en la última planta del edificio, no es que hubiera mucha corriente que digamos. Así es que sólo quedaba la opción de un ventilador.

En invierno, sin embargo, el problema era mayor. No se trataba de que hiciera mucho frío, nada de eso. La calefacción que proporcionaba el calentador de la terraza era más que suficiente. El problema era que los días que hacía mucho viento, el calentador se pagaba, se apagaba la llama y entonces, te despertaba el frío. Entonces, tenía que armarte de valor, coger una caja de cerillas, salir a la terraza con un viento frío de narices e intentar una y otra vez volver a encender el calentador. Y rezar para que el viento no volviera a apagar la llama.

Pero volvamos al verano.

A la hora de dormir por la noche el calor era insoportable. Aquello parecía un horno y no había forma de que corriese el aire. Entonces, se me ocurrió una idea genial. No iba a cambiar la temperatura del aire, pero haría que yo pudiera dormir.

Tomé una de las sillas de la mesa del comedor, coloqué sobre ella el ventilador, lo puse todo al borde de la cama nido donde dormía y, para terminar, humedecí una toalla y la puse sobre mi espalda. Aquello fue el invento del siglo. Probablemente, no era muy aconsejable desde un punto de vista de la salud, pero era mucho peor pasarse toda la noche sudando y sin dormir.

Transcurrida toda una vida desde entonces y con todo tipo de vicisitudes vividas – tengo varios libros que así lo atestiguan – ahora sí dispongo de aire acondicionado.

Yo disfruto poniendo el aire a una temperatura en la que pueda tener algo de escarcha en los piececitos y viendo cómo juegan los pingüinos en el salón. Así es que espero que se comprenda mi frustración cuando mi mujer dice que está encantada de la vida cuando fuera, en la calle, caen 46 grados a plomo y dentro de casa estamos a 28. Yo voy en busca del botón del aire acondicionado con la misma ansia que un perdido en el desierto va en busca del oasis y de pronto escucho la pregunta clave:” ¿pero es que tienes calor?”

Y a ver quién se atreve a encenderlo.

Nasío pa barrer (capítulo 1)

La mili, como los penaltis en un partido de fútbol o las dobles faltas en uno de tenis, siempre llega en un mal momento, pero nada se podía hacer con un asunto cuyo cumplimiento era obligatorio. Ante la imposibilidad de rebelarse contra el destino, sólo cabía la alternativa de presentarse voluntario al matadero. Si dejabas al libre albedrío tu futuro, tenías muchas posibilidades de que te enviaran al culo de España, al Sahara, a Canarias o por lo menos, a tomar por saco de tu casa, que viene a ser lo mismo. Sin embargo, si te presentabas voluntario al martirio te trataban con benevolencia y te destinaban a un lugar civilizado, más o menos cercano a tu domicilio.

Como decía al principio la mili nunca llega en un buen momento. Tienes que dejar lo que estuvieras haciendo para cumplir con el deber. En mi caso, había conseguido una especie de trabajo temporal, rellenando a mano los códigos postales del Padrón Municipal de no sé qué provincias. Recuerdo muy bien que tenía un montón de hojas de Padrón de Requena. No recuerdo lo que me pagaban ni si lo hacían por hoja de padrón o por horas, pero para alguien como yo que tenía presupuesto de ingresos cero patatero, aquello era como jugar al póker y ganar. Estaba entusiasmado con mi lapicero rellenando constantemente las casillas donde llevaba el código postal de la localidad. Una y otra y otra, así hasta que se me terminaban las horas. Y así un día tras otro.

Dicen que la ignorancia es muy atrevida y así, cuando ya había decidido que tenía que irme a la mili, le pregunté al que ejercía de mi jefecillo si cuando terminara el servicio militar me guardarían el trabajo. Supongo que aquel joven debió pensar que le estaba vacilando. Me miró a la cara para intentar descubrir la broma en mi sonrisa, pero se dio cuenta de que lo que tenía enfrente, sólo era un gilipollas ignorante.  Así es que, con todo el dolor de mi corazón un día tuve que abandonar aquel trabajo remunerado, el primero de mi vida, si descontamos el que me daba mi tío – de vez en cuando – por cuidar el césped y la piscina del chalet en Valdemorillo.

Después de haber solicitado formalmente mi incorporación voluntaria a filas, imagino que recibiría una carta en la que se me informaba que desempeñaría mis funciones destinado en el glorioso Ejército del Aire, en la base conjunta hispano-norteamericana de Torrejón de Ardoz. Allí, debía presentarme en una fecha determinada del mes de abril de 1976. Es decir, escasos meses después de que Franco hubiera fallecido en noviembre del 75. Por tanto, pertenezco a la segunda promoción que juró lealtad a S.M. el Rey Juan Carlos I.

Según las leyes de Murphy, si algo puede ir mal, lo más probable es que vaya peor. Hasta hacía poco más de un par de años, me quejaba amargamente de la distancia que tenía que recorrer a diario para ir desde casa al colegio. Y allí estaba yo, un par de años más tarde, teniendo que ir hasta Torrejón de Ardoz, por supuesto, sin coche, claro. Algo así como, si no quieres taza, toma dos.

No recuerdo cómo llegué hasta la garita de entrada a la base que estaba atendida por personal mixto, tanto de la Policía Aérea (PA) española como de la PM americana. Ningún particular que no estuviera previamente autorizado, podía pasar la barrera y adentrarse en la inmensidad de la base, de la que se decía que cubría un perímetro de 50 kms cuadrados. Tampoco recuerdo qué medio de transporte utilizamos hasta llegar al lugar de la cita. Tal vez fuera algún autobús o camión de transporte de tropas interno. El caso es que la distancia desde la garita de entrada hasta el edificio donde pasaríamos las siguientes  semanas, era de unos cinco kms, más o menos.

La primera sensación al llegar a un sitio así fue peor incluso que mi primer día en el colegio, pero al igual que en aquel momento histórico me dije a mí mismo: esto tiene fecha de fin. Y así conseguí sobrevivir.

Seríamos unos 250-300 tíos. Todos igual de despistados, supongo. Nos juntaron en el patio que formaban los edificios de nuestro alojamiento, una cafetería y comedor, y un salón de actos.

Cuando al parecer ya estábamos todos nos hicieron formar. Yo pensé, “pues hasta ahora. Igual que en el colegio”. Y empezaron a pasar lista. Por orden alfabético, claro; o sea, que a mí debieron de nombrarme el 221. De hecho, ese fue mi número de recluta. También el sargento o lo que fuera, iba indicando a algunos que debían pasar por el peluquero, una especie de esquilador de ovejas que te dejaba la cabeza sin un pelo de tonto. En previsión de semejante agresión, yo ya me había cortado el pelo, bastante corto, antes de ir y arriesgarme.

Después de la formación nos hicieron pasar en fila de a uno por unos almacenes para recoger toda la indumentaria: el traje de faena, el de paseo, tres camisas, una corbata, las botas de faena, los zapatos de paseo, un “tres cuartos” de abrigo forrado con lana, unos guantes de faena y otros blancos, calcetines y el gorro. Por supuesto, nada de lo que te daban era de tu talla. Así es que con todo eso acarreando como mejor podías, nos dirigieron a los dormitorios, a las literas donde cada uno elegía la que le apetecía. Una vez allí, comenzó la operación “busco mi talla” y aquello se parecía más al Rastro que a un cuartel. Todo el mundo ofreciendo camisas de cuello 42, cuando lo que necesitaba era un 37; y lo mismo con los zapatos, los pantalones y el resto de la ropa. Yo, pensé que el gorro me venía pequeño, pero luego comprobé que era así, que no me lo tenía que encajar hasta las cejas.

Yo tuve suerte y me pillé la litera de arriba que, además, daba directamente al ventanal y al patio donde habíamos estado. En la litera de abajo, tenía a un canario, de piel muy oscura, de nombre Javier y apellido muy raro. Sobre los colchones de rayas, había una almohada, unas sábanas y no recuerdo si alguna colcha o manta. Tampoco recuerdo que nos cambiaran las sábanas. Aquello era cualquier cosa menos un hotel. Las taquillas eran compartidas por cada dos literas. Aparte de la ropa de civil y de las cosas de aseo, nadie necesitaba mucho más. Al menos durante los primeros días.

Los dormitorios eran una nave alargada en la que se abrían unos espacios a cada lado, que era donde se instalaron las literas y las taquillas. Al fondo de todo, estaban las duchas. Todo era espacioso, nuevo y limpio. De allí, una vez realizados los cambios de talla pertinentes, debíamos salir vestidos con el traje de faena, que sólo lo sustituiríamos por el de paseo, al abandonar la base. Después, nos llevaron al comedor. No recuerdo el menú, pero lo que sí recuerdo es que mi paso por el servicio militar supuso una considerable pérdida de peso y no solamente por la calidad de la comida, que no era mala del todo; más bien por una mezcla entre eso y el ejercicio. Por otra parte, desconozco si el bromuro con el que nos anestesiaban nuestros más bajos y primitivos instintos ejercía algún tipo de efecto secundario en la pérdida de peso.

Después de la comida nos condujeron al salón de actos. Allí recibimos las primeras instrucciones de cómo se iban a desarrollar nuestras próximas semanas. A qué hora nos iban a despertar, cómo se debía saludar, el aspecto aseado, etc. También nos informaron el salario que recibiríamos por cumplir con la patria: 300 pesetas al mes. O lo que es lo mismo, unos 2€. Sí, lo sé: ridículo. Incluso entonces parecía una broma de mal gusto.

No había forma de comunicarse con la familia. Entonces, por supuesto, no había móviles, y tampoco recuerdo que hubiera ningún teléfono público; y aunque lo hubiera, sería insuficiente para más de 200 reclutas, algunos de los cuales, venían de localidades como Valdepeñas, Toledo y otras partes de Castilla la Mancha.

Muy cerca de nuestro alojamiento estaba la cabecera de pista de los aviones. El estruendo de sus motores acelerando para despegar, se hizo habitual, tanto, que llegó un momento en el que casi no los escuchábamos. Y desde luego, nunca supe de nadie que tuviera problemas para conciliar el sueño a pesar del escándalo.

Por miedo a contagios, sólo usé la sábana bajera. Pensé que así, además de no coger lo que no tenía, también tardaría menos en dejar la litera lista al día siguiente.

La primera noche caí rendido y ni el ruido de los cazas despegando a quinientos metros de mi cama, me impidió dormir como un tronco.

 

miércoles, julio 12, 2023

Libertad, responsabilidad y sentido común

De entrada, debo aclarar que mis conocimientos filosóficos y legales sobre estos conceptos, no me permiten ir más allá de un planteamiento sencillo y comprensible. Por otra parte, me parecería un ladrillo meterse en estos berenjenales en pleno verano y sin anestesia.

Pero la cuestión es que, el otro día en las noticias, informaron de una denuncia de una chica en las fiestas de Pamplona. Que, al parecer, la chica había conocido a una persona o varias y al subir a un piso, había surgido el problema (abuso, intento de violación, tocamientos o como quiera que se denomine ahora) y que lo había denunciado. Bien.

Eso suscitó una interesante conversación con mi mujer, acerca de si acaso la chica no tenía derecho a ir donde quisiera, con quien quisiera y hacer lo que le diera la real gana. Y sí, claro que tiene derecho a todo eso, pero aparte de la libertad de elección, en donde la chica eligió optar por un “sí”, podría haber optado por un “no”, y eso, también es libertad. Pero entonces ¿cuál es la diferencia entre una y otra opción? Pues lo que podríamos llamar el sentido común y la responsabilidad, que suelen ir bastante unidos.

Si yo, hombre, se me ocurriera por algún tipo de enajenación mental, acudir a las fiestas de los San Fermines, debería ser consciente de que del millón de personas que hay pululando por Pamplona y sus alrededores, la inmensa mayoría va, como mínimo, bolinga. Puede que algunos vayan más puestos de otras sustancias más peligrosas y puede que los haya que lleven el paquete completo: alcohol, canuto y cocaína. Sea como fuere, debería ser consciente de dónde me estoy metiendo.

Bien. Ya sé dónde estoy. Ahora, resulta que conozco a un grupo de tíos. Todos somos hombres. No nos conocemos de nada. Todos estamos pedo, bolingas o alguno vomitando por las esquinas la primera papilla. Vale. Y entonces va uno y dice “vamos a mi casa”. Y yo, hombre, en compañía de otros hombres, todos borrachos, digo que tururú. ¿Por qué? Sentido común, responsabilidad.

Si yo decido ir a África y pasear a pie por la sabana, como lo hacía Robert Redford, debería ser consciente de los riesgos que corro. Estoy rodeado de animales salvajes que me ven como comida. Les da igual que yo sea socio de PACMA, enemigo de los abrigos de pieles, de los toros y hasta vegano recalcitrante. A mí me ve una leona y me come. Para ella no es una opción elegir entre comer o no. Para mí sí era una opción elegir entre ir a la sabana o no, pasear a pie o ir mejor y más protegido en un vehículo y con mi cámara de fotos. ¿Acaso no soy libre de elegir cómo quiero andar por la sabana? Sí, por supuesto, pero entre tus diferentes libertades – hay varios tipos de libertad – también podías haber elegido una con menos riesgos para tu vida. Se llama sentido común y eso es algo que la leona no tiene.

Hoy me llegan unas fotos – unas veinte o así - de las mismas fiestas. En ellas se ve a una muchedumbre, todos empapados de alcohol por fuera y por dentro, con la ropa de color rosáceo y en todas las fotos, un número considerable de chicas, alguna completamente desnuda y el resto enseñando lo que les apetecía en ese momento. ¿Son libres de hacerlo? Claro. ¿Tienen derecho a ser respetadas? Por supuesto. La pregunta clave es ¿quién las va a respetar si todos los demás están borrachos? Alguno habrá que se le vaya la mano y que confunda el atún con el betún. ¿Alguien va a evitar las peleas entre machos por una hembra? Seguro que alguna chica denuncia tocamientos deshonestos. Bien hecho, pero, primero, va a ser complicado demostrar quién ha sido de los cien mil que la rodeaban, y segundo, ¿cuál es el objetivo: divertirse o ganar un juicio por tocamientos?

La cuestión es: ¿es absolutamente imprescindible quedarme en pelotas delante de miles de borrachos para pasármelo bien? No. Esa es una opción. Opción que no ha tenido en cuenta el sentido común, porque son conceptos diferentes.

En un artículo titulado “Claves Conceptuales”, Alvaro d’Ors afirma que la libertad es “presupuesto esencial de la responsabilidad” y agrega que ésta consiste en la voluntad de “optar” por los propios actos, aunque sea sin posibilidad de elección alternativa. Se centra, pues, en la dimensión del libre albedrío. Así, aclara que no resulta necesario que se presenten diversas posibilidades entre las cuales elegir, porque lo fundamental reside en la posibilidad que tiene el hombre de ejercitar la opción; en ese caso, el ejercicio de la libertad consistirá en la decisión entre elegir o no; y, en todo caso, en aceptar internamente o no la situación que se vive. ( [1])

En los años en los que el gran Hemingway visitaba Pamplona y la ponía en el mapa, no creo en absoluto, que la gente se lo pasara peor que ahora por el hecho de no desnudarse en público.

Lo de llegar a casa sola, de noche y borracha, puede que sea el objetivo de alguien que viaja con escoltas permanentemente, pero, en cualquier caso, no estaría de más, aunque sólo fuera por precaución, tomar ciertas medidas de seguridad.

Es igual que con el sexo. A nadie en su sano juicio se le ocurre mantener relaciones con un desconocido/a, sin protección. En eso, además de la libertad de poder hacerlo se aplica el sentido común.

 



[1] Maria Alejandra Vanney. Universidad Austral / Universidad de Navarra

LIBERTAD, RESPONSABILIDAD Y SENTIDO COMÚN EN EL PENSAMIENTO DE ÁLVARO D’ORS

España y los calores

¡Albricias! Por fin, hemos descubierto que en España hace calor en verano, algo absolutamente novedoso y a la par, inquietante. Los reporteros de todas las tv salen a la calle, micrófono y cámara en mano, a perseguir a los sufridos viandantes y preguntarles que si tienen calor y cómo lo soportan. Y avisan, por nuestro bien, que no es bueno salir de casa a las tres de la tarde.

Qué difícil debe ser tener que escribir sobre algo, cuando no hay nada sobre lo que escribir.

Cuando era niño – y no tan niño – en mi casa teníamos un sistema infalible para combatir el calor de Madrid en verano. Afortunadamente, no era frecuente que pasáramos siempre todo el verano en casa, pero entonces como ahora, el calor no siempre llegaba en julio y agosto que era cuando solíamos estar fuera.

Abríamos todas las ventanas de par en par, bajábamos todas las persianas y las apoyábamos en unos topes que permitían solo un espacio de unos cuatro dedos de alto. Eso, con las que daban a la calle. Las otras, como daban a un patio interior, estaban abiertas de par en par. Así se establecía una corriente de aire que el soroyo – el gato – aprovechaba al máximo tumbándose todo lo largo que era, justo en medio de donde había más aire, que era la confluencia entre la cocina y el salón. A veces, no tenía suficiente y se apostaba en el mismo alféizar de la ventana, en un inusual equilibrio que sólo los gatos son capaces de conseguir.

Cuando mi madre me arrastraba a acompañarla a hacer la compra por el barrio, la idea era madrugar y salir de casa lo más temprano posible, porque si se nos echaba el tiempo encima, podríamos derretirnos del calor. Así es que, cuando llegábamos a los puestos, hacía poco que habían abierto y en algún caso, lo estaban haciendo en esos momentos. Madrugar era la clave.

Al regresar, era una delicia entrar en el amplio y largo portal. Parecía mentira que, con tan solo atravesar el dintel de la puerta de hierro de tres metros de alto, pudiera haber semejante diferencia de temperatura. Era reconfortante.

Luego, las persianas volvían a levantarse totalmente pasadas las horas de calor, a eso de las seis o las siete de la tarde y así se mantenían, abiertas, durante la noche.

No había aire acondicionado, ni ventiladores. La luz era cara, incluso entonces. Tampoco nos dedicamos a beber cervezas, ni horchatas. Agüita fresca del grifo y con suerte, con un trozo de hielo, si es que habías sido lo suficientemente hábil como para coger el cuarto de barra que tenías en la nevera – no fue frigorífico hasta mucho después- y con un cuchillo picar y obtener un pedazo de hielo que cupiera en un vaso.  Lo de las cubiteras era para ricos.

Tampoco había piscina. Bueno, tal vez la hubiera, pero estaba descartada por diversas razones.

Y en los pueblos, como hemos visto en infinidad de fotografías, los que tenían una fuente, pues allí que se reunían. O en las orillas de los arroyos y ríos. O en las pozas que estos pudieran originar, como las que había en la Boca del Asno, en Valsaín, entre Madrid y Segovia. Y si no había corriente de agua cerca, pues a sacar las sillas a la calle y a despellejar en corro, con rumores más o menos infundados, a los vecinos. Los pueblos sesteaban durante todo el día hasta bien entrada la tarde y prolongaban su actividad hasta pasada la medianoche. En verano, todos nos volvíamos algo noctámbulos.

Agua, abanico y sombrita. Nada sofisticado. Está todo inventado.

domingo, julio 09, 2023

Sobre censuras

Como parte de la campaña política de las próximas elecciones del próximo 23 de julio, algunos de esos que se autodenominan progresistas, están enarbolando la bandera de la lucha contra una supuesta censura y, cómo no, en pro de lo que ellos entienden por libertad de expresión. En realidad, lo que esta gente califica como censura no es más que una llamada a la lógica, al buen gusto y a la normalidad. Lo de salir al escenario en pelotas quedará muy bien, siempre y cuando lo exija el guion, que era la frase preferida de las actrices españolas en la época del cine llamada “del destape”. Pero de ahí tampoco se puede inferir que cada vez que a alguien se le ocurra salir en bolas, los demás no tengamos derecho a protestar o incluso a protegernos. Nosotros, los que no nos autodenominamos progresistas, también tenemos nuestros derechos y al parecer, con esta errónea manera de entender la vida, los únicos que tienen derechos son los que abusan de nuestra condescendencia.

Y como suele ocurrir en infinidad de ocasiones, estos mismos que claman por sus derechos y su libertad de expresión, consideran que dichos derechos y libertades les pertenece en exclusiva, porque para eso son “progres” y ya se sabe que el progreso está por encima de todo lo demás. Supongo que debe ser esa mentalidad la que ha llevado a la Yoli Carolina Herrera, la propuesta de expulsar del periodismo a los informadores que "manipulen y desinformen". Pues si eso no es censura, ya me contarás.

Entonces, deduzco, que de lo que se trata no es de abolir la censura sino de imponer una censura sobre otra; es decir, de imponer SU censura sobre cualquier tipo de información que contraríe lo que los progres consideran incuestionable. Curioso. Esta manera de pensar es la que mantienen todas las religiones del mundo, además de que es la base de cualquier régimen totalitario.

Lo de controlar qué información ve la luz y qué debe ocultarse es una obsesión de los partidos totalitarios o neo-totalitarios, entre los cuales tengo que incluir al PSOE de Sánchez. Es este giro hacia posiciones extremas – da igual que sean de derechas o de izquierdas, porque ambas buscan lo mismo – lo que motivó en su momento la creación del llamado “ministerio de la verdad”.

“El Gobierno de Pedro Sánchez ha creado un organismo para vigilar las «noticias falsas» difundidas por internet, a cuyo frente figuran dos altos cargos de La Moncloa: el jefe de gabinete del presidente y el secretario de Estado de Comunicación. La orden publicada en el BOE reserva al Ejecutivo la potestad de determinar qué informaciones son erróneas y cuáles no, sin precisar los criterios en los que se ha de basar tal decisión.” (Diario La Verdad – 7/11/2020)

Y a lo que se ve, Yoli CH sigue en sus trece, llegando a sugerir la inhabilitación a perpetuidad de quien osara cometer tamaño delito. Llama la atención que, en cuestiones de principios éticos, la Yoli no se haya pronunciado sobre los políticos corruptos, los malversadores o los que abusan de menores tuteladas, pero sí contra ciertos periodistas. En fin, cosas del progresismo.

Durante la pandemia y el confinamiento, por cierto, ilegal, al que nos sometió Sánchez, éste puso un especial interés en la eliminación de todo aquello que el gobierno consideró calificarlo de bulo. Cierto es que los hubo, pero en un país libre y democrático la desinformación no se combate con restricciones o censura; se combate con más datos, con más verdad. Pero Sánchez prefirió amargarnos la sobremesa de los fines de semana, con unas intervenciones maratonianas en televisión, al más puro estilo Fidel, en las que, en su opinión, esa era la única verdad en la que había que creer. Estaba tan convencido de que estaba en posesión de la verdad absoluta, que nunca admitió preguntas y cuando lo hizo, fue filtrando los medios que formulaban las cuestiones y las preguntas que más le interesaban; o sea, una censura de facto.

Más tarde y por si no hubiéramos tenido suficiente, Sánchez se las arregló para cerrar el Congreso - con la excusa de la pandemia-, durante 6 meses. Tiempo más que suficiente para que el gobierno siguiera emitiendo decreto tras decreto, a la vez que nadie le podía pedir cuentas porque el parlamento estaba cerrado. Otra forma de censura.

Cuando a Sánchez se le ha pedido que publique los gastos ocasionados por sus permanentes viajes en Falcon, ha decidido que esa información es secreto de Estado y que, por tanto, no puede hacerse pública. O sea, más censura.

Durante la pandemia y las medidas de confinamiento, se nos hizo creer que había un comité de expertos del que, a pesar de la insistencia de los informadores, nadie conocía sus nombres y responsabilidades o experiencia. Se nos dijo que era para protegerlos de las presiones externas. Finalmente, supimos que jamás hubo ningún comité de expertos, o que el único que formaba parte de él era el mismo tarado que vaticinó que en España habría un caso o dos de COVID.

Eso también es censura.

Si la desinformación fuera delito, Tezanos estaría condenado a la perpetua.

Lo irónico del tema es que ahora, Sánchez se queja de que han sido los medios de comunicación los que han desprestigiado su imagen.

Censurar es hurtar a la población más joven su propia historia, eliminando aquellos hechos que no interesan por razones oportunistas, tergiversando, manipulando o retorciendo el resto hasta hacer la historia irreconocible. Ese es el objetivo de la llamada ampulosamente la “ley de memoria democrática”.

Censurar es enterrar el asunto de las cuarenta maletas de Delcy Rodríguez en Barajas y mentir siete veces a los españoles.

Como vemos, una vez más se da la circunstancia de que los que ahora se quejan amargamente de ser víctimas de una supuesta censura, son los mismos que llevan tiempo aplicando una férrea censura sobre todo aquello que les concierne directamente y han decidido mantener en la más absoluta oscuridad.

Para terminar, lo haré con una frase atribuida a uno de los personajes que siempre está en boca de todos los llamados progresistas:

¿Es que ha visto usted algún censor que no sea tonto?

Francisco Franco Bahamonde


sábado, julio 08, 2023

De los silbos de otros tiempos

Ayer vi un reportaje sobre la isla del Hierro y esa peculiar manera que tienen de comunicarse entre ellos debido a la orografía de la isla: a silbidos, o silbos, como lo llaman ellos. La isla de El Hierro no es muy grande en tamaño, pero es muy agreste, lo que obligó a sus habitantes a inventarse un método de comunicación rápido y eficaz entre ellos. Se podría decir que fueron ellos los que inventaron la primera conversación sin hilos.

La verdad es que me sorprendió, porque yo conocía los silbos de la isla de la Gomera, en donde, por idénticas razones orográficas del terreno, tuvieron que implantar el silbido como un lenguaje audible en la distancia.

El lugareño dio algunos ejemplos de cómo un padre podría querer informar a su hijo de alguna novedad importante, cuando éste podía permanecer con el ganado en las montañas durante meses. Incluso, si el interesado no había escuchado el mensaje, pero lo había hecho algún vecino, éste hacía de repetidor indicando al pastor que su padre le andaba buscando para darle alguna noticia. Toda una filosofía de vida encerrada en un simple silbido.

Más tarde, allá por los años 70 del pasado siglo, llegó la modernidad a las islas Canarias. Al parecer, antes de que el uso del teléfono se convirtiera en un sistema generalizado entre los habitantes, alguien decidió que hubiera al menos un aparato, en una tienda, más o menos céntrica de la isla, donde además de recibir a los escasos turistas de aquella época, también podían recibir y enviar mensajes a las personas que estuvieran desperdigadas por la geografía herreña. Así, por ejemplo, recibían una llamada para indicar que Fulanito debía estar prevenido y llegarse hasta el teléfono, porque algún pariente emigrante en Venezuela, iba a contactar con él al cabo de veinte, treinta minutos o una hora, tiempo suficiente para transmitir a base de silbidos el aviso y de que al sujeto le diera tiempo de llegar hasta ese infernal invento.

Al margen del aspecto romántico que tiene recordar este tipo de comunicación, hay que ponerse en el lugar de los herreños en casos de necesidad. Hoy nos puede parecer algo idílico y curioso, pero si te sitúas en tiempos pasados y estás en mitad de la isla y tu hijo tiene un ataque de peritonitis, maldita la gracia que te haría vivir en un sitio tan apartado de la civilización. Lo paradisíaco se convertía entonces en una suerte de naufragio, y tú estabas abandonado a tu suerte.

Pero todo esto me hizo recordar una época en la que cuando querías hablar desde Madrid con alguien de fuera de tu ciudad, tenías que llamar a Telefónica – la única, la imperial, la Compañía Telefónica Nacional de España propiedad del Estado, y solicitar a la señorita que te atendía que querías hablar con un teléfono de Ponferrada, por ejemplo. Y entonces, la señorita te respondía que la conferencia tenía una demora de tantos minutos o de varias horas, porque las líneas estaban sobrecargadas. Y a partir de ese momento, tenías que hacer guardia entorno al negro aparato de bakelita que tenías en el salón, con un sonido estridente - que se escuchaba en todo el bloque de vecinos - cuando recibías una llamada y con un peso que más parecía inventado como arma mortal que como un sistema de comunicación. Anclado a la pared con un cable negro y no extensible, el concepto de intimidad no existía.

Todo esto parece que pasó en otro planeta, en otro país, pero fue aquí, y de vez en cuando conviene echar la vista atrás y recordar de qué mundo venimos, sobre todo hoy, que hay gente que no suelta el móvil ni cuando se ducha.