sábado, diciembre 30, 2023

El fatuo y pomposo

Le conocí el día que mi mujer fue a una entrevista con él a su oficina, situada en un polígono industrial de Málaga. Mientras ella tenía la entrevista, yo la esperé fuera, en el pasillo.

Ya llevaban un buen rato de charla, cuando en un momento dado, salió ella y me sorprendió. Yo pensé que ya se había terminado la entrevista y resulta que mi mujer me dice que entre.

-          No, no. No te preocupes. Si estoy bien aquí – dije.

-          No. Si es que quieren hablar contigo.

-          ¿Quiénes? – pregunté sorprendido.

-          Ven, anda.

Al entrar me encontré a dos individuos de mediana edad. Uno de ellos, el que llevaba la voz cantante, que parloteaba como un charlatán de feria, se llamaba Jaime y el otro Pepe. Durante su entrevista, hablando con mi mujer de esto y de aquello, había salido mi nombre. Por aquel entonces, yo estaba en tratos con un amigo, Agustín, para ver si podíamos conseguir clientes en Málaga para su empresa. Y fue entonces, cuando el tal Jaime – que, desde entonces, pasó a ser conocido como Jaimito, tanto por su estatura, como por sus geniales ocurrencias – empezó a darse el pote:

-          Yo es que fui presidente de una asociación empresarial y tengo acceso a miles de empresas a través de mis múltiples amistades y contactos – presumía sin rubor. Y, además, tuve también una fábrica de colchones…

-          Pues eso está muy bien – dije sin mucho entusiasmo-. Nosotros estamos pensando en realizar una actividad comercial para dar publicidad a una empresa, de Madrid, y los servicios profesionales de desarrollo de software que realizan. Por eso, en principio, nos vendría bien tener acceso a una base de datos de empresas, cuanto más amplia mejor. Pero entiendo que lo ideal, sería hacer una segmentación por algunos criterios. Por ejemplo, cualquier empresa menor de cierto tamaño de empleados y/o de volumen de facturación, no debería ser incluida en la publicidad. ¿Eso será posible?

-          Bueno claro, eso lo podemos hacer sin ningún problema, pero antes de recomendar nada a las empresas, debemos saber exactamente de qué se trata. Queremos conocer en detalle el producto antes.

Yo me di cuenta en ese instante que mis interlocutores no eran más que dos vende nubes, ansiosos por colarse en medio de cualquier tipo de operación y así, poder llevarse una comisión al bolsillo. Y por supuesto, esos dos, lo más cercano que habían visto relacionado con la informática era una calculadora.

-          Muy bien- les dije a sabiendas de lo estéril de mi propuesta-. Pues toma nota de la web. Entra allí y échale un vistazo. Allí tienes toda clase de información y si necesitas cualquier cosa, o me llamas a mí o llamas al teléfono que aparece de contacto en la web.

Yo necesité exactamente 0,5 milisegundos para percatarme de que Jaimito, era un bocazas, un charlatán de feria, un vendedor de “chochonas”, con ínfulas de gran empresario. Un muerto de hambre que presumía más que una mierda en un solar y cuyo único interés en ese proyecto, entre mi amigo Agustín y yo, era ponerse en medio, y llevárselo crudito, que era su estilo de “empresario”.

Mi mujer, con esa paciencia de Teresa de Calcuta que tiene, mantuvo con Jaimito una relación estilo Guadiana, fundamentalmente porque el “empresario” no tenía dinero para pagarla por su trabajo. Desaparecía y volvía a aparecer cuando la necesitaba urgentemente. Fue en uno de estos esporádicos encuentros, cuando el vendedor de “chochonas”, le habló de una necesidad que tenía que cubrir.

-          Verás es que la empresa está creciendo - ¡ya eran dos! – y voy a necesitar un Director de Marketing. Es que ahora tenemos una Cooperativa de viviendas, de la que también quiero que tú, lleves la contabilidad y tenemos que hacer una ingente tarea de publicidad. Necesito a una persona ordenada y disciplinada y he pensado que te podría interesar a ti. ¿Qué me dices?

-          Pues muchas gracias, pero eso no es lo mío. Además, no tengo tiempo para eso. Pero sí que se lo puedo decir a mi marido.

-          ¡Ah! Pues estupendo. Dile que me llame y charlamos.

-          Hay un problema – advirtió ella.

-          ¿Cuál?

-          Que él no tiene coche.

-          Que no se preocupe. Yo le presto 2.000€ para que se compre uno y luego me los devuelve.

Mi mujer al llegar a casa, me lo comentó.

-          Yo creo que este tío tiene un montón de contactos. Se conoce a todo Málaga y no quisiera perderle la pista. Nunca se sabe – dijo la bien pensada de mi querida esposa.

-          Y si tantos contactos tiene ¿cómo es que no tiene dinero para pagarte con regularidad? A mí me pareció un gilipollas, pero si el gilipollas me permite disponer de un coche y paga por hacer algo, bien venido sea.

-          Me ha dado su teléfono y que le llames.

Le llamé, charlé 5 minutos con el “empresario”, y me pidió que le enviara mi CV por email. Yo me pregunté si iba a entender algo, pero bueno, se lo envié. Y nos citamos para unos días después en su oficina. Cuando aparecí en la oficina, Jaimito tenía en su pantalla del ordenador, mi CV. Fue entonces cuando le pedí a Jaimito que me pusiera en antecedentes de qué era lo que necesitaba y qué esperaba de mí.

Jaimito se pasó las siguientes cuatro horas y media - literalmente -, vendiéndose él, hablando de todas sus hazañas pasadas como empresario, de la cantidad de empleados que había tenido bajo su mando y de los fantasiosos proyectos de futuro, más propios de las Mil y Una Noches, que de alguien en su precaria situación económica.  Yo, que a los 30 segundos de comenzar el suplicio, había confirmado mi teoría de que Jaimito era gilipollas, aguanté como un campeón las 4 horas y media restantes, ayudándole, eso sí, de vez en cuando, para no perderse en la inagotable verborrea inconexa del susodicho, a obligarle a retomar el hilo principal de la conversación. Fue todo un ejercicio de concentración del que Jaimito se percató:

-          Veo que tú vas al meollo, que te centras en una cosa y no te dispersas – me comentó Jaimito, no se sabe si satisfecho o contrariado al comprobar que a mí, no me podía impresionar- . Yo sí, yo hablo mucho, ya lo has visto.

-          Yo, desde luego – continuó Jaimito – he visto tu CV y te veo claramente como Director de Marketing, eh?

Yo me aguanté la carcajada, puse cara de póker y pensé como el del chiste: “tú dame pan y llámame tonto”. ¡Había que tener mucha imaginación o mucha caradura para hacer aquella afirmación a la cara de alguien que llevaba 35 años trabajando en Informática en desarrollo de software! De cualquier forma, actuaría como lo hacía siempre, con esa visión profesional que tenía.

-          Lo que vamos a hacer, es lo siguiente – propuse-. Con toda la información que me has proporcionado, voy a hacer un plan de trabajo. Cuando lo termine, te lo mando y si te parece bien, empezamos a trabajar juntos.

-          Vale, perfecto. Pues entonces espero tus noticias. – respondió Jaimito.

Al cabo de un par de días o tres, le envié un extenso documento en el que se detallaba, paso a paso, las diferentes tareas a las que – entendía - debía dedicarme desde el primer minuto. Era una hoja de ruta, un plan de trabajo. Recibí una rápida respuesta por parte de Jaimito y volvimos a quedar para cerrar el acuerdo.

El acuerdo consistía en que cobraría 1.000€. Al principio, media jornada, o sea, 500€. Jaimito me prestaría 2.000€ para comprarme un coche y mientras eso sucedía, me dejaba utilizar uno de su propiedad. En peores plazas no había toreado nunca, pero a la fuerza ahorcan.

Jaimito, en su permanente verborrea, deambulaba de un tema a otro, saltando como un saltimbanqui, sin ton ni son, como quien pretende recitar un tema para obtener una cátedra y le falta tiempo para su exposición. Yo después de escuchar y prestar mucha atención y de ir tomando notas, llegué a la conclusión de que Jaimito tenía montado un berenjenal de micro empresas, con un objeto social tan diverso e inconexo entre sí, como la anarquía que reinaba en el supuesto cerebro del enano parlanchín que tenía sentado frente a mí.

Así, pude saber que una de las llamadas empresas, se dedicaba a la venta de todo tipo de material y productos para hostelería, fundamentalmente a través de una web; otra se dedicaba a organizar conciertos de música moderna; otra de las webs, había tenido la misión de servir de portal para unos polígonos industriales, aunque todas ellas daban la impresión de haber sido abandonadas y necesitar, efectivamente, un nuevo bautizo. Y finalmente, la que Jaimito consideró de máxima prioridad porque estaba destinada a ser la que teóricamente proporcionaría la mayor cantidad de ingresos a corto plazo.

En algún momento de su existencia, años atrás, Jaimito tuvo la feliz idea de asociarse a una cooperativa de viviendas y adquirir un chalet adosado en cuarta línea de playa de la Costa del Sol, donde San Críspulo perdió la estilográfica. La aparición de la famosa crisis inmobiliaria, puso fin prematuro al proceso de venta de las viviendas de la promoción, cuando ya se había iniciado dicho proceso. De esta forma, sólo la escasa docena de propietarios de los que decidieron comprar, lo hicieron al precio inicial que en aquellos momentos marcaba el mercado, o sea, por las nubes. El resto, hasta casi los 200, decidieron retractarse de su derecho y con ello perdieron el dinero aportado. Pero al mismo tiempo, también significó un importante contratiempo para la entidad bancaria que había corrido con los gastos de la promoción. Tenía 150 viviendas a medio terminar, los cooperativistas no tenían dinero para seguir pagando los costes y toda la operación se había quedado congelada. Había que buscar una solución.

Como Jaimito es de los que metería la mano en el váter porque se le ha caído un euro, no estaba dispuesto a dejar perder los 5.000€ que había invertido. Se dedicó a maniobrar, a brujulear y de momento, consiguió que los cooperativistas vieran en él a un salvador y le nombraron Presidente de la Cooperativa. Primer objetivo cumplido.

Después, fruto del asesoramiento recibido no se sabe muy de quién, y de múltiples conversaciones con los responsables de la entidad bancaria afectada, obtuvo un permiso para que la empresa que acababa de crear ex profeso, se dedicara a la venta y comercialización de las viviendas, - o lo que técnicamente se llama “liquidación bancaria”, - previo rebaje en el precio de venta, por parte del banco. O sea, que no solamente iba a recuperar el dinero invertido, sino que iba a ganar dinero. Mucho dinero.

Cuando uno dispone de tanto dinero, aparte de guardar un poco para los tiempos venideros y prever vacas flacas, lo básico, es fundir pasta tan deprisa como se pueda.

Así, Jaimito, que un mes antes de iniciar el proceso de venta de estas viviendas, estuvo a punto de perder por embargo, la suya propia – donde vivía, no la de la cooperativa -, y tenía serias dificultades para pagar el recibo de la luz, pasó a gastar y malgastar dinero a espuertas. Hasta tal punto que el montante total de dinero que se gastó en asuntos superfluo (comidas, supermercados, ropa, zapatos, tuning para el coche, y demás) ascendió a la nada desdeñable cifra de 200.000€. ¡Hace falta ingenio, ganas y tiempo para gastarse eso en chorradas!

La otra parte, lo fue invirtiendo en publicidad. Y ahí era donde entraba yo. De repente, me vi involucrado en una vorágine de contratación de espacios de publicidad en diversos medios: en prensa escrita local de la que nunca había oído hablar, la mayoría, de distribución gratuita; en radios locales; en webs especializadas muy conocidas; en la concertación para asistir a eventos de carácter internacional organizados y a los que asistían empresas de toda Europa del sector inmobiliario; la participación de la empresa en eventos en el extranjero; diseño de publicidad, de guiones de cuñas de radio y televisión (Jaimito, quería contratar a Chiquito de la Calzada); contratación de vallas, carteles, pancartas, camisetas  - que luego repartió entre los sin techo de la zona centro de la capital para que hicieran propaganda gratis de la empresa - y toda suerte de objetos en los que se pueda hacer publicidad, así como selección de imágenes de reportajes fotográficos y de vídeo. Un abanico de opciones enorme y bastante estresante, pero sin pies ni cabeza.

Hasta se permitió el lujo de asistir a un evento en París, en el que se aseguró una conferencia sobre la situación inmobiliaria en España, al que fue acompañado por una sobrina que le sirvió de intérprete, dado su nulo conocimiento de la lengua de Voltaire. Al gasto de los billetes de avión, las habitaciones de hotel, la inscripción, el stand y demás, hubo que añadir toda la cartelería y parafernalia para adornar el stand. Total, tirar el dinero a espuertas porque de esa inversión, no salió ni un maldito cliente. ¡Quién iba a interesarse en París, por comprarse una casa en una zona de la Costa del Sol que nadie conocía! Aunque eso, en verdad, no era lo que buscaba. Lo que interesaba era “limpiar dinero” y fundirlo para quedarse con algo y no llamar mucho la atención.

Pero de entre todas las ocurrencias del dilapidador, la más divertida de todas fue cuando se le ocurrió alquilar un globo aerostático. Era tal el ansia por gastar a tontas y a locas que un día propone que se contrate un globo, grande, con publicidad de la empresa y que se ancle al techo de las oficinas de ventas. La finalidad de tan “ingeniosa” idea era que se viera desde la playa.

Yo, después de llamar a cuantos teléfonos me pareció conveniente, finalmente di con uno que, probablemente, se apiadó de mí y me puso al corriente de lo que ello implicaba.

-          En primer lugar – dijo la voz al otro lado del teléfono – el globo en sí ya es caro. Luego está el gas de rellenado. Dado el volumen que usted me comenta que va a requerir y el precio de las botellas, cuya capacidad máxima es 120 litros, pues yo le calculo que sólo el llenado le puede salir por unos miles de euros. Pero lo grave, no es eso. Lo peor es que ese gas, debido a las diferencias de temperatura, va perdiendo sus propiedades y, por tanto, cada cierto tiempo, hay que rellenarlo de nuevo. Y lo peor es que, además de colocarle unas luces de posición para que sea identificado por los aviones, cada noche, hay que recogerlo.

Definitivamente, yo no veía eso de que, los de la oficina de ventas, al finalizar la jornada, se pusieran a recoger el globito, para a la mañana siguiente, volverlo a soltar.

Otra de las ocurrencias geniales, que finalmente, tampoco llevó a cabo, fue el de sugerir la contratación de una avioneta arrastrando un cartel con publicidad y que se recorriera toda la Costa del Sol. Yo, usando la lógica más elemental, le comenté que difícilmente se iba a distinguir los datos de contacto en un medio como ese y que además, la información sólo sería visible por un lado de la pancarta, con lo que el viaje en sentido inverso, no tenía sentido porque nadie iba a ser capaz de leer la publicidad al revés.

Como todo enano acomplejado – y Jaimito era ambas cosas – su máxima pretensión era ser tratado como un pequeño Napoleón. Jaimito, tal vez estuviese acostumbrado a causar sensación en los ambientes en los que él acostumbraba a frecuentar, haciéndose pasar por un Florentino Pérez cualquiera, cuando en realidad se asemejaba mucho más a “El Dioni”. Por eso, por ese desmedido afán de querer aparentar, de querer presumir y de pretender pasar por lo que no era, le resultó imposible deslumbrarme, acostumbrado como estaba yo a tratar con empresarios de verdad, con gerentes de verdad y con gente de valía de verdad y no ese enano pomposo y fatuo que sólo quería que le rindieran culto y pleitesía, por haber tenido una fábrica de colchones. Por ello, de vez en cuando y sin venir a cuento, intentaba justificarse ante mí exigiendo lo que al parecer no tenía: respeto. ¡Simplemente porque según decía “yo soy empresario desde hace 35 años!” como si eso le colocase de modo automático, por encima de cualquiera, pero, sobre todo, por encima de mí. Como nunca di señales de reconocer esos supuestos méritos por parte de Jaimito, éste se fue enfureciendo de a poco, y yo, a sabiendas de que es muy cierto el refrán que dice “no hay mayor desprecio que no hacer aprecio”, cada vez que Jaimito intentaba auto auparse a algún pedestal, ponía cara de póker y continuaba con lo que estaba haciendo, con lo cual, Jaimito se enfurecía aún más.

Supe desde el primer momento que aquella incursión en el mundo de la publicidad y el marketing tenía sus días contados. Por tanto, no me preocupó lo más mínimo que Jaimito fuera tensando la cuerda para hacerme la vida lo más difícil posible. Un día en el que la tensión llegó casi al límite por teléfono, a Jaimito, fuera de sí, se le escapó una expresión que habla mucho del perfil del individuo.

-          Eres un irreverente – me espetó Jaimito.

A lo que, entre risas, le respondí:

-          ¡Qué expresión tan graciosa! – y continué riéndome mientras el otro debía estar echando humo por las orejas.

Durante los días que precedieron a la finalización de la relación laboral, el enano, me encargó una tarea que para él era fundamental y en la que había insistido mucho con anterioridad.

Guardaba como si de un tesoro de tratase, en una carpeta llena de polvo, todos los recortes de prensa en los que el enano había aparecido, más de 20 años atrás. Muchos de esos recortes, - algunos de los cuales, a su vez, ya eran fotocopias -, estaban en peligro de perderse para siempre, debido al mal estado del papel, por el tiempo transcurrido y las condiciones en las que habían sido almacenados. Para el enano se convirtió en prioridad máxima que hiciera una copia de todo aquel material y lo dejara almacenado en archivos en el ordenador.

Así es que, como la carga de trabajo realmente era inexistente, mientras el enano se dedicaba a pasearse por todas las tiendas de ropa, de zapatos y restaurantes de Málaga, malgastando el dinero del que se había beneficiado, yo, en la soledad de la oficina, me dedicaba a escanear todos y cada una de aquellas reliquias, cuyo único protagonista era el propio enano, para mayor gloria de él mismo.

Finalmente, el último día que trabajé para el enano, le pedí el dinero correspondiente al mes y Jaimito, me lo negó. Me dijo que Me fuera. Entonces, empezó una discusión enormemente desagradable, y a gritos. En un momento dado, el enano, parapetado detrás de su mesa de despacho, se encaró en plan chulo conmigo, se levantó en un ademán que interpreté como una clara señal de ir a agredirme.  Yo, a mi vez, di un paso hacia el enano con la clara intención de arrancarle la cabeza del tronco, a la más mínima oportunidad, algo que no intuía me fuera a resultar muy difícil, a tenor del tamaño del tipejo.

Y, además, se lo grité para que no hubiera dudas:

¾    O me das mi dinero o te meto una ostia que te arranco la cabeza.

Afortunadamente para ambos, pero sobre todo para el enano, éste, se volvió a sentar en su sillón, y en un tono agitado pero controlado, y con la cabeza entre las manos, me pidió que le dejara unos momentos. Yo, me senté en mi silla a continuar con lo que estaba haciendo, o sea, nada. Jaimito, en cuanto vio entrar por la puerta a su socio y al abogado de la empresa, los cogió del brazo y se los llevó al bar para recabar información de cómo actuar. Al subir del bar, acordaron que no me iba a pagar el mes, pero que también renunciaba al dinero restante que yo tenía que abonarle del préstamo que recibí para lo del coche.

La peor parte de esta historia se la llevó mi mujer, que además de tener que sufrir los ataques de ira furibundos del enano, de pronto se vio con que éste le debía 3.000€. La contabilidad que tanto trabajo le había costado a ella, aunque no se la diera al enano porque éste no la pagara, no evitaba el esfuerzo baldío.

En una de las últimas reuniones que tuvo que soportar la pobre, luego al regresar a casa, totalmente descompuesta por la actitud de Jaimito, de sus gritos, de su histeria y de su furia incontenida, me comentó una frase que explicaba bien a las claras cuál era el origen de semejante comportamiento:

-          ¡Es que vosotros, los de Madrid, os creéis que todos los demás somos unos paletos! – la dijo mientras sus gritos se oían en Algeciras.

Esa era la raíz del asunto, su complejo de paleto frente a unos madrileños.

Una vez más se cumplió aquello de “dime de lo que presumes y te diré lo que no tienes”. Así es que, al final, “el empresario”, que se pasaba la vida presumiendo de ser un señor, quedó como lo que era: un paleto y un mal educado. Un pomposo, fatuo y presuntuoso.

Algún tiempo después, volvimos a tener noticias del “empresario”. Aunque fue a través de la prensa local y en la sección de tribunales.

Al parecer, el genio de Jaimito, se había embarcado a través de una de sus empresas, en la organización de un concierto de un afamado cantante centroamericano. El problema surgió cuando un numeroso grupo de asistentes, comprobó, no sin estupor y enojo, que sus localidades estaban siendo ocupadas por otras personas que, de igual modo que ellos, disponían de las correspondientes entradas. Es decir, que, por algún extraño sortilegio, alguna conjura del Cosmos contra Jaimito, alguien – nunca él – había duplicado entradas.

Según publicaba el periódico: “Azafatas de la propia organización les comentaron a los afectados que se habían duplicado y triplicado las entradas y que se sentaran donde pudieran, incluso en las escaleras". "Todas las escaleras y pasillos estuvieron cubiertas durante todo el concierto". Si hubiese ocurrido el más mínimo incidente aquello se habría convertido en una tragedia"

Más adelante, el periódico seguía informando: “un buen número de aficionados acudieron al final de la actuación a pedir el libro de reclamaciones a la organización del evento. "Me llevé la hoja y me la sellaron, pero otra chica me dijo que poco después, se agotaron las hojas, había mucha gente indignada". "No se pueden poner intereses económicos por encima de la seguridad de los ciudadanos, hay que denunciarlo y protestar para que se tomen medidas al respecto y no vuelva a ocurrir", protestó ayer otro asistente al concierto y reclamó "control por parte de las autoridades".

La organización, por su parte, aseguró que las centrales de entradas nombraron las zonas del auditorio de forma distintas y eso "trajo confusión, algunos se fueron a una zona que no era, parecía que había entradas repetidas, pero para nada se han duplicado entradas", el promotor. "Ha pasado una circunstancia ajena a la organización y debido a un despiste de que una pasarela de entradas llama a las gradas de una forma y otra de otra", reiteró. Jaimito, también aseguró que se recibieron 17 reclamaciones -de unas 25 personas- durante el concierto y que se les situó en la zona VIP o el front stage para ver el espectáculo. Hubo dos grupos, con unos cinco reclamantes, que pidieron la devolución de la entrada y se procederá al reintegro del dinero, según explicó el promotor. "Para compensarles, les hemos dado entradas gratuitas preferentes para los próximos conciertos”.

La buena noticia: volvía a tener coche.

 

lunes, diciembre 25, 2023

Los “Chefs verborreicos”

Hace muchos años la aparición en TV de Karlos Arguiñano, supuso mucho más que una gran sorpresa. Marcó un antes y un después para la programación de la TV.

Hasta entonces, la cocina era el reino de la madre, de la señora, de la cocinera. O sea, un dominio exclusivo de la mujer. A lo máximo a lo que aspiraba un hombre era a hacer una paella el domingo. Claro, todo eso, si no eras vasco y además pertenecías a un txoko o lo que es lo mismo, una sociedad gastronómica con su cuadrilla de amigos. Pero eso era la excepción.

Arguiñano embaucó a miles, tal vez millones, de hombres y les demostró que se puede cocinar rico, rico, con fundamento, barato y sencillo. Y mientras impartía sus lecciones magistrales, amenizaba el programa contando chistes, anécdotas, experiencias, dando su opinión sobre algún asunto serio. O sea, dialogaba con el espectador como si estuviera sentado junto a él en la cocina. Y eso fue otro gesto que cambió la historia culinaria en España.

Las lecciones de cocina se habían democratizado, se habían eliminado los corsés de antaño y ahora todo iba siendo más natural, más espontáneo, más cercano.

Con el paso de los años han ido surgiendo muchos otros chefs y muchos otros programas de TV en los que la cocina es su razón de ser. Y hoy, desde hace unos años, tenemos hasta diversos canales de TV dedicados exclusivamente a la cocina. Y son canales tanto españoles como extranjeros. Y eso está muy bien porque cada chef tiene su estilo, y su especialidad, y tú puedes ir tomando nota de aquí y de allí e ir conformando un menú, o dos mil quinientos como mi mujer, que además de ver durante horas esos programas, después acude a las docenas de libros que tenemos en casa en busca de más inspiración.

Pero con la proliferación de tantos chefs, tantos programas y tantos canales de cocina, también se ha reproducido una nueva especie de cocinero demasiado charlatán. Son los que yo llamo los chefs verborreicos.

Son esos que no hay ni un solo segundo de los que dura el programa, que mantienen la boca cerrada, haciendo bueno aquel viejo refrán que dice que “en boca cerrada no entran moscas”. O sea, que como se pasan horas hablando, la mayor parte de lo que dicen sobra, es una estupidez o lo que es peor, pretende ser una gracieta de la que sólo se ríe el propio chef, algo que resulta cargante y patético.

Hablan en un tono monocorde, aburren a las cabras y en la mayoría de las veces, hablan tan deprisa que no se les entiende. En concreto hay una a la que directamente le pondría una cinta americana en la boca. Alma Obregón. ¡Qué mujer más pelmaza! El otro, igual de pelmazo y con menos gracia que un verdugo, es Íñigo Pérez de Urretxu.  

Podrían desarrollar su trabajo en un moderado silencio indicando los pasos que van dando para ilustrar al espectador, pero por alguna extraña razón desde que aparecen en pantalla se lanzan a una carrera descontrolada por conseguir pronunciar más sílabas por segundo, cuando en realidad, el mensaje que de verdad importa se queda enmascarado en los discursos estúpidos y banales con los que nos castigan. 

sábado, diciembre 23, 2023

Aquellas pantagruélicas meriendas.

Sólo el que alguna vez ha trabajado a turnos rotatorios sabe lo incómodo y poco saludable que resulta andar cambiando cada semana de horario de comidas o incluso de dormir. Trabajar de esa manera llega a convertirse en una pesadilla, sobre todo cuando normalmente, te pasas noches enteras en blanco. Y si a los inconvenientes propios del sistema, unimos que dependiendo de los turnos debes coincidir con según qué tipejos, la cosa es como para deprimirse. Pero no siempre era así.

Los turnos no es que fuesen agotadores por la carga de trabajo, ni 

mucho menos. Eran turnos de 6 horas que coincidían con las 6 y las 

12. Lógicamente, el turno más tranquilo de todos era el de noche,

que iba de las 00.00 hasta las 06.00. En realidad, el trabajo en sí, ocupaba sólo dos horas, hasta las 02.00, pero claro el inconveniente era que tenías que estar allí hasta las 06.00.

Había otro turno que tampoco se caracterizaba por el volumen de 

trabajo precisamente. Era el que iba desde las 18.00 a las 24.00. 

Dado que el horario de las oficinas ya había terminado, salvo casos 

puntuales, normalmente no había que hacer casi nada.

La rotación del personal hacía que la coincidencia de ciertas  personas en el turno de tarde-noche, tuviera más o menos las mismas consecuencias que la conjunción de ciertos planetas en un momento determinado de su traslación espacial. Entre esa circunstancia y el hecho referido antes del escaso volumen de trabajo, el destino hizo de las suyas y finalmente todo desembocó en unas meriendas dignas de envidia por el propio Pantagruel.

Así, por ejemplo, Zacarías, un gallego de 1.90 y obsesionado por el

fútbol y por comer “como un gallego”, solía iniciar los 

prolegómenos.

-        A ver. ¿Cuántos somos? - preguntaba a la plebe.

-        Ocho - respondía alguien.

-     Vale. Ocho barras de pan, ocho litros de cerveza y cuatro pollos asados - era el plan para ese día para “merendar”.

-     ¿Habrá bastante con 4 pollos? - preguntaba preocupado el bueno de Zacarías.

-      ¡Pero mira que eres bruto, gallego! ¡Que sí hombre, que sí! ¡A ver si te vas a comer ahora un avestruz! - le respondían al unísono el resto de comensales.

Entonces, como salido de entre las sombras, aparecía José y sentenciaba:

-        Yo me encargo del postre. Es que he visto en la cafetería de la esquina una tarta de chocolate rellena de naranja que tenía buena pinta.

En ocasiones, el tema del postre tenía varios voluntarios. Por ejemplo, en ocasiones, era Manuel el que en ese momento advertía:

 -        Ojo, que yo he traído flan.

El flan de Manuel era una masa temblorosa que se movía más que las caderas de una brasileña en carnaval, con 8 huevos en sus entrañas y que confeccionaba con primor su mujer. Para el bueno de Manolo aquello representaba un problema de logística porque  debido a su descomunal tamaño, se las veía y deseaba para poder trasladarlo desde su casa al trabajo, sin que el líquido se derramara por el camino.

-        Bueno, ¿y quién se viene conmigo? Yo sólo no puedo - decía el gallego. ¿Te vienes tú, Patxi?

-        Vale. Voy contigo.

Mientras unos iban a buscar provisiones, como si se avecinara una guerra nuclear y hubiera que sobrevivir bajo tierra varios años, los que se quedaban en la oficina comenzaban a preparar “el comedor”.

Desplazaban un par de mesas, que, colocadas convenientemente, proporcionaban espacio suficiente, tanto para el banquete como para los comensales. Como mantel, el papel pijama inservible, que de eso había cientos de kilos. Y se limitaban a esperar la llegada de los refuerzos.

Una vez que llegaban con el pan, los pollos troceados, las cervezas y demás, lo colocaban todo encima de las mesas. Después, llegaba José con la tarta de chocolate rellena de naranja, y la metía en la nevera pequeña que había para tales menesteres.

Era el momento de proceder a “echar cuentas” y pagar la juerga a escote. Todos, menos Yo.

-        ¡Lo siento, cabrones! Pero es que yo estoy a dieta.

Pues sí, yo seguía la sempiterna dieta hipocalórica que me acompañaba como mi sombra desde tiempo inmemorial. Nada de alcohol, nada de azúcar, nada de hidratos de carbono, carnes blancas a la plancha, pescaditos blancos a la plancha, ensaladas sin mucho aceite, sopitas sin grasa y sin demasiada pasta. Y todo ello, además, compaginado con dos partidos de fútbol sala a la semana. Y total, para mantenerme en un peso asequible y normal, que ni siquiera era el que oficialmente debía tener por mi estatura.

Es decir, que mientras los cabrones de mis colegas se estaban preparando el festín, con un olor a pollo asado que quitaba el hipo, con la visión de 8 barras de pan que incitaban a la infidelidad del Dr. Arangüena – el endocrino - y con una tarta de chocolate rellena de naranja esperando en la nevera, por la que estaría dispuesto a vender mi alma a quien me la pidiera, yo cenaría una sopita muy clara con fideos y de postre una manzana.

Una vez se habían roto las hostilidades, alguno de esa panda de cabrones procedía a hurgar en la herida aún más.

-        Yo he traído dos latas de sardinas en aceite - decía uno.

-        Yo tengo dos latas de anchoas.

-        Yo he traído sobrasada.

Y mientras se iba anunciando como en un mercado o en una subasta, las viandas disponibles, se iban partiendo las barras de a kilo por la mitad para abrirlas en canal e ir depositando en sus tiernas y templadas entrañas, el contenido de las sucesivas latas que se iban abriendo, cuidando eso sí, de procurar ocupar la mayor cantidad de espacio y así distribuir mejor los alimentos y que todos pudieran probar de todo.

-        ¿Tú no comes de esto? – me preguntaba Patxi, mientras la boca dibujaba una sonrisa cómplice disfrutando de un buen bocado y el aceite le resbalaba hasta el codo.

-        No, cacho cabrón, no. Yo estoy a dieta. ¿No ves? Una sopita que me he traído en un termo y de postre una manzanita - decía resignado mientras las tripas me crujían de envidia.

-        Pues tú te lo pierdes - terminaba de rematar la provocación Julián, con las carcajadas y chanzas de los demás como acompañamiento.

Y todavía quedaba la tarta de chocolate rellena de naranja. O el flan de Manuel. Y así cada día.

En fin, una vida llena de sacrificios y abnegaciones, más dignas de un asceta. Y total, para terminar con un cuerpo escombro.

martes, diciembre 19, 2023

Esperando mi turno

El gentío pululaba arriba y abajo por los pasillos, abarrotados de personal. Más que un hospital parecía un mercadillo navideño en ebullición.

Al entrar le pregunté al guardia de seguridad por dónde se iba a mi destino. Es curioso comprobar cómo, de un tiempo a esta parte, los guardas de seguridad se han convertido en los recepcionistas de los edificios en los que trabajan, ya sean las oficinas del SEPE, la delegación de Hacienda o un hospital. Se han convertido en guías, consejeros, expertos, pero nada de lo que hacen tiene que ver con el trabajo de guardia de seguridad.

Cuando llegué a mi ventanilla sólo había un par de personas delante de mí. Los otros dos mil quinientos ya estaban sentados, esparcidos por diferentes bancos alrededor, esperando su turno. La señora que me atendió me dio el número 62 y me dijo que estuviera atento al marcador que había colgado en la pared. En ese momento se veía el número 47 y pensé “qué suerte, sólo tengo quince delante de mí”.

Me senté en uno de los asientos libres teniendo el marcador frente a mí. Y me dispuse a esperar ver aparecer mi número. Como tenía tiempo, empecé a fijarme en diferentes tonterías.

Una de las cosas en las que siempre me fijo es en el calzado de las personas. Es una manía inocente, silenciosa, nada invasiva. Todavía no me ha dado por parar a nadie y fijar mi mirada de un modo descarado en sus zapatos. De hecho, una de las cosas que me he dado cuenta hace tiempo es que nadie usa zapatos. Todo el mundo usa deportivas o similares.

También me fijé en las prendas de vestir. No con una visión crítica de diseñador de alta costura, sino más bien, desde un punto de vista antropológico. El 99% de los que por allí pasaban, vestían de forma muy humilde. El aspecto, en general, era el de personas con apuros económicos, al margen de la edad. Los más jóvenes podrían llevar un chándal, algo que para una persona mayor sería inapropiado, porque nadie se creería que a esa edad y con un bastón, iba a hacer deporte alguno. Se respiraba un aire de decadencia contemplando a tanto personal en su ir y venir con esa indumentaria.

También me dio tiempo de fijarme en las pantallas que supuestamente anunciaban el turno de las personas.

Había tres televisores colgados en lo alto de las paredes. Dos de ellos estaban apagados y el tercero, aunque estaba encendido, no mostraba más que una imagen fija. Eso me dio por pensar en todo el tiempo y el dinero invertido en comprar esos aparatos, encontrar la ubicación idónea, conectarlos a los sistemas para que mostrasen los datos pertinentes, adaptar el software y las aplicaciones, etc. Un despilfarro de recursos humanos, técnicos y económicos.

También me fijé en que el marcador del turno, aparte del número de orden, también mostraba el puesto al que debía dirigirse cada uno. Me di cuenta que, aunque los números avanzaban secuencialmente, el puesto era casi siempre el 3. Eso me dio qué pensar.

Supuse que, como una medida psicológica, en realidad los puestos números 1 y 2, no existían. Sólo había una persona para atender a los dos mil quinientos que había fuera esperando como yo. La aparición del número 3, era, por tanto, una mera ilusión, una auténtica tomadura de pelo.

Al cabo de unos minutos, la realidad me contradijo. Los puestos 1 y 2, comenzaron a aparecer como destino de los usuarios. Y fue entonces cuando lo entendí todo. Miré el reloj. Llevaba más de media hora esperando. Eran las 10.30 de la mañana y lo comprendí. El 1 y el 2, habían ido a desayunar y habían dejado sólo al 3. Y a las 10.30, habían vuelto ambos, junto con el 4 y el 5, que también comenzaron a aparecer. La buena noticia era que ya sólo quedaba por desayunar el 3. O sea, que la lista avanzaría más deprisa.

El tiempo pasaba lentamente y realicé una rápida investigación de los alrededores en busca de un cuarto de baño. Al comprobar que por allí cerca ni estaba ni se le esperaba, se me cerró el píloro. No quedaba otra que aguantarse hasta una mejor ocasión, aunque algo difusa.

Llevaba esperando casi una hora exacta desde mi llegada cuando, por fin, veo mi ansiado número aparecer en el marcador. Al entrar en la estancia veo que hay una serie de mamparas en hilera, que separan los puestos unos de otros. No es que hubiera mucha intimidad, pero la prueba tampoco consistía en desnudarse. Lo que me sorprendió fue comprobar que, de los 5 puestos teóricamente definidos para cubrir las necesidades, tan sólo estaban operativos dos.

La necesidad de acudir al cuarto de baño más cercano, se estaba convirtiendo en una urgencia de imperiosa solución. Por eso, cuando me senté en el puesto que me habían asignado para extraerme 8 o 9 litros de sangre, lo primero que hice fue preguntar a la enfermera por el cuarto de baño más cercano.

    - Pues cerca, cerca, lo que se dice cerca, no hay ninguno – el píloro se me cerró aún más-. El más cercano está a la entrada, más allá del pasillo azul. Pero no se lo recomiendo. Nuestros abuelos es el que suelen utilizar y no suele estar en buenas condiciones.

Magnífico. Si conseguía salir de allí corriendo, con los glúteos muy apretados y lograba encontrar el dichoso meódromo, era muy factible que cogiera cualquier cosa que no tenía. Y la buena enfermera, se debió de apiadar de mi preocupante gesto y me aconsejó:

    - Yo que usted, iría a los de la primera planta. Me han dicho que están mucho mejor.

      - ¿Y por dónde se va al Paraíso? – le pregunté.

     -  Al salir, vaya por ese pasillo hasta el final y suba al primer piso.

De allí salí con 8 litros menos en las venas, pero entusiasmado con la esperanza de perder algo de peso en la primera planta. Tal vez, esa sensación de falsa seguridad debió llegar a lo más íntimo de mi ser y la urgencia de prioridad 1, descendió de nivel. Por eso, cuando le dije a mi mujer que me esperase un momento, que no iba a tardar mucho en regresar, tampoco me supuso un gran esfuerzo aceptar su contra propuesta:

    - ¿Y por qué no esperas cuando lleguemos a la cafetería?

La idea era reponer fuerzas y nada mejor que cruzar la acera y tomarse un cafetito.

     - Vale – acepté sin más explicaciones.

No fue tan sencillo como cruzar la acera. De hecho, estábamos en el lado contrario y tuvimos que bordear el hospital, pero pronto llegamos a la cafetería donde solemos tomar el café.

Al sentarnos, pensamos que era una buena idea tomar un café con churros. Hacía años que ninguno de los dos los había probado.

Cuando vino la camarera la primera sorpresa fue que:

     - Los churros se venden por unidades.

Recuerdo una anécdota similar con unos pasteles en Pontedeume, Coruña, pero no quiero desviarme.

     - ¿Y cómo son de grandes cada uno?

Entonces, la señorita me hizo un gesto con las manos, que me sorprendió, porque por lo que ella me indicó aquello se parecía más a un “donuts” gigante antes que a un churro.

    - Vale, pues traiga dos para cada uno.

Una vez hecho el encargo, me dispuse a cumplir con mi objetivo fundamental de mi vida en ese momento. Me dirigí al cuarto de baño de la cafetería. Un aseo minúsculo, unipersonal, pero muy íntimo y normalmente bastante limpio. Y fue entonces cuando comencé a preocuparme seriamente.

La primera sorpresa fue que mi ansiada y casi desesperada búsqueda de papel higiénico no había dado los frutos apetecidos. No había ni atisbo.

Hay que ver qué sabio es el cuerpo, que se adapta a casi todas las circunstancias. Alguna neurona de las dos o tres que me quedan sanas, debió de proceder a dar la orden de retirada y las tropas regresaron a sus cuarteles de invierno. La prioridad 1 se convirtió en 5.

La otra sorpresa fue comprobar la forma en la que hacen los churros por estos lares. Lo de la forma de lazo, lo respetan, aunque hay una tendencia a redondearlos en exceso. Más que un lazo parece la letra omega. Pero lo más raro es la masa. Es una mezcla entre un churro y una porra. La porra, tal y como yo la he conocido de toda la vida, está hecha con una masa que incorpora aire. El churro, sin embargo, no; es más denso, pero más pequeño. El caso es que después de tomarnos los dos churros-donuts, me alegré de no haber pedido más, porque salimos de allí como si nos hubiéramos comido medio jabalí.

Ya no teníamos ninguna tarea más. Fuimos derechos a casa. Total, media horita de camino entre unas cosas y otras. Y ahí, sí. Mi cerebro supo reaccionar y reconoció al instante el lugar como propio. Enseguida me sentí mucho más ligero.

sábado, diciembre 16, 2023

Si hablo de un tal Theodore Kaczynski, nadie sabe a quién me estoy refiriendo. Sin embargo, si menciono el alias de “Unabomber”, es posible que alguno tenga los años y la memoria suficiente como para recordar quién es este personaje.

El tal Teodoro, era un auténtico genio al que, en un momento indeterminado, se le fue la olla totalmente. Era un genio en matemáticas y estudió en Harvard y en la Universidad de Michigan. Luego, trabajó en Berkeley. Y de pronto, cuando tenía 25 años, decidió convertirse en una especie de Robinson moderno, a lo Harrison Ford en la película “La Costa de los Mosquitos”, y se marchó a vivir a una cabaña, sin agua, ni luz, en mitad de las montañas de Montana. O sea: muy lejos.

Fue entonces cuando comenzó a hacerse “famoso”, porque enviaba cartas bomba, fundamentalmente a Universidades y líneas aéreas. De ahí el sobrenombre que le puso el FBI: Unabomber. UN=Universidad; A=Air lines; Bomb= pues imagina el resto.

El FBI – los mismos que pillaron a Lee H. Oswald, 30 minutos después de “asesinar” a JFK- se pasaron casi 20 años sin tener ni repajolera idea de quién era el que mandaba las cartas bomba. Si no hubiera sido por el hermano del terrorista, todavía lo estaban buscando.

Bueno, y llegados a este punto, alguno se preguntará que a qué viene esta lección de historia. Pues viene a que yo conocí a Unabomber. Bueno, entonces, utilizaba otro nombre,Ignacio, y no vivía en una cabaña en mitad de las montañas rocosas. Vivía en Madrid.

En aquel entonces trabajaba como programador informático. Algo que, con sus especiales habilidades, podía resultar mucho peor que el que te estalle una bomba, como así pienso demostrar.

Unabomber, o sea, Ignacio, comenzó como cualquiera de nosotros, en una gran instalación de un banco enorme. En el sótano sin luz natural y sin ventanas en el que pasábamos nuestra vida, compartíamos nuestro trabajo con alrededor de un centenar o más de personas. Allí, no entraba la luz del día, salvo por una especie de tragaluz, justo al final de la gran nave, y que como única visión te ofrecía el terraplén en el que estabas enterrado. Yo creo que todo aquello, formaba parte de un plan maestro encaminado a que fueras adoptando la actitud de las gallinas ponedoras en las granjas: cuando encienden la luz cacarean y ponen huevos y cuando se apaga, a dormir.  Era como estar en galeras, pero en vez de remar, tecleabas. En ese ambiente tan agradable, entrañable y motivador, intentábamos ganarnos el sueldo de miseria que nos ofrecía el Jack Sparrow del momento.

La camaradería se prodiga entre aquellos que comparten penurias, como modernos galeotes del ciber espacio y es bien conocida entre los más necesitados. Así es que pronto se formó un nutrido grupo de sufridos informáticos, deseosos de compartir experiencias con el único fin de desahogarnos mutuamente. Una sencilla y económica terapia. Fue así, en una de esas charlas informales entre colegas, cuando supe por primera vez de la existencia de Ignacio Unabomber.

Pepelu lo sufría en sus propias carnes. Era el jefe directo de Unabomber y era un tipo con corazón. Cuando se dio cuenta de que Ignacio era bastante más peligroso que el Unabomber real, aparte de bautizarle con el alias por el que pasaría a la pequeña historia de la informática, le dijo en cierta ocasión:

-          Ignacio, no hagas nada. No toques nada. Dedícate a leer el periódico si quieres, no me importa. No te preocupes: tu trabajo lo hago yo, pero por favor, no toques nada.

Otro día, antes incluso de tenerle identificado, me vino el tal Ignacio con un problema que no sabía resolver. Como camaradas de bancada que éramos – dicho sea, lo de bancada por aquello de trabajar como remeros de una Galera, no por hacerlo para un banco, que también – me presté a estudiar su problema y ayudarle. Al cabo de poco, comprobé que el problema no era tal, era tan sólo falta de experiencia, conocimientos o ambas, por parte de Ignacio. Le llamé para darle la solución. Pero hete aquí que me llevé la sorpresa cuando, mientras le instruía cómo debía hacerlo y le indicaba dónde estaba el error, empezó a discutir conmigo acerca de mi decisión.

-          Pero vamos a ver, Ignacio. ¿No eras tú el que no sabías? ¿Y ahora vienes a discutir conmigo si lo que yo digo es correcto o no?

Zanjada la cuestión, me identificaron al sujeto como Unabomber y ya siempre le tuve catalogado.

Al final, la postura que pretendía el bueno de Pepelu, no se pudo mantener durante mucho tiempo y el engaño de quién estaba haciendo realmente el trabajo de Unabomber, se descubrió, con el consiguiente despido del tal Ignacio.

Pasaron los años y por contactos comunes, fuimos sabiendo de las diferentes tropelías que Unabomber iba cometiendo aquí y allá, en unos clientes y otros. Al cabo de un tiempo, nos llamaba la atención que no hubiera una especie de Registro de Informáticos Peligrosos y que el tal Ignacio, no fuera el número uno en búsqueda y captura. De hecho, sorprendía que no se hubiese corrido la voz y fuera capaz de ir consiguiendo que le contrataran las diferentes empresas por las que iba dejando su rastro, como el de un reguero de pólvora. Fue uno de esos días de chismorreos, cuando un amigo me contó la última conocida de Unabomber.

-          ¿A que no sabes cuál es la última de Unabomber?

-          Cuenta. Estoy ansioso por saberlo.

-          Pues el otro día, me llamó un colega que está trabajando con él y me dice que, en la empresa de seguros en la que están currando ambos, de pronto, casi sin explicación, empiezan a fallar todos los programas que están en Producción. Programas que llevan años y años, sin dar problemas que hace años que nadie los toca. Entonces, los responsables, empiezan a investigar qué ha podido pasar y descubren, no sin asombro, que la inmensa mayoría de los programas han sido modificados en fecha reciente y todos, con el mismo código de usuario. Empiezan a sospechar de un complot, de sabotaje, de un comando de la competencia, de un hacker. Finalmente, aciertan a descubrir que el código de usuario, corresponde a Ignacio, alias Unabomber. Le llaman a una entrevista, con los rastros inequívocos de las pruebas obtenidas, y ávidos por conocer sus verdaderas intenciones.

-          Ignacio, tenemos pruebas de que has sido tú quien ha estado modificando todos estos programas y has originado un auténtico caos, provocando un pánico generalizado en toda la compañía. Has provocado que muchas personas tuvieran que hacer un esfuerzo ímprobo para estabilizar la situación y dejar las cosas como estaban, trabajando todo el fin de semana y haciendo un montón de horas extras. ¿Tienes alguna explicación para tu comportamiento?

Y entonces, Ignacio, alias Unabomber, con esa ingenuidad y simpleza de pensamiento, típica de los más despiadados psicópatas, responde tan tranquilo:

-          Se me ocurrió echarles un vistazo y pensé en optimizarlos. No me gustaba cómo estaban hechos.

Cuentan algunos de los testigos, que tuvieron que sujetar entre varios al responsable de la instalación, con el fin de evitar que consiguiera cogerle por el cuello, mientras profería toda clase de insultos y juramentos, fuera de sí, al tiempo que Ignacio, alias Unabomber, tenía los ojos muy abiertos y no alcanzaba a comprender el comportamiento tan poco educado de aquel tipo. No sabían apreciar sus esfuerzos.