jueves, agosto 30, 2018

El gorila y el bombilla.


El primer día de curso tras las vacaciones estivales, era, con diferencia, el peor de todo el año. Era un día para estar sumido en los más dispares pensamientos, todos ellos relacionados con el período de gozo y relax que ya había terminado. En las clases estaban sentados los cuerpos, pero las mentes estaban en otro sitio. Era un día para sufrir lo que años después, alguien tuvo el honor de ponerle  nombre: depresión pos vacacional.

Lo normal en ese día, (que, menos mal, era de media jornada), consistía en conocer a los profesores y las asignaturas que nos iban a dar, el horario de las clases, las fechas aproximadas de los distintos exámenes, tal vez alguna misa para ir entrando en calor, etc. Eso, por lo que respecta a la parte didáctica. Por la parte imaginativa del conjunto, o sea, la de los alumnos, básicamente era el día perfecto para bautizar a cada uno de los profesores con el mote por el que pasarían a nuestra breve, pero intensa, vida colegial. Así, por ejemplo, de entre todos ellos, me voy a permitir destacar a dos, no sólo por lo apropiado de sus motes sino por lo singular de sus personalidades y su forma de educar.

“El gorila”. Hay momentos en las mentes de los púberes estudiantes en los que el proceso de encontrar el mote adecuado, requiere de un esfuerzo y de una imaginación propias de un escritor de guiones de ciencia ficción de Hollywood. Hasta encontrar el apropiado, se establecen diferentes congresos entre los colegas, hasta que finalmente, se decide por consenso y amplia mayoría bautizar al pobre incauto. No fue así en el caso de “El gorila”. Cinco décimas de segundo después de haber traspasado el umbral de la puerta, fue inmediatamente catalogado como espécimen y archivado para el resto de sus días. Su descomunal cabeza, unido a la extraña forma de ésta, con forma de pepino, hacía imaginar un parentesco mucho más cercano a Copito de Nieve, que a cualquier ser humano. De mirada torva y entrecejo fruncido, su lenguaje corporal y su tono de voz, no invitaban a compartir confidencias. La entrada en la clase, se produjo sin el más elemental “buenos días”, algo que venía a demostrar, una vez más, que los buenos modales no venían con la sotana.

Tras atravesar el dintel de la puerta, se fue derecho a su mesa, situada sobre una tarima, donde dejó unos papeles y carpetas. Se abotonó la bata blanca de científico que llevaba puesta y se dirigió como un poseso a la pizarra, negra, impoluta y todavía ansiosa de que alguien la manchara con la tiza. Tomó un trozo de tiza y se puso a escribir fórmulas ignotas, mientras comenzó a parlotear algo ininteligible, que supusimos estaba relacionado con las matemáticas, aunque por supuesto, desconocíamos el concepto. Si hubiera entrado con un revólver y hubiera disparado cinco tiros al techo, no habría impresionado más a su ya de por sí, despistado auditorio. Tal fue el desconcierto inicial que algunos se preguntaban si no se habría confundido de clase. Hasta que finalmente, un osado, que además era de los “listos” de la clase, le interrumpió y le dijo que no estaba entendiendo nada y que no sabía de qué estaba hablando. Los demás, nos quedamos mucho más tranquilos, comprobando que nuestro CI no era el responsable de no haber entendido nada, porque si los listos tampoco lo habían entendido, el problema era del “gorila.”

La respuesta del “gorila” fue tan despótica y displicente como su aspecto y sus modales hacían presagiar. La impresión que daba era la de un individuo sentenciado judicialmente a ejercer de profesor, cuando a él lo que le habría gustado, probablemente, era estar fuera de aquel aula. Algo que, por cierto, compartíamos sin saberlo.

Dice el proverbio que no hay una segunda oportunidad para una primera impresión. Y la que causó aquel día el “gorila”, no fue la mejor, sin duda alguna. Aquella relación, no empezó bien y al cabo de un tiempo, continuó aún peor.

Sus habilidades pedagógicas eran inexistentes, toda vez que daba la impresión que sus clases estaban dirigidas solamente a los más capacitados, excluyendo por defecto al resto. Así, en cierta ocasión y avanzado ya el curso, un servidor tuvo la mala idea de levantar la mano para formular una cuestión que no entendía. Como ya ha quedado de manifiesto, “el gorila” no se caracterizaba por sus buenos modales, ni por su comprensión y delicadeza, por lo cual, al escuchar la pregunta, su respuesta tuvo la intención de menospreciar al que la formulaba. Craso error el suyo que pagaría caro en tan solo unos segundos.

- ¡Vaya pregunta! ¿Y por qué haces esa pregunta? - dijo el gorila como ofendido de que alguien pretendiera que se rebajara a responder a lo que era evidente que consideraba una bajeza intelectual.
A lo que un servidor, hartito ya de tanto desplante por parte del gorila, le respondió:

- Es que si supiera la respuesta, estaría ahí dando yo la clase.

La historia terminó aún mucho peor.

Antes mencionaba que iba a resaltar a dos de entre los muchos motes que me vienen a la memoria. El segundo del que quiero relatar alguna anécdota es “el bombilla”.

“El bombilla”, era otro cura, como “el gorila”, aunque en este caso, sus físicos eran radicalmente distintos. Si uno parecía rendir homenaje a su procedencia selvática, el otro parecía excesivamente amanerado. Demasiado, como para no sospechar de sus inclinaciones sexuales.

“El bombilla”, hizo su entrada triunfal en la clase como si de César se tratara regresando de alguna campaña victoriosa contra los germanos. Sólo faltaban los pífanos y trompetas anunciando la llegada del líder y que alguien fuera sembrando sus pasos con pétalos de rosas recién cortadas.

De baja estatura, prominente barriga y ni un pelo en la cabeza, su aspecto rechoncho, invitaba más a la burla que al respeto. Fiel a la costumbre establecida entre los curas, entró en la clase sin saludar y llevando como único elemento extraño a su sotana, un pedazo de libro bajo el brazo, cuyo grosor, sólo de verlo, estremecía.  

Se dirigió a la mesa ubicada sobre la tarima, se sentó cómodamente, oteó el horizonte de su clase, abrió el ladrillo que llevaba bajo el brazo y para pasmo de todos los allí presentes, comenzó a leer las primeras líneas:
“Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos
que anduvo errante muy mucho después de Troya sagrada asolar;”

de “La Odisea”.
Si ya de por sí escuchar una lectura, la que sea, es aburrido, a no ser que el lector sea un actor o alguien entrenado, escuchar “la Odisea” el primer día de clase y con 30 agrados en la calle, era, cuanto menos, soporífero. Más tarde, al final de esa clase o de alguna otra, nos enteramos de que “el bombilla” era el responsable de dar la asignatura de Literatura y que al parecer, el libro de la editorial, se había retrasado más de lo esperado. Lo normal hubiera sido que en ese primer día de clase, nos hubieran informado de tales eventualidades y no que, de repente, fuimos testigos de cómo un señor bajito, regordete y calvo, con un tono de voz y de pronunciación, algo sospechosos, nos intentaba leer la Odisea, sin anestesia.

Al cabo de unos pocos días, llegó por fin el libro de marras y todos esperábamos que “el bombilla” se ganara el sueldo ilustrándonos acerca de los diferentes estilos, escuelas y escritores que estaban incluidos en el libro de texto. ¡Ilusiones! Nada más lejos de la realidad. “El bombilla”, nos sorprendió a todos un día y nos pilló desarmados:

- ¿Quién está ansioso por recitar? - soltó así, como quien no quiere la cosa.

Las caras de estupefacción fueron la nota dominante en el auditorio. La primera parte del procesamiento de la oración, se centraba en traducir qué coño había dicho “el bombilla”.

- ¿Quién está ansioso por recitar? - repitió una vez más al comprobar el estado catatónico en el que nos había dejado la primera vez.

Efectivamente, habíamos entendido la frase, aunque no su significado en toda su profundidad. ¿Ansioso? ¿Recitar? ¿Pero éste de qué habla? Pues “el bombilla” tenía pensado que su labor como docente durante ese año al frente de la asignatura de Literatura, se iba a limitar a escuchar a los alumnos que se presentaran en el estrado, junto a su mesa, a recitar de memoria el texto del libro. Ni más más, ni más menos. Ni aconsejar lecturas, ni trabajos sobre las diferentes corrientes, ni sobre los escritores. Nada de nada. Aprenderse de memoria los textos y repetir como papagayos.

Fue la única vez que suspendí en junio.

miércoles, agosto 29, 2018

Hoy se cumplen nueve años.

Este es el primer capítulo de mi próximo libro, al que aún, no he bautizado.

Hoy, precisamente hoy, se cumplen nueve años del magno evento descrito.

Creo que es un buen aperitivo.

Que lo disfrutéis. 
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La tienda de telefonía, estaba a rebosar. Parecía que lo regalaban. Rafa, hacía poco que había tenido que cambiar su obsoleto teléfono móvil, un modelo más propio del siglo xvi, por uno un poco más moderno. La razón obligada de dicho cambio no era otra que la batería, que le duraba menos que un pastel a la puerta de un colegio y la compañía a cambio de los puntos conseguidos, le permitió comprar otro.
Hacía calor, lo cual si tenemos en cuenta que era finales de agosto, no era novedoso. Pero cuando hay una fila enorme de personas que espera su turno y además hace calor, suelen ser dos factores poco recomendables en la misma ecuación.
Rafa y  Holanda - el original nombre de su última pareja sentimental –, llevaban un buen rato esperando su turno. Había tanta gente que entre el número de personas que había y el calor, el aire acondicionado de la tienda no era suficiente y las puertas del establecimiento estaban de par en par lo cual por cierto, no ayudaba mucho a que el aire acondicionado surtiera el efecto deseado. A pesar de todo, las cosas se iban desarrollando de manera normal y civilizada. Hasta que entró “el animal”.
El animal, era un tipo alto y fornido. El típico listo que se cuela siempre en todas las colas de espera, ya sea la de la carnicería, la del banco o la de telefonía, como era el caso. El que va con su 4X4 y ocupa 2 plazas en el parking. El que te quita la plaza de parking  que tú estabas esperando a que se quedara libre, simplemente porque él te mete el morro a toda velocidad y su coche es más grande. El que no respeta los pasos de cebra, ni los ceda el paso, ni los STOP. El que se te cruza en mitad de la autopista, sencillamente porque ha decidido que quiere correr por tu carril. Ese, que le ves de lejos y piensas “vaya pinta de chulo putas”. O sea, el típico gilipollas. Pues ese, entró en la tienda y se coló.
Se dirigió al encargado de la tienda y éste le sentó en una mesa aparte y comenzó a atenderle. En ese momento, Holanda, como una hembra alfa de la manada – de cualquier manada – le afea al animal su conducta.
-          Hombre, muy bonito. Estamos aquí esperando los demás y viene usted y se cuela. Muy bien!
Había otro señor mayor, también a la espera y se unió a la reprimenda de Holanda hacia el animal.
-          Sí, jeje, ya ve. Cosas que pasan – respondió el animal haciéndose el patoso.
-          Pues muy mal! – le espetó Holanda. Usted lo que tiene es mucha cara dura!
-          Pues sí, ya ve – continuó con si burla el animal.
Hasta ese preciso momento, Rafa, se había mantenido en un segundo plano sin intervenir. Pero esa última frase, burlona y pronunciada con desprecio, fue superior a él.
-          Así es que, no tiene usted ningún reparo en admitir que efectivamente, es un cara dura – le dijo Rafa abandonando la fila y dirigiéndose a él.
-          Y tú un chulo! – gritó el animal mientras al ponerse en pie para intentar amedrentar a todos los presentes, tiraba la silla en la que estaba sentado por los suelos.
-          Ya. Pero tú eres un caradura y además, lo confirmas, no?
Dado que el objetivo del animal, - que no era otro que el de acallar cualquier crítica a su actitud-  no había surtido efecto con ese desplante chulesco, sacando pecho y gritando, al quedarse sin más argumentos, lanzó un puñetazo a Rafa, que consiguió esquivar. De hecho lanzó varios puñetazos a los que Rafa, sólo pudo responder retrocediendo, dada la envergadura del animal. Cuando Rafa en su mapa mental, pensó que se estaba quedando sin espacio a sus espaldas, en el último paso atrás, no fue lo suficientemente amplio y el animal le alcanzó.
Cayó al suelo aturdido por el puñetazo. Al tiempo, comenzó a sangrar por la nariz a chorros, literalmente. Se volvió de su lado izquierdo para poder evacuar la sangre y no ahogarse en ella. Todavía inerme, en el suelo sin poder levantarse, aturdido por el golpe y sangrando como un cerdo por la nariz, el animal pretendió patearle sus partes nobles, a lo que Rafa respondió con sendos plantillazos, al más puro estilo “tarjeta roja”. El animal, encolerizado, fuera de sí y probablemente dolorido por los plantillazos sufridos, ávido de más sangre, cambió de objetivo y girando hacia el lateral izquierdo de Rafa, ahora lo que pretendía era reventarle los intestinos a patadas. Rafa no tenía otro modo de defenderse que colocar su brazo derecho. Después de dos coces salvajes del animal, Rafa se percató que tenía el brazo roto y simplemente se quedó tendido boca arriba, esperando lo que tuviera que suceder.
Finalmente, entre varias personas de los presentes, entre los cuales estaba el encargado de la tienda, Holanda, el señor mayor de la fila y alguno que otro, consiguieron hacer entrar en razón a la bestia y ésta, paró en su intento de asesinar a golpes a Rafa. Ni qué decir tiene que la tienda se había quedado desierta hacía ya rato.
Tumbado en el suelo, sangrando a borbotones y con el brazo derecho roto, todavía tuvo tiempo de comprobar cómo el animal, se sentó otra vez delante de la mesa en la que estaba cuando se inició todo y continuó siendo atendido por el encargado. Se trataba sólo de un asalto y el árbitro había hecho sonar la campana.
Allí tumbado, aturdido y malherido, esperó la llegada de la ambulancia que le llevaría, con sirena incluida, al Hospital. Aunque los que llegaron primero fueron los de la policía municipal. Estos se limitaron a tomar la filiación de los allí presentes.
La expectación a las afueras de la tienda, debió ser como en los tiempos de Elliot Ness y Al Capone. La llegada de la ambulancia a una zona que además era peatonal, añadió dramatismo a la escena. La gente se agolpaba en busca de morbo, como buitres. La llegada al hospital no resultó menos impactante para el usuario, aunque en un sitio así, ya estuvieran acostumbrados.
Rafa pasó unas 12 horas en el hospital, en las cuales le hicieron toda clase de pruebas, alguna, incluso por duplicado, para cerciorarse de que la fractura del brazo y de la nariz, eran las únicas a tener en cuenta. Le dieron unos calmantes para soportar el dolor. Lo de la nariz, no era exactamente fractura, sino desplazamiento de los huesos propios. Después de una anestesia local, el otorrino colocó - como si se tratara de un mecano-  los huesos en su sitio, al tiempo que dentro de las fosas nasales, introducía una especie de armazón de yeso para sostener la estructura y evitar que se moviera. Todo ello convenientemente cubierto por un aparatoso vendaje. Una vez terminó el galeno su trabajo, Rafa tuvo un mareo. Según indicó el médico, era muy normal que se produjera después de su intervención, fruto sobre todo, de la tensión. Después de finalizar su trabajo, el aspecto que ofrecía Rafa era como si se hubiera enfrentado a Mohamed Alí.
Lo del brazo, era harina de otro costal. Después de transcurridas unas 4 horas de los sucesos, finalmente procedieron a escayolarle el brazo. Fue entonces cuando le informaron que tenían que operarle.
-          ¿Operarme? – preguntó espantado Rafa. Pero ¿Por qué, qué pasa?
-          El radio, está astillado. No basta con la escayola. Es necesario colocar una placa de titanio.
-          Joder!
Rafa iba de un lado a otro del hospital en una silla de ruedas con respaldo alto. La gente cuando le veía con un aparatoso vendaje en la nariz y el brazo escayolado y en cabestrillo, pensaría que le habría atropellado un tren, pero sólo había sido objeto de una agresión, por parte de un peluquero de Majadahonda, dueño de media docena de establecimientos en la zona, en uno de los cuales, Rafa solía acudir para que le cortase el pelo el hijo del animal. Aunque lo más kafkiano sin duda, estaba todavía por ocurrir.
Serían las 20.00. Rafa seguía desde el mediodía de un lado a otro del hospital. De repente, suena su móvil y lo coge Holanda.
-          Toma es para ti. Dice que es la Guardia Civil. - dijo ella.
-          ¿Dígame?
-          Buenas tardes. D. Rafael Montealto?
-          Sí, dígame.
-          ¿Es usted?
-          Sí, ¿quién llama?
-          Le llamo de la comandancia de la Guardia Civil de Majadahonda.
-          Dígame.
-          Es que tiene usted una denuncia interpuesta por un individuo que afirma que usted le ha agredido. ¿Piensa usted hacer algo al respecto?
-          Pues sí, claro. Le tengo que denunciar.
-          ¿Cuándo se va a pasar por nuestra oficina?
-          Pues cuando salga del hospital.
-          ….¡! ¿Está usted en el Hospital?
-          Sí señor. Llevo desde el mediodía aquí.
-          ¿Y cuándo va a salir?
-          Pues cuando me den el alta después de operarme.
-          ¡¡!! ¿Le tienen que operar?
-          Sí señor. Me tienen que operar del brazo derecho. Lo tengo roto.
-          ¿Y cómo se ha hecho eso?
-          Ha sido el que me ha puesto la denuncia a mí.
-          ¿Y cuándo le van a operar?
-          Pues de momento, me han dicho que el lunes que viene.
-          Bueno pues en ese caso, cuando usted pueda, pásese por el puesto y preste declaración, por favor. Y mientras tanto, que se mejore.
-          Muchas gracias. Lo intentaré.
A eso de las 20.45, mientras Rafa llevaba esperando y esperando, y prueba va y prueba viene, ve venir de frente al animal. Caminaba tan campechano, como si viniera de tomarse una cerveza con los amigos. Por un momento, Rafa pensó que a lo mejor venía a rematarle, pero se dio cuenta de que había muchos testigos en la sala de espera.
Al cabo del rato, le vio salir de la consulta, con el brazo derecho en cabestrillo, como si le hubiera pasado algo. Evidentemente, formaba parte de su estrategia el aparentar e intentar confundir al juez, porque desde luego, si había una cosa clara en ese momento, es que iba a haber juicio.
Sería cerca de la medianoche cuando un médico joven de los que estaba de guardia, le informó que debía esperar un poco hasta que le preparasen la habitación.
-         Pero, habitación, ¿para qué?
-         ¿No le han dicho que le van a operar el lunes?
-         Sí, pero hoy es viernes. ¿Eso quiere decir que me voy a pasar el fin de semana aquí?
-         Pues me temo que sí.
-         Y pregunto, ¿por qué no me voy a mi casa y vengo el lunes a operarme?
-         Lo siento. Tiene que estar disponible para las diferentes pruebas previas a la operación. Además, después de la operación, debe permanecer en observación unos días, por lo que tiene que ser ingresado. Sólo se operan a las personas que están ingresadas y para ello, le tienen que asignar una habitación. Ahora, hay una habitación y no sabemos si el lunes puede haberla o no. Así es que me temo, que no hay otra alternativa.
-         Vale – fue el lacónico comentario de un resignado Rafa.
La habitación era amplia, nueva y cómoda. De hecho, era una habitación para dos personas, pero Rafa, estaba solo. Una vez que se hubo instalado en ella, la enfermera le informó de los procedimientos, los horarios y de cómo podía llamarlas en caso de necesidad. También le proporcionó un calmante para que durmiera mejor y Rafa, a pesar de ser agosto, pidió una manta. A eso de las 02.00 de la madrugada, ya no quedaba otra cosa que intentar conciliar el sueño. No tenía sentido que Holanda se quedara esa noche. Ni esa noche ni ninguna. Poco o nada podía hacer. Rafa tenía a mano – la izquierda, claro – el timbre de llamada a la enfermera. Así es que se despidieron no sin antes escuchar de los labios de Holanda, una auto inculpación.
-          Siento que estás aquí por mi culpa. Lo siento.
Pasó el fin de semana deseando que llegara el lunes para ser operado. La idea era tan aterradora para alguien que se puede marear sólo con ver una bata blanca, que cuanto antes pasara ese cáliz, mejor. Eso sí, mientras le iban tomando nota para los preparativos, él repetía sin cesar a todo el que le quisiera escuchar que era alérgico a ciertos medicamentos. 
Fue el mismo lunes cuando le dieron la noticia que no le iban a operar ese día. Había surgido una urgencia imprevista y le habían pasado al martes. Mientras tanto, iba tirando a base de calmantes. Y como tenía la mano derecha, inservible, o bien la enfermera o bien Holanda, le daban de comer y le ayudaban en todo aquello que necesitara.
El martes, finalmente, irrumpieron en su habitación en tropel un ejército de enfermeros, médicos, camilleros y demás. Se lo llevaban al quirófano. A partir de ahí, las pulsaciones empezaron a dispararse. Al llegar al quirófano – la segunda vez en su vida que entraba en uno – le colocaron en la mesa de operaciones. A duras penas cabía el cuerpo y el brazo derecho lo tenía fuera, apoyado sobre un soporte, listo para que comenzaran a cortarle la escayola y comenzar la intervención. Hacía frío o al menos, esa era la sensación. Bastante frío.
Le taparon con una sábana verde para evitar que viera la operación, al tiempo que el anestesista le indicó:
-          Bueno, caballero, pues vamos a proceder a la anestesia local.
-          ¿Quéeeeeeeee?!!!!!  No, no, no!!!. De eso nada. ¡Anestesia general! – saltó como un poseso el pobre Rafa.
-          No, no se preocupe que no va a sentir nada.
-          No, no. Si es que no quiero ni verlo, ni sentirlo ni escucharlo. Póngame la general, por favor.
-          Mire no le pongo la general porque usted ha dicho que es alérgico a ciertos medicamentos. Así es que es para evitar males mayores.
-          No se preocupe, oiga, que ya me han operado otra vez con general y no me ha pasado nada. Asumo los riesgos y le firmo lo que sea. Eso sí, con la izquierda.
-          No se preocupe, señor. Ya verá cómo no siente nada. A ver, enfermera procedamos.
En ese instante, a Rafa le empezaron a colocar cosas por todas partes y le pusieron un aparato en el tobillo. Y de pronto, se oye la voz del anestesista:
-          Alto! Todos quietos! – clamó como Tejero en el Congreso.
Y dirigiéndose a Rafa, al oído, por detrás de él y casi en plan de confidencia, le preguntó:
-          ¿Está usted nervioso?
-          Sí, mucho.
-          Normalmente, cuánto tiene usted de tensión.
-          12 / 7, más o menos.
-          Bueno. Ahora le voy a poner un calmante para que se tranquilice un poco. Es que ahora mismo está usted en 21 y no es bueno.
Por supuesto que la anestesia fue local. Y así, el pobre Rafa, el aprensivo Rafa; el mismo que cuando va a extraerse sangre mira para otro lado porque las agujas le producen angustia; el mismo que, muchos años atrás, fue a visitar a una amiga que acababa de ser madre y casi pierde el conocimiento mientras ella le contaba el parto; el mismo que el mero hecho de entrar en un hospital le produce taquicardias y dice que los hospitales huelen a algo especial; el Rafa al que la tensión se le pone en 21 sólo por escuchar que la anestesia va a ser local y no general; ese Rafa, fue testigo de excepción de cómo le abrían su brazo derecho para colocarle una placa de titanio en el radio, y de cómo la placa fue fijada al hueso, con una especie de black & decker, que identificó por el ruido característico al rotar.
Pero antes, el anestesista, tenía que cerciorarse dónde estaba la conexión con el nervio adecuado para proceder a la inyección. Por eso, le anunció:
-          Ahora va a notar una especie de calambre. No le va a doler, pero es un poco incómodo.
El especialista no había terminado de pronunciar esas palabras y ni siquiera le había dado tiempo a Rafa de hacer la pregunta típica: “¿Qué tipo de incomodidad?”, cuando de repente, Rafa nota cómo su brazo derecho comienza a sufrir unos espasmos, como si tuviera vida propia, al tiempo que comprobó que, efectivamente, las descargas eléctricas a las que le estaba sometiendo el anestesista, eran incómodas. Pero incómodas de cojones. Rafa, sentía cómo su brazo se movía solo, como respuesta a esos impulsos eléctricos y parecía hacer señales a alguien desconocido y lejano para que se uniera a la fiesta. Tal era el comportamiento de su extremidad superior derecha.
-          No se preocupe. Ya hemos terminado – intentó tranquilizarle el aspirante a Frankestein que tenía tras él.
La operación fue todo un éxito, en boca del traumatólogo. Había salido todo muy bien y ya sólo quedaba esperar un mes con la escayola que le habían puesto. Eso sí, la mano derecha, que ya de por sí en estado de reposo parece más la mano de un carnicero o un pelotari vasco, en esta ocasión y como consecuencia de la operación, parecía la de King Kong. La hinchazón había multiplicado el tamaño de la mano por dos. Tanto, que no había espacio entre los dedos, lo que obligaba a pasar entre ellos, con sumo cuidado, un algodón humedecido en colonia, para proceder a limpiar la suciedad que se iba acumulando. Del dolor, mejor no hablar.
Durante los días siguientes, estuvo en la habitación atendido como un marqués, por unas enfermeras, en general, tan jóvenes como buenas profesionales y cariñosas. Poco a poco fueron cambiando la medicación, la dosis y eliminando la vía intravenosa que le colocaron el primer día.
No recibió muchas visitas de sus amigos. Tan sólo pasaron a visitarle un matrimonio, amigos y ex vecinos de Holanda, con los que mantenía una cierta relación y que tuvieron a bien regalarle unos guantes de boxeo. “Para que a la próxima, estuviera mejor equipado”, dijo él.
Al cabo de una semana en el Hospital y después de comprobar que no había complicaciones, recibió el alta y se marchó a casa. A partir de ese momento, comenzó una nueva etapa en la que tendría que aprender a hacer un montón de cosas con la mano izquierda, pero desde luego, de todo punto insuficientes para cubrir todas sus necesidades. Para ducharse, además de taparse la escayola con una bolsa y mantener el brazo fuera del alcance del agua, necesitaba de la ayuda de Holanda. Y lo mismo para trocear la carne y todo aquello que no pudiera ser ensartado por un tenedor o recogido por una cuchara.
El brazo derecho seguía doliendo a pesar de continuar con las instrucciones recibidas de los médicos y de las medicinas que le habían recetado para mitigar el dolor. El descomunal tamaño de la mano de un principio, parecía que poco a poco, iba dejando de ser tan aparatoso para convertirse en simplemente llamativo.
A los pocos días de regresar a casa, tuvo la agradable visita de dos amigas y ex compañeras de trabajo – Terelu y Lola - con las que había coincidido en un proyecto hacía unos meses. Fue muy de agradecer que se tomaran la molestia de desplazarse hasta allí, viviendo donde vivía cada una, mientras  otros, que vivían bastante más cerca y de hecho ya habían estado en su casa cenando, no habían dado señales de vida. Ni en el hospital ni cuando ya estuvo en casa.
Mientras disfrutaban de una copa en el jardín, Rafa pasó a exponerlas los hechos con toda clase de detalles, lo que las dejó estupefactas e indignadas. Estupefactas por el nivel de desproporcionada agresividad y salvajismo del “peluquero asesino”, e indignadas por su cinismo sin límites, al interponer él mismo una denuncia contra Rafa y hacerse pasar por víctima, fingiendo unas lesiones que no eran tales.
Al despedirlas y después de agradecerlas su interés y su visita, Holanda se descolgó con una supina estupidez, con una incoherencia que dejó a Rafa tan estupefacto como se habían quedado Terelu y Lola:
-          Lola, está enamorada de ti.

Rafa, se quedó como si en ese instante hubiera aterrizado en el jardín de su casa un ovni con media docena de enanos verdes saliendo por la escotilla.

-          Pero ¿qué dices? ¿A santo de qué vienes ahora con esa estupidez?
-          Se la nota – sentenció Holanda, que la mayor parte de las veces, cuando hablaba, lo hacía ex cátedra.
-          ¿Qué se la nota? ¿En qué? ¿Pero tú estás bien de la cabeza?
Por algún extraño motivo, a Holanda se le había metido esa estúpida idea en la cabeza. Una idea sin sentido alguno para Rafa que sabía, entre otras cosas, que Lola tenía pareja. Rafa, todavía tardaría algún tiempo – no mucho - en descubrir cuáles eran las intenciones que albergaba Holanda para un futuro inmediato y de cómo estas intenciones estaban estrechamente relacionadas con ciertas actitudes que ella misma había estado manteniendo en el pasado más reciente. Pero no adelantemos acontecimientos.
Unos días antes de proceder a quitarle la escayola, tuvieron que extraerle una aguja especial que al mismo tiempo que el yeso, le habían insertado en la muñeca y que le atravesaba en diagonal hasta sobresalir por el otro extremo. La idea, según le explicaron, era que cierto hueso de la muñeca no se fusionara con otro y para ello insertaron esa aguja; aguja que había que extraer, lógicamente.
Habida cuenta de la debilidad de Rafa en temas sanitarios, hospitales, curas y demás, el día que acudió a que le retiraran la aguja de la muñeca, solicitó al médico – más bien le imploró – que a tenor de esas debilidades, había muchas posibilidades de que perdiera el conocimiento o estuviera cerca de ello sino se le sometí a una anestesia.
-          Pero hombre – decía el médico mientras caminaban ambos por los pasillos del hospital, camino de la cabina donde se realizaría la intervención- Si esto se tarde 3 segundos en extraer la aguja. Si no duele. Sólo habrá que darle un punto de sutura que apenas lo va a notar.
-          Doctor – replicó Rafa, en tono más de súplica que de ruego – yo he llegado a sufrir una lipotimia porque una amiga estaba describiendo su parto. ¡Por favor, póngame una anestesia!
Finalmente, el médico se apiadó de él, le administró una anestesia muy suave y Rafa no sintió absolutamente nada ni cuando le quitaron la aguja ni cuando le dieron el punto de sutura. De hecho, se quedó en un estado de letargo, medio adormecido que culminó con una ligera cabezada y con un par de ronquidos.
Ahora tocaba eliminar el yeso y comenzar con la rehabilitación programada.
En la fecha indicada, transcurrido un mes desde la operación, Rafa acudió al hospital y procedieron a quitarle la escayola. Al tiempo, recibió instrucciones básicas de cómo debía comenzar en su domicilio a introducir el brazo y la mano en agua con abundante sal y comenzar a realizar unos ejercicios muy sencillos, a fin de desentumecer los dedos que se habían quedado agarrotados como consecuencia de la inactividad. Lo que en términos médicos se conoce como “dedos en forma de garra”.
Al cabo de unos minutos, inmediatamente después de eliminar la escayola, debía presentarse en el área de rehabilitación del hospital para comenzar con los ejercicios prescritos por el especialista. Al quitar la escayola, quedó al descubierto una cicatriz en el antebrazo derecho de casi 15 centímetros de longitud y aunque la hinchazón de la mano y del propio brazo, no eran tan acusadas como al principio, produjo un cierto grado de asombro en el personal del área de rehabilitación.
-          Uy, Dios mío! Pero eso qué es? – exclamó Patricia medio escandalizada, cuando vio el brazo.
-          Es que me han quitado la escayola hace un rato.
-          No, no. De momento no podemos trabajar con eso así. Pero cómo te has hecho eso? Un accidente de moto?
-          No, un peluquero asesino.
-          ¿Qué? – preguntó con una sonrisa y como si no hubiera escuchado correctamente.
-          Me lo ha hecho un peluquero de aquí, de Majadahonda.
-          Bueno de momento, en casa, mete la mano en agua templada con sal. Intenta ir moviendo los dedos poco a poco. Si lo puedes hacer un par de veces al día o tres, mejor. ¿Ves que tienes los dedos en forma de garra?
-          Sí, claro. Llevo así un mes.
-          Pues eso va a ser lo primero que tenemos que trabajar. Ir moviendo los dedos para eliminar esa forma de garra que se te ha quedado. Ven la semana que viene y vemos cómo está. ¿De acuerdo?
-          Pues hasta la semana que viene.
Durante los siguientes 9 meses, cada día a la misma hora y sin faltar uno solo, Rafa se presentaba en rehabilitación. Fue un proceso largo y doloroso, aunque finalmente, muy positivo y fructífero. Los primeros días, Patricia, su rehabilitadora, - una treintañera madre de un niño pequeño y esposa de un informático- , se centró en recuperar la movilidad de los dedos “en garra”. Simplemente forzando y estirando los dedos y la palma de la mano, poco a poco, pero con firmeza. Con la suficiente fuerza como para ir venciendo el agarrotamiento y al mismo tiempo, con la delicadeza necesaria para evitar infundir un mayor sufrimiento a Rafa, quien, en una actitud colaboradora y sufriente, acallaba los quejidos de dolor, hasta quedar empapado de sudor, y rojo de tanto esfuerzo.
Al principio, claro, ante la imposibilidad de poder conducir, era la propia Holanda quien le llevaba y le recogía, aunque ese servicio, realmente duró poco. Al cabo de un mes de idas y venidas, el esfuerzo que tenía que hacer era excesivo para su egolatría y obligó a  que Rafa, condujera, casi con una sola mano. Lo malo fue el momento y las formas escogidas. Un día, cuando ya estaban casi a las puertas del hospital, Holanda se desmarca con una frase incomprensible:
-          A la vuelta, te coges un autobús y te vuelves a casa tú solo. Yo no puedo estar yendo y viniendo porque tengo mucho trabajo.
-          Eso me lo tendrías que haber dicho antes de salir de casa. Ahora, es una encerrona.
-          No es una encerrona, se trata de una elección. Puedes elegir.
-          No puedo elegir cuando me dejas tirado en el hospital, sin avisarme de tus intenciones y sin que yo haya podido elegir entre intentar conducir por mí mismo o venir en autobús. Además, ni siquiera he cogido dinero para el billete. Llévame a casa.
-          Ya estamos llegando. Te dejo y te vuelves en bus.
-          ¡Me volveré en lo que me salga de los putos cojones! ¡Llévame a casa ahora! Y deja de tocarme los huevos con tus falsos argumentos.
Finalmente, Holanda, que llevaba tiempo tensando la situación entre ellos, le devolvió a casa, cogió las llaves del coche y se dirigió por primera vez él solo, conduciendo al hospital. Todo eso, motivó que llegara muy tarde a su cita, planificada y organizada como un plan militar y tuvo que dar explicaciones a Patricia con la que había iniciado una cierta relación de cercanía, de complicidad. Les dio tiempo para hacerse algunas pequeñas confidencias, compartir algunos secretillos y hacerse un poco amigos.
-          Ya creía que no ibas a venir y me extrañaba que no hubieras avisado – recriminó en tono amable Patricia.
-          Lo siento. Es que he tenido una movida con mi pareja y por eso he venido tan tarde. He tenido que venir conduciendo yo mismo.
-          Pero todavía no estás para eso, Rafa! – exclamó algo preocupada Patricia. ¿Has venido bien?
-          Bueno. Conduzco con una mano, la izquierda. Vengo despacio y cuando tengo que cambiar de marcha lo único que hago es sujetar sólo un poco el volante con la derecha, mientras con la otra, cambio de marcha. Todavía no tengo seguridad en “la buena” para hacer esas cosas.
-          Ten mucho cuidado, por favor. Ya sabes que no puedes coger peso, ni hacer esfuerzos, ni siquiera planchar. ¿Lo sabes, verdad?
-          Sí, sí. No te preocupes, que todo eso lo llevo a rajatabla, pero es que pretendía traerme y dejarme aquí tirado y que después me volviera en bus. Y eso me lo dice casi cuando ya estamos en la puerta.
-          ¿Qué mal, no? – dijo Patricia poniendo un gesto como de asco.
-          Pues sí.
Aunque fue un lento y doloroso proceso el de rehabilitación, sin embargo, no estuvo exento de momentos graciosos, como cuando un día Patricia, le confesaba a Rafa en voz baja mientras manipulaba su mano maltrecha y le obligaba a Rafa a realizar ciertos ejercicios para recuperar la fuerza:
-          Fíjate qué curioso. Con la cantidad de gente que pasa por aquí, tanto hombres como mujeres de todas las edades y nunca se ha creado una pareja entre ellos. Jamás.
-          Pero cómo va a haber rollo, criatura – le decía Rafa en voz baja también – si esto parece el taller del Dr. Frankestein! Si el que no va en silla de ruedas, va con muletas y si no, no puede hablar o lleva el brazo en cabestrillo.
Patricia empezó a partirse de la risa.
-          Pero tú imagínate, Patricia, la siguiente escena: ¿Nos tomamos una cerveza? – dice uno. Bueno, pero no corras que yo voy en silla de ruedas. No si yo tengo las muletas, no puedo correr. Y además tengo que tomar la cerveza con paja. ¡Es que no es posible! ¡No hay sex appeal!
Y Patricia, que ya había empezado a llorar de la risa, llamó la atención de todos los que estaban en la sala y la preguntaron qué la pasaba, porque la veían llorar en silencio y no se habían percatado de que se moría de la risa.  Y cuando se lo contó a sus compañeras, se montó un escándalo porque todas irrumpieron en una carcajada al unísono. Sólo había un par de hombres en el área, así es que era un mundo dominado por las féminas.
Patricia, también fue de las primeras personas en enterarse cuando Holanda y Rafa rompieron.