miércoles, abril 16, 2014

La Princesa y El Caballero (cuento)



En un lejano país, frío y desangelado, vivía una preciosa Princesa con sus dos infantes, a los que adoraba y mimaba. Toda su vida, la de la Princesa, se basaba en atender y cuidar de sus hijos, para que nada les faltara. Durante el día, se levantaba temprano y acompañaba personalmente a sus hijos a las dependencias en donde sus tutores, se encargaban  de proporcionar la más exquisita educación que un noble podía recibir. Ciencia, Humanidades y Arte, eran sólo algunas de las principales materias que los infantes debían estudiar. La Princesa, ponía una atención especial en esa faceta de la vida de sus pequeños a sabiendas de que, en un futuro, ellos deberían acometer tareas de gobernantes, tal vez incluso, en reinos lejanos y desconocidos.


La Princesa vivía sola, pues su esposo, el Príncipe, siempre estaba fuera del reino, embarcado en alguna extraña aventura, cazando animales exóticos en países muy lejanos, o desafiando a increíbles monstruos de múltiples cabezas. Sus ansias de aventura y de conquistas, no tenían fin. De todas formas, la Princesa, agradecía que su esposo estuviera fuera todo el tiempo que deseara, ya que sus ademanes eran toscos y violentos. Ella pensaba que de tanto estar en un mundo salvaje y sin sentimientos, se había deshumanizado y ya hacía mucho tiempo que no le agradaba su compañía. Atrás quedaron los tiempos, en los que el Príncipe bebía los vientos por ella y viajaba desde lejanos lugares, para reencontrarse con su amada. Tal era el amor y la pasión que le encendían, que no podía estar sin verla.


Sin embargo, desde el mismo momento de las nupcias, la Princesa comenzó a notar un cierto cambio en la actitud de su maduro esposo. Con el tiempo, ese ligero cambio, pasó a ser más que notable y finalmente,  se terminó por convertir  en un auténtico ogro, que la maltrataba a ella y a los dos pequeños, golpeándoles a veces y las más, simplemente, despreciándoles e insultándoles. Fue entonces, a partir de ese momento, cuando la Princesa, ofreció la posibilidad a su esposo de que viajase por tierras lejanas y diera rienda suelta a su agresividad y mal carácter. Al menos, de ese modo, la vida sería más tranquila y más segura para todos.

La vida de la bella Princesa era sencilla pero intensa. Giraba alrededor de sus hijos, dejando su escaso tiempo libre para compartir con sus muchas amistades, las cuales, venían de todos los contornos a hacerla compañía, ya que la Princesa, casi nunca salía de su Castillo. Incluso, alguna de esas amistades, venía desde otro reino cercano para disfrutar de su hospitalidad, de su amena conversación, de sus gustos musicales, de su exquisito gusto por las antigüedades y de sus habilidades en el arte culinario. Las veladas  eran agradables  y se extendían  hasta altas horas de la noche. Muchas veces, era tan tarde, que alguna de sus amigas, debía permanecer en los aposentos del Castillo para garantizar su seguridad, ya que transitar por esos parajes a  esas  horas,  podría  ser  peligroso;   podía  uno  encontrarse   con  algún  animal hambriento o dañino. Durante esas reuniones,  mientras los juglares amenizaban  con su música, la Princesa y sus damas, charlaban en un tono cada vez más animado, sin duda, fruto de alguna que otra barrica de buen vino del que solían extraer sus líquidos, acompañando a estos caldos con ricas y apetitosas viandas, que solían traer de otros lugares, para de este modo, ir conociendo  otros manjares.  Solían contarse  todos los chismes y rumores que  se decían  por  los  alrededores  y reían  felices,  con  los  ocurrentes comentarios de unas y de otras.


La Princesa era muy hermosa,  y a pesar de lo mucho que había padecido a causa de los sinsabores con los que le había regalado su esposo, disfrutaba de un espléndido sentido del humor; siempre estaba sonriendo, era muy respetuosa con todas las personas de su alrededor, y gozaba de un carácter cálido, amable y sensible, lo que la convertía en una persona muy querida y respetada por todos en su reino. A pesar de todo, echaba en falta su país de origen. Ella, se había casado con su esposo, el Príncipe, y se había trasladado a vivir a ese país, sin ni siquiera hablar su lengua. Por amor, había dejado su país natal, sus amigos y a toda su familia, un reino lleno de luz, de sol, de personas amables, simpáticas y abiertas, para ir a vivir a un país lejano que no conocía,  lleno de personas  con un carácter  serio y taciturno, aunque educadas y correctas.

Un día, mientras paseaba por los amplios jardines de su Castillo, emplazado en lo alto de una colina, miraba a lo lejos, abajo, a cuyos pies discurría un caudaloso río

de aguas profundas pero tranquilas. Veía a las gentes del pueblo, discurrir de un lado a otro de uno de los puentes que lo cruzaba. Pensó que todo aquello que le rodeaba era hermoso, con un gran y frondoso bosque justo al otro lado del río, por donde ella misma,  solía  dar         largos paseos,  mientras  estaba  ensimismada   en  profundos pensamientos sobre su futuro y el de los infantes, los cuales, muchas veces, también la acompañaban. Pensaba en los juegos que compartía con sus hijos, unas veces en el bosque, otras en los jardines, otras en las orillas del río. En verano, cuando el calor apretaba, solía acompañar a sus hijos a una parte del río que disfrutaban casi en privado. No era demasiado profunda ni peligrosa, ni tampoco era concurrida  por los habitantes  del pueblo, que en su mayoría, huían del agua como de la peste. En todo caso, aquellos más aventureros, solían utilizar una parte del curso del río que estaba un poco más abajo del que utilizaba la familia de la Princesa.

Y sin embargo, no era feliz.



Su esposo, hacía tiempo que había dejado de cumplir con sus obligaciones de padre y Príncipe. Ella, tuvo que asumir el papel de Príncipe y de Princesa, además del de  madre. La  soledad,  las tareas de Gobierno,  las de madre…  eran demasiadas responsabilidades para una hermosa mujer, joven y con muy pocas contrapartidas a cambio. Tomó la determinación de regresar a su país con sus dos hijos.


Mandó llamar a uno de sus correos, el cual, partió inmediatamente con rumbo a un remoto país, en el que según las últimas noticias residía el Príncipe, con la noticia de la decisión tomada por la bella Princesa. Mientras llegaba el momento final de emprender  el camino de regreso, debía antes, organizar todos los asuntos pendientes relativos, tanto a su Principado como a su entorno más íntimo y personal. Uno de esos aspectos a los que la Princesa había decidido prestar atención era precisamente el referido a su corazón.


La princesa, era reconocida como una mujer hermosa, educada, culta, sensible y delicada,  y con un carácter  afable  y accesible  a todos  sus conciudadanos. Sin embargo, la prolongada ausencia del Príncipe y los rudos modales de los que había hecho gala éste con anterioridad, habían contribuido a enfriar, más bien congelar, los sentimientos tiernos y sinceros que un día albergó en su corazón. Ella, anhelaba  encontrar todavía  a ese  Príncipe,  con  el que  siempre  había soñado y hacía ya mucho tiempo, que se había dado cuenta, de que algo tenía que hacer al respecto.


Habló de estos asuntos con sus Consejeros, con sus amigas de tertulia y todos estuvieron de acuerdo en sugerir a la Princesa que dada su juventud, su belleza y su carácter, no le resultaría difícil encontrar a un joven Príncipe que estuviera interesado en compartir su vida y la de sus dos pequeños hijos. Era más que evidente, que el esposo, ya no estaba interesado en semejantes asuntos y era estúpido, dejar que el tiempo marchitara tan bella flor. Juntos, los Consejeros  y la propia Princesa, definieron las características que debería reunir el candidato. Aunque el aspecto físico tenía su importancia, ésta era relativa. Se puso mucho más interés en definir aquellas cualidades  humanas  que debían adornar al aspirante al corazón de la Princesa. Una vez que hubo acuerdo, se determinó hacer público que la Princesa, deseaba entregar su corazón y compartir su vida con aquel joven Príncipe que pasara las pruebas.


Se decidió que lo más inteligente  y lógico, era buscar al nuevo Príncipe en el país de origen de la Princesa, ya que, como se ha dicho anteriormente, la Princesa había tomado la decisión de regresar a su país. A pesar de ello, no se pudo evitar que los rumores traspasaran las fronteras y cuando se supo que la Princesa buscaba a alguien con quien compartir el resto de su vida, jóvenes y menos jóvenes de todos los países, enviaron sus misivas con las glosas de todos aquellos que se convertían en aspirantes al corazón de la bella dama.


La Princesa,  se vio abrumada  por tal cantidad de mensajeros venidos desde todos  los  puntos cardinales,  trayendo consigo las cartas de sus correspondientes pretendientes. Leyó algunas personalmente,  que le habían hecho llegar sus ayudantes,  tras sufrir una criba rigurosa. Otras, no las pudo ni siquiera entender, por estar escrita en alguna lengua extraña que la Princesa no conocía. Otras, eran tan petulantes, que ni siquiera  se tomó la molestia  de contestar.  Pero hubo una, que sí, que le llamó la atención. Venía del país al que ella se trasladaría al año siguiente. La leyó.


A miles de leguas de donde vivía la bella Princesa, habitaba un joven y apuesto caballero, que aunque no disfrutaba de un noble linaje, sí era reconocido  por sus paisanos,  amigos  y convecinos  como  una gran  y noble persona.


De aspecto recio y robusto, tenía un cierto aire de luchador o de gladiador, sin duda, por haber tenido la oportunidad de combatir en mil batallas y justas, como todos los jóvenes de la región. Sin embargo, sus modales eran distintos a los de la mayoría. No se distinguía por el porte o la elegancia de sus ropajes, ni por sus andares, ni por la belleza de su montura, que no iba especialmente enjaezada,  pero que era muy evidente al escucharle. Mientras hablaba, de un modo tranquilo y pausado, generalmente mantenía la mirada en los ojos de la persona que le escuchaba y se notaba que había recibido una cuidada  educación. Educación, que nuestro joven caballero fue cultivando,  leyendo libros de los más variados temas de los que tuvo la oportunidad de conocer y disponer o participando en animadas  charlas con los hombres  más cultos con los que tuvo ocasión de tropezar.


Tenía nuestro caballero, un noble corazón, fruto del tiempo y de los estudios que había  compartido  con los clérigos  del cercano Monasterio.  Aunque  no entendía algunos de los extraños conceptos que sus amigos los monjes intentaron inculcarle, en el fondo compartía con ellos un cierto espíritu de hermandad entre todos los hombres, sea cual fuere su estrato social, económico o cultural. Eso sí, cuando decidía ayudar a algún necesitado, procuraba no hacerlo a la vista de todos, como hacían la mayoría de los señores. Antes al contrario, elegía bien el momento y la ocasión para intentar, en la medida de sus posibilidades, paliar o aliviar los males de los más desfavorecidos, bien proporcionándoles algún tipo de tarea, incluso temporal, bien poniéndoles sobre aviso de dónde podrían satisfacer sus necesidades.


No  era  amigo  de  aventuras  ni  de  riesgos  gratuitos,  sólo  por combatir  el aburrimiento,  como hacía la mayoría. Sin embargo, era atrevido y en ocasiones, osado, cuando las circunstancias lo exigían. Trataba a las jóvenes doncellas, con la misma delicadeza con la que trataba a las damas de la nobleza, al menos, hasta que alguna le demostrara que debía recibir el trato contrapuesto.


Estaba un día nuestro  apuesto  caballero  meditando  sobre su futuro,  bajo la sombra de un frondoso  árbol en el bosque. Pensaba,  que ya iba siendo  hora de encontrar a una buena mujer con la que compartir  sus largos y venturosos  años venideros. Consideraba qué podía aportar a dicha unión y pensó que muchas mujeres, podrían considerarse afortunadas de encontrar a un hombre como él. Hacía, mientras tanto, un rápido repaso a las candidatas teóricas, descartando a la  mayoría. Unas, por su escasa educación;  otras por su dudoso estado mental; alguna por su corazón excesivamente ardiente; otras, por su corazón frío; otras, por estar ya comprometidas, o por su nulo sentido del humor, su mal carácter….Así fue, una a una, repasando a todas las mujeres que conocía, llegando a la triste conclusión, una vez más, de que en ese territorio, no iba a encontrar a su amada.


De repente, vio acercarse por el camino que conducía al pueblo a un extranjero montado a caballo. Tenía aspecto el joven extraño, de ser un paje, un mensajero, un emisario. Subió a su montura y le siguió a una prudente distancia, caminando hasta la plaza principal del pueblo. Allí, bajaron ambos jinetes de sus respectivas cabalgaduras y se miraron y entrecruzaron un fugaz pero cortés saludo. El joven extranjero,  se dirigió entonces  al tablón en el que se colocaban  las noticias y los anuncios para general conocimiento de sus vecinos. Allí clavó el anuncio en el que la Princesa,  hacía  saber  a todos  los jóvenes  nobles  y caballeros,  que deseaba encontrar a uno en especial, con el que poder compartir el resto de sus días, en un ambiente lleno de armonía, de paz, de serenidad, de equilibrio, de amor y de pasión.


El  anuncio,  estaba  escrito  en  la  lengua  local, y  fue  la  causa de  que  se arremolinase un nutrido grupo de personas. Por lo menos, las que sabían leer. Los más impulsivos y aventureros, corrieron como alma que lleva el diablo a sus mansiones y palacios, para dictar a sus escribanos las correspondientes cartas que enviarían a la Princesa, alabando y glosando sus proezas y heroicidades.

El tiempo que los escribanos tardaban en transcribir los deseos de sus señores a los  pergaminos,  era  directamente  proporcional  a la  egolatría  y  vanidad  de  sus orgullosos amos. Unos en verso, los más, en prosa, pero todos abarrotaban sus escritos de loas y auto-  alabanzas,  pensando  que con ello, iban a deslumbrar  a la bella Princesa. Tierras, posesiones,  señoríos, feudos, títulos nobiliarios, apellidos ilustres, rangos militares…todo valía para ensalzar y agrandar la fama de cada candidato. ¡Pobres  ignorantes!  ¡Pobres ilusos!  Ellos pensaban  que con sus escritos  la Princesa caería  rendida  a sus pies, y lo que conseguían  era precisamente auto- descartarse, por orgullosos, pedantes y excesivamente autocomplacientes  con sus supuestas ventajas.


La Princesa,  lo que deseaba  encontrar  era un corazón cálido, sencillo, leal y apasionado que latiera en el pecho de un hombre digno de poseerlo. Un hombre culto, atento y educado, con el que poder departir en las largas noches del invierno, junto al calor de la chimenea. Un hombre apuesto, sí, pero paciente y comprensivo, porque debería acompasar su vida a la de tres personas nuevas: la Princesa y sus dos hijos pequeños. Un hombre que le fuera fiel aún en la distancia. Un hombre respetuoso, que supiera dar cariño y permitiera que se lo diesen a él. Un hombre con gran sentido del humor,  y no un hastiado, desanimado  o tedioso  caballero,  más proclive  a contar historias de su pasado que a compartir las que habrían de venir.


Nuestro apuesto caballero, se quedó solo  y pensativo un rato largo, leyendo y volviendo a leer el aviso colgado en el tablón, mientras los otros señores del lugar, salieron despavoridos hacia sus haciendas. Pensaba en la tentadora oferta de una princesa que, aun siendo de su mismo país, vivía desde hacía largos años en otro muy lejano. Sopesaba cómo habría podido influir en su carácter,  los distintos  avatares  que la Princesa  vivió. Qué era lo que motivaba a una supuesta bella mujer, a anunciar a los cuatro vientos que iba en busca de un marido, de un esposo, de un compañero, de un Príncipe, de un padre.


Estaba en estas, cuando se encontró  de nuevo con el mensajero que había traído la buena  nueva.  Este, se acercó  y preguntó dónde  podía dar descanso  al caballo y a sus huesos y nuestro caballero, le respondió:


-       En  la  misma  posada  en  la  que,  si  vos  no  tenéis inconveniente,  pienso convidaros  a una jarra de buen vino y una charla amistosa.

-       Acepto encantado, -respondió el mensajero. Después de un viaje tan largo bien merece la pena un buen trago, una buena carne y un buen amigo.


Enseguida congeniaron y se encaminaron juntos a la posada del pueblo. Estaba muy cerca de uno de los dos puentes que cruzan el río y disponía de un amplio espacio de terreno, en el que las caballerías, podían pastar plácidamente hasta hartarse. Además, las cuadras,  estaban secas y acogedoras,  al resguardo  de los rigores de las inclemencias del tiempo. En otra parte del terreno, estaba la posada para viajeros, donde como había asegurado nuestro caballero, se dormía en cama caliente y con sábanas limpias y se comía y se bebía aún mejor. Después de dejar al caballo del mensajero, entraron y se sentaron en una mesa, un poco apartada del bullicio. Todos comentaban la revolución que había supuesto para ese pueblo, la llegada de esa noticia y hacían cábalas, y bromeaban y algunos infelices soñaban con conquistar el corazón de la bella y desconocida Princesa.


El posadero se acercó a ellos:

-       ¿En qué les puedo servir, señores?, preguntó.

-       Traiga  una  jarra  de  su  mejor vino, respondió  nuestro caballero.
-       Y  una  pieza  de  caza,  que  tengo  apetito!,  añadió  el mensajero.
-       Enseguida, - prometió el buen hombre.



Al instante, una joven hermosa y simpática, se acercó a la mesa, depositando lo que los señores habían solicitado. La joven, al ver que se trataba de nuestro noble caballero,  le  saludó cortésmente, mientras  hacía  un  gesto  de  extrañeza  al  no reconocer el rostro del otro individuo.


El mensajero,  se fijó largamente  en la mesonera mientras ésta se alejaba en busca de otros pedidos de otros clientes.

-       Buena moza! Joven y agradable!,  afirmó el mensajero. ¡Seguro que vos frecuentáis esta posada con asiduidad!, añadió con una mirada pícara dirigida a nuestro caballero.
-       Decidme,  mensajero,  ¿de dónde  venís?,  le preguntó, cambiando de tema y dirigiéndolo hacia donde verdaderamente le interesaba.
-       De Germania.


Por unos instantes, nuestro caballero, se quedó perplejo por la respuesta. Sabía perfectamente la enorme distancia que les separaba y por eso, le sorprendía aún más.

-       Decidme, ¿podéis describir a la Princesa? Pienso que si una Princesa, necesita anunciar que anda en busca de un esposo, debe ser porque la pobre no es muy agraciada, no?, preguntó con cierta lógica nuestro caballero.
-       No os confundáis,  señor! La belleza de la Princesa, no está en entredicho. Es hermosa, tiene un carácter afable, simpático y goza de un excelente sentido del humor. Es femenina, educada y sociable y siempre trata con cariño y respeto a cuantos se acercan a ella - respondió ufano el mensajero.
-       Pero entonces, no entiendo! ¿Dónde está el problema? ¿Porqué no es capaz de encontrar a un hombre digno de ella?, - preguntó confundido nuestro caballero.
-       Ahí está la cuestión, noble señor. Vos habéis pronunciado la palabra exacta.

-       ¿!¿
-       DIGNO, mi señor, habéis dicho digno. Vos sabéis, tan bien como yo, que gente con poder y riquezas, hay mucha. Nobles con grandes haciendas e influencias, también, pero creedme, señor, lo que la Princesa busca no es oro del que se ve, es oro del que está dentro del corazón. Y esos, son escasos de encontrar y casi siempre, los más poderosos, suelen ser los más tacaños, y a veces ruines. No, señor, no, no se confunda vuesa merced.
-       Entonces, si lo que decís es cierto, ¿cualquier  persona sea noble de cuna o no, o tenga riquezas o no, podría luchar por conquistar  el corazón  de la Princesa,  no es cierto?, -  preguntó nuestro caballero,  un poco preocupado  por la gran cantidad  de competidores que pensaba se iba a encontrar.

-       En teoría, así es, señor.

La  respuesta,  no  tranquilizó  en  absoluto  a  nuestro  caballero, que  siguió conversando animadamente con su nuevo amigo, el mensajero venido de Germania, hasta que éste hubo saciado su apetito. Hablaron de sus países, de las diferentes costumbres y usos, de las mujeres, del vino, del paisaje y de la caza.


-       ¿Cuándo  regresáis  a vuestra tierra, querido amigo?, - preguntó nuestro caballero.
-       Descansaré  un par de días en este pueblo y después partiré de vuelta, señor.
-       En ese caso, en vez de que durmáis en esta estupenda posada, os ofrezco mi humilde morada, en donde os podréis sentir como  en la vuestra, - dijo nuestro caballero mientras mantenía la mirada fija en los ojos de su amigo el mensajero.
-       Acepto  gustoso  vuestro  ofrecimiento.  Realmente,  sois generoso.

-       Bah, no se hable más!. Dejad a vuestra montura que se harte  de  hierba,  de  paja  y de  heno,  aquí  está  bien  cuidado  y acompañadme a vuestra nueva casa.


Nuestro caballero, pidió la cuenta al posadero y no permitió que su nuevo amigo, corriera con los gastos. ¡Guardad ese dinero, amigo mío, tal vez lo necesitéis en otro momento!, le dijo en un tono amistoso.


Llegaron a la casa de nuestro caballero. La sirvienta, que llevaba cuidando de su señor toda la vida, desde que era un bebé, acudió a abrirles la puerta de la casa.


-       María, acomoda a este buen amigo en una habitación y tú, ves a dormir que ya es tarde.
-       Sí señor, respondió obediente y cansada María.
-       Dormid hasta que gustéis. Descansad  y reponeos,  mi buen amigo.
-       Gracias, así lo haré. Realmente estoy rendido, - respondió el mensajero.

Y todos se retiraron a descansar.

A la mañana siguiente, no se apresuraron mucho en despegarse las sábanas. Entre el cansancio del jinete y la jarra de vino de la posada de la que dieron buena cuenta ambos amigos, se levantaron mucho después de la hora acostumbrada. No así, María, la fiel servidora y ama de cría del señor de la casa, que fiel a su costumbre, una vez hubo reposado lo necesario saltó del catre y se puso con sus quehaceres domésticos. Cuando  los  hombres  bajaron  al  comedor  de  la  casa  para  desayunar,  se encontraron con que María, ya les había preparado el pan recién hecho y había traído leche recién ordeñada. No se dieron prisa en terminar su desayuno, pero cuando lo hicieron, acordaron dar un paseo a lomos de caballo por los alrededores.


El  día  acompañaba.   Hacía  un  sol  espléndido   que,  aunque no  calentaba demasiado, por lo menos el ambiente era tibio y propicio para el paseo y la holganza. Subidos  en  sus  monturas,   cabalgaban   como  amigos  de  toda  la  vida  y conversaban de esto y de aquello. Pronto, nuestro caballero, se percató de que el mensajero, no era un simple paje al servicio de la Princesa. Sus palabras, ademanes y en general su compostura, hablaban bien de él y de una buena educación recibida. Le preguntó al respecto y el mensajero le respondió:


-       He vivido toda  mi  vida  entre  cortesanos,  rodeado  de buenas gentes con buena educación y de tanto escuchar a unos y otros, he acabado aprendiendo ciertas normas, ciertos protocolos. Mi  educación, no se basa  en los años  de escuela,  sino  en la observación de los otros.
-       Sabia postura la vuestra. Y decidme, ¿conocéis bien a la Princesa?
-       Veo que mostráis interés por ella y os seré sincero. Se puede decir que conozco bastante bien a su Alteza, aunque a ella, no le agrada ser tratada de esta forma, salvo en casos de estricto protocolo.  La Princesa,  es  una  dama  con  la  que  he  tenido  la oportunidad de compartir mucho tiempo y muchas charlas y podría decirse que sí, que he llegado a conocer bastante bien su manera de ser y de pensar.

Continuaron su paseo por las lomas cercanas al pueblo. Cuando
llegaron a lo alto de una de ellas, se sentaron en la hierba a contemplar el paisaje que se extendía a sus pies. A un lado de la colina, estaba el pueblo, partido en dos por el río que lo atravesaba.  Desde  donde  estaban,  se divisaba  el resto  del valle  y  los  pueblos dispersos por él. Siguieron  hablando  del motivo  central  que les había  unido y el mensajero, aconsejó al caballero.


-       Señor,  habéis  mostrado  un noble  interés  en conocer cuantos aspectos puedan interesaros de la Princesa, pero en ningún momento me habéis preguntado por sus tesoros, sus posesiones, sus riquezas,  sus tierras.  ¿Es que no os interesa  el dinero o el poder?


Al principio, el caballero, se quedó un poco confundido, como si no esperase la pregunta  o  aún  peor,  como  si  nunca  hubiera reflexionado  sobre  esos  asuntos. Finalmente, después de unos segundos, le respondió al mensajero:


-       Pues realmente,  no, querido amigo. Durantes  los años que estuve aprendiendo con los monjes en el Monasterio que veis allá a lo lejos, aprendí a distinguir las cosas importantes, de las que no lo son. Las importantes,  son aquellas  que permanecen  en el tiempo invariablemente. Las otras, pueden proporcionar un poder o una riqueza, pero tan sólo es temporal.  Se van con el viento en tiempos de guerras, si hay enfermedades o por un golpe de mala fortuna.   Sin  embargo,  las  cosas  importantes,   nunca  se  ven afectadas por tales infortunios.
-       Y qué cosas son esas tan importantes, para vos, que os hacen olvidar las riquezas de una dama, de una Princesa, el poder de gobernar sobre un vasto territorio, sus privilegios.


El caballero, le miró un instante a su amigo. No sabía si en la pregunta habría alguna trampa de la que no se había percatado. Tal vez, si insistía en mantener tal postura, podría ser calificado como inocente o infantil, pero en todo caso, fue fiel a si mismo y a su manera de pensar.


-       La mirada de una mujer enamorada; la sonrisa de un niño feliz;  el canto  de los pájaros  en el bosque  un día luminoso  de primavera; el abrazo de un amigo; la gratitud de otro; un beso de la mujer amada;  una misiva  de su puño y letra impregnada  de su perfume; el respeto de tu vecino; la admiración de tu contrincante en la batalla; la charla con una persona buena. Son sólo algunos pocos ejemplos, pero hay más.
-       He venido observando desde ayer que coincidimos y creo que sois un buen hombre; serio, honesto y leal. Muchos de vuestros vecinos,  se  han  apresurado  a  responder  a  la  invitación  de  la Princesa y  tienen  trabajando  a  destajo  a  sus  escribanos.  Sin embargo, vos, no dais señales de querer participar en esa lid. ¿Por qué? – preguntó intrigado el mensajero.
-       No creo ser digno de una Princesa.  Es más, es muy posible que la Princesa ni siquiera se tome la molestia de leer lo que le tenga que decir un simple caballero  como yo, que no ostenta título nobiliario, ni poder ni autoridad más allá de las paredes de su casa,   ni   tierras   ni   haciendas    importantes,    más   que   para proporcionarme un sustento digno – contestó el caballero.
-       Vos sois también un guerrero, un luchador. ¿Alguna vez habéis ido al combate sabiendo a ciencia cierta cuál iba a ser el desenlace del mismo?.
-       Nunca, - respondió. Siempre cabe la posibilidad de ser desmontado  del caballo o ser herido de gravedad,  como todo el mundo sabe.
-       Entonces, mi señor, ¿qué tenéis que perder?, ¿a qué le tenéis tanto miedo? Decidíos  de una vez y enviad a la Princesa vuestra carta. Habladle  como lo hacéis  conmigo,  con la misma honestidad,  con  la  misma  naturalidad.  Yo  mismo,  os  prometo, entregaré  en  mano   a  su  Alteza   vuestra   carta –  aconsejó  el mensajero.
-       Acepto vuestro consejo, porque sé que viene de un fiel amigo, al que hace poco que conozco, pero al que he aprendido a estimar. Antes de vuestra partida, os entregaré una carta dirigida a la Princesa.


Continuaron  su paseo  por los alrededores  del lugar,  visitando los  pueblos vecinos, en donde pararon para hacer un alto en el camino y reponer fuerzas a base de buen comer y de beber, eso sí, con moderación. Juntos siguieron durante todo ese día. Al llegar a la casa, ya cerca del atardecer,  ambos se separaron.  El mensajero, partiría al día siguiente y aunque no tenía previsto levantarse demasiado temprano, que deseaba darse un baño y descansar antes de regresar a su país de adopción, junto a la Princesa.


Por su parte, nuestro caballero,  después  de asearse convenientemente  y de cenar, se aprestó a escribir su carta a la Princesa. Al principio, dudaba cómo hacerlo, pero se acordó de los cariñosos consejos que le había dado su amigo, el mensajero, que roncaba  como  un  bendito  en el piso de arriba.  Cuando hubo  terminado  de escribirla y de sellarla, se encaminó a su dormitorio para descansar. Al día siguiente, su amigo partiría de regreso y quería despedirse de él.



El mensajero  fue, después  de María, el primero en levantarse. El baño de la noche  anterior  y el sueño reparador,  habían hecho milagros.  Se encontraba  con fuerzas para regresar al lado de la Princesa a pesar de ser un largo camino. Mientras desayunaba  abundantemente el suculento  plato que María le había preparado (“ Coma vuesa merced, coma, que aún le espera un largo viaje y necesitará estar fuerte y bien alimentado”) acompañado de uno de los mejores vinos de los que disponía el señor de la casa, éste, también se levantó y bajó al comedor. Saludó efusivamente a su amigo, no sin sentir un poco de nostalgia aún antes de su partida. Compartió con él el desayuno y juntos brindaron por su amistad, por la salud de la Princesa y por un venidero y feliz reencuentro de ambos.


-       Os aseguro,  amigo  mío, - dijo el mensajero-  que  nos volveremos a ver y a no mucho tardar.
-       Eso espero – contestó el caballero.

Al terminar, le fue entregada la carta al mensajero, para que la hiciera llegar a la Princesa. Recogió su escaso equipaje, puso a buen recaudo la carta y se encaminó a la salida. Al montar en su caballo, vio que su amigo también hacía lo propio.


-       Os   acompañaré   hasta   la   salida   del   pueblo.   Nos despediremos allí – le dijo el caballero.

Al llegar a un punto del camino,  algo distante  de las afueras del pueblo,  se detuvieron.


-       Os acompaño hasta aquí, buen amigo. Continuad vuestro viaje en paz. Os recordaré como una buena persona que el destino cruzó en mi camino. Dios quiera que nos vuelva a hacer coincidir para disfrutar de vuestra compañía.
-       Creedme,   mi   buen   señor,   si   os   digo   que   estoy plenamente convencido de que nos volveremos a ver.


Se fundieron en un largo y cálido abrazo y se despidieron.


El mensajero de la Princesa, se iba alejando cada vez más camino del horizonte. Cuando ya apenas se podía divisar su figura, el caballero volvió la grupa y regresó a su casa, a continuar con sus hábitos cotidianos.



En el Castillo donde residía la Princesa, se dio la voz de que, después de varias semanas, llegaba el mensajero sano y salvo. La Princesa, en cuanto tuvo noticia, se apresuró para recibirle y saber qué nuevas le traía. Con paso ligero, casi corriendo, salió a su encuentro apenas descabalgó.


-       Mi querido primo, ¡por fin habéis vuelto! – le dijo llena de alegría  mientras  con sus brazos  le rodeaba  el cuello.  Parecéis cansado,  enseguida  reposareis,  pero  antes,  decidme  ¿habéis encontrado entre  los  nobles  de mi tierra  a algún  candidato? – preguntó impaciente la Princesa.
-       Mi querida prima, ¡cuánto me alegro de volver a veros! Cada  día  que  pasa,  os  encuentro   más  hermosa – respondió agradecido el mensajero. ¡Tened calma! ¡Dadme aliento y reposo! Os lo ruego.
-       Claro que sí. Qué egoísta soy. Habéis permanecido en el camino semanas enteras y yo aquí, a punto de asaltaros para que me confiéis  vuestras  noticias.  Esta noche, a la hora de la cena, cuando   hayáis  reposado   un  tanto  de  vuestro  fatigoso   viaje, charlaremos y me lo contaréis todo, ¿verdad? – casi afirmó más que preguntó la Princesa.
-       Como gustéis, prima. Será mejor así. Esta noche, os lo contaré todo.


Durante toda la tarde, la Princesa se mostró impaciente. Se contuvo más de una vez de entrar en las habitaciones de su primo, el mensajero, para sonsacarle. Respetó el acuerdo de por la mañana de que sería en la cena, cuando le rendiría cuentas de su viaje. Cuando ya el mensajero se hubo repuesto de su largo y cansado viaje, se vistió con ropas más adecuadas y bajó al salón del Castillo, donde en breve se serviría la cena. Allí, se encontró ya preparada a su prima, la Princesa, radiante y expectante.

Su primo, a sabiendas de sus ansias por conocer noticias de su país, al principio jugó con ella. Comenzó a hablar de las personas con las que se había encontrado por el camino, de esta y aquella tormenta que le sorprendió en este y en aquel sitio, del riesgo que había corrido y de mil batallas, muchas de ellas inventadas como excusa para bromear y hacer chanza con su prima. Cuando  la Princesa  estaba  a punto  de estallar  furiosa  de impaciencia, fue cuando el mensajero comenzó a relatar lo que de verdad su prima anhelaba.


Empezó por describir el paisaje, el clima y las gentes que tanto deseaba volver a encontrar en el país que había dejado unos años atrás. Narró su llegada al pueblo, en donde conoció al caballero del que después, terminó siendo su amigo. Le habló, de los nobles de la comarca, de los poderosos, de los terratenientes. Le dio su opinión. Y finalmente, le habló de su amigo el caballero. Habló de su educación,  de su generosidad, de su honradez,  de su amistad. Tantas lisonjas derramó sobre él, que la Princesa se sintió irresistiblemente intrigada por él, y llegó a preguntar si podría llegar a conocerle en persona.


“Tal vez, de esta forma lleguéis a conocer mejor a este admirador”,  le dijo su primo mientras le alcanzaba la carta que su amigo el caballero le había escrito. Había cumplido la promesa de entregarla en mano a la Princesa.


La princesa, leyó la carta con atención y en silencio.

Era sencilla en sus formas, sin pretensiones. Parecía sincera y honesta. Daba la sensación de estar escrita por una persona que podría encajar con ese perfil que los sabios y los consejeros, habían determinado como el idóneo. Luego, siguió hablando con su primo. Se deshizo en elogios acerca de su ya amigo y le sugirió que entablase una correspondencia para que así, de esta forma, fuese  ella  misma  quien  pudiera  juzgar  con  mayor criterio  si sus  palabras  eran exageradas o no.


La  Princesa,  decidió  contestar  a  su  desconocido pretendiente. Dictó  a  su amanuense preferido su respuesta. Le explicó que le había gustado la carta y le contó cuál era la situación por la que estaba atravesando y cuáles sus intenciones. Después que la Princesa hubo terminado, uno de sus lacayos tomó su carta para que se la hiciera llegar al caballero. Se acordó que el sistema más rápido era el de paloma mensajera y así se hizo. En una pata de una de las palomas más veloces y resistentes, se enganchó la respuesta de la Princesa. Por primera  vez  en mucho tiempo,  tuvo  la agradable  sensación  de haber encontrado   a  alguien   verdaderamente  especial,   diferente   a   lo   que  había acostumbrado.


Pronto se estableció entre ellos, un flujo constante de cartas que iban y venían con alas. Los contenidos, cada vez eran más hondos, más intensos, más sinceros, más abiertos. Se abría ante ellos, ante la Princesa, un futuro prometedor. Parecía que el caballero con el que mantenía la correspondencia, encajaba con el tipo de persona que  más  le   atraía  por  sus  cualidades  humanas   y  se  correspondía   con  las informaciones que su primo, el mensajero, le había confesado. Tal era el interés que se habían despertado mutuamente cada uno en el otro, que finalmente acordaron encontrarse y conocerse en persona. La Princesa, en una carta, invitaba  oficialmente  a su desconocido caballero  a visitarla  en su Castillo, aprovechando la ausencia de los infantes, lo que sin duda, la liberaba de sus tareas principales  de madre.  Asimismo,  dio instrucciones  precisas para que su caballero pudiera llegar sano y salvo y no se perdiera por el camino, asegurándose de paso que frecuentara  caminos transitados  y por tanto,  con menor  peligro  de ser objeto  de salteadores y ladrones.

A medida que se acercaba  la fecha fijada para el encuentro,  la Princesa  se mostraba más inquieta, nerviosa y alterada. Cada día preguntaba si se tenían noticias de algún asalto, accidente o cualquier eventualidad que hubiera podido afectar a su caballero, ahora andante. Por su parte, él, debía de contenerse a la hora de azuzar a su montura, pues tampoco era cuestión de reventar al pobre caballo. Tales eran las ansias de encontrarse con la dama que tanto fuego había encendido en su corazón a través de sus cartas.


Cuando finalmente  se encontraron  cara a cara, el encuentro  no tuvo nada de protocolario. Ambos,  tenían la sensación  de conocerse  muy bien a través de las muchas cartas que habían intercambiado y de las emociones y sentimientos puestos en ellas. Era como si se conocieran de toda la vida, salvo en el aspecto físico. Corrieron el uno hacia el otro apenas se vieron y se entrelazaron en un cariñoso pero largo e intenso abrazo. Sus corazones estaban a punto de salirse del pecho de cada  uno. Todo  parecía  que salía, menos  las palabras.  Sobraban  las palabras. Hablaba la piel. Con los ojos algo húmedos por la emoción, se miraron fijamente, en silencio. Sonreían encantados, como incrédulos de estar allí los dos, cogidas sus manos y sin decir casi palabra.


Con la discreción que le caracterizaba, el primo de la Princesa, se acercó por la espalda de su amigo el caballero.


-       Te prometí que entregaría tu carta en mano y lo hice. Te aseguré  que no tardaríamos  mucho  en vernos  y aquí estamos. ¡Bienvenido, amigo mío!


El caballero, se volvió rápidamente al reconocer la voz y sin soltar en un primer momento  las manos de su Princesa,  miró atónito a la cara de su amigo, el otrora mensajero. Parecía no entender nada, como si fuera fruto de una burla o un engaño, pero en todo caso, feliz de reencontrarse con su amigo.



-       Te presento a mi primo, - intercedió la Princesa-. De vez en cuando me hace favores como servirme de mensajero.

Rompieron a reír los tres a carcajadas, mientras ellos, se fundían en un efusivo abrazo de hermanos.


Luego, todos juntos, se encaminaron hacia el salón principal del Castillo, donde su enorme chimenea, llevaba horas devorando leña y había caldeado la estancia.  Se les veía felices, disfrutando al mismo tiempo de su felicidad y de la de los otros. La Princesa y su primo, bromearon con respecto al equívoco del papel de mensajero que a la postre, fue casi determinante debido a la inmejorable sensación que aportó a su prima. Después de descansar un poco, cenaron. La mayor parte de la servidumbre, de los criados y de la guardia, había recibido un permiso especial con el fin de mantener en la más estricta privacidad este encuentro tan especial. Fue una maravillosa conjura a favor del amor. Tras la cena, mantuvieron una animada conversación entre los tres, hasta que las fuerzas del caballero, empezaron a flaquear debido al cansancio por el largo viaje y las  fuertes  emociones. Finalmente,  se retiraron  a sus  respectivos  aposentos  a descansar. El día siguiente, estaba plagado de compromisos.



A la mañana siguiente, según las costumbre del lugar, se despertaron de buena mañana y bajaron al salón a desayunar. Era un desayuno abundante, rico y variado, apropiado para disponer de las energías necesarias que se iban a necesitar. A esa hora, sólo desayunaron la Princesa y su caballero. El primo, se excusó. Al parecer, otros asuntos de mayor importancia requerían de su atención. Cuando dieron por terminado el copioso desayuno, comenzaron con el programa que la Princesa había planificado con el fin de, por un lado, mostrar a su caballero las bellezas del lugar y, por otro, disfrutar del mayor tiempo posible de su compañía. Se trataba de confirmar en persona lo que ya se intuía en las cartas.


Pasearon  a  pie  y a  caballo;  cogidos  de  la  mano  como  lo que  eran:  dos enamorados. Charlaron durante horas. Compartieron sus secretos y sus confesiones. Comieron   bayas del  bosque.  Bebieron   agua  del  río.  Jugaron  y  rieron  como adolescentes. Se amaron.  El tiempo voló como agua de un cesto. El día fijado para la despedida, tan temido como inevitable, les alcanzó cuando estaban en lo mejor de su encuentro. A medida que el momento se acercaba, el clima entre los amantes se iba enfriando. La tensión por la despedida  y el anticipo de semanas de alejamiento,  no eran bien asumido. Finalmente, sin remisión, el momento llegó.


En un patio del Castillo, alejado de miradas indiscretas, permanecían de pie, uno frente a otro, asidos de sus manos y con el caballo como único testigo. Los ojos de la Princesa, se humedecieron de emoción, de angustia, de ansiedad, de amor, por el hombre  al que estaba a punto de despedir  y al que no volvería  a ver, tal vez, en meses.


-       Había perdido la esperanza  de volver a enamorarme. Pensaba  que me había  vuelto  insensible,  que había  perdido la capacidad de ilusionarme, de sorprenderme. Imaginé que la idea de hombre con la que yo soñaba, era sólo eso, una idea, una quimera, algo irreal. Y de pronto, apareces en mi vida, poniéndola del revés. Convirtiendo en realidad todos mis sueños. De pronto, me siento feliz, dichosa, alegre, completa, ilusionada.  Tengo un montón de proyectos y los quiero hacer contigo. Quiero compartir el resto de mi vida contigo, con el hombre al que adoro.


Le costaba trabajo a la Princesa, articular las palabras y contener las lágrimas que pugnaban por salir. Pero se contuvo.


-       Jamás pensé que iba a encontrar a una mujer como la que siempre soñé y por supuesto,  nunca se me ocurrió que esa mujer fuera noble, fuera princesa. No sé si sabré estar a la altura, pero pongo a Dios por testigo que haré lo que sea menester para no perder tu amor.
-       No debéis temer por nada. Vos, sois mucho más noble que otros que presumen de serlo. Por eso, me enamoré.
-       Princesa, ¿me aceptáis en matrimonio?
-       Sí.



El beso fue intenso, dulce, apasionado, sincero. Eso hizo que la despedida, fuera más dolorosa.

-       Os voy a echar mucho de menos. Contaré los días hasta nuestro reencuentro.
-       Princesa
-       Decidme
-       No tengo experiencia en organizar una boda principesca


La Princesa,  soltó una enorme  carcajada,  al tiempo  que le regalaba  con la mirada más dulce y llena de cariño.


-       No os preocupéis, mi grandísimo caballero. Mi primo, sí. Por eso, hemos acordado  que os acompañe  en vuestro viaje de regreso. Así será más ameno y lo iréis organizando entre ambos. Yo confío en ambos, en los dos únicos hombres a los que aprecio de verdad.


El caballero, no ocultó su alegría al conocer la noticia de que iría acompañado por su amigo, el mensajero. Y más aún, a sabiendas de que entre ambos organizarían el enlace. Debían pensar en tantas cosas………


Se dieron un último beso con el primo de la Princesa como mudo testigo. El caballero, subió a su montura. Ambos, se encaminaron con paso lento y cadencioso, hacia la salida del Castillo. La Princesa, les acompañaba, mientras mantenía entre sus dedos los de su amado, que cabalgaba medio encogido para no perder el contacto de su mano. Al llegar a la puerta, se volvieron por última vez para saludar a la Princesa, que se había quedado atrás. Ella, alzó su mano derecha y se despidió, lanzándoles sendos besos.


Por delante, tenían un largo camino que recorrer. Toda una vida, de dicha y felicidad.