domingo, enero 24, 2021

El orgasmo mudo

Al entrar en su habitación comenzaron a desnudarse mutuamente, mientras sus bocas no se despegaban la una de la otra. Mientras él desabrochaba lentamente su blusa, con el dorso de sus manos rozaba sus pechos y sus pezones duros, provocando su respiración agitada. Entonces ella – a boca jarro- le preguntó: ¿Tú eres de los que duran mucho?

En cuanto ella se colocó a horcajadas sobre él, comenzó a demostrar sus inverosímiles habilidades amatorias. Sus caderas tenían un control absoluto de los movimientos, ora de modo frenético, ora suavemente. Ella jugaba con su verga, introducida hasta lo más profundo de sus entrañas, masajeando el glande con su vagina, controlando que no se saliera.

Él jamás había vivido nada parecido. Ahora empezaba a entender el porqué de su figura estilizada: su cuerpo sudoroso, fibroso y menudo, parecía poseído por algún espíritu endemoniado. No paraba de moverse. Él, mientras tanto, hacía esfuerzos para no defraudarla. Para ello, echó a volar su imaginación con la finalidad de que su cuerpo y su mente no estuvieran en el mismo sitio, algo muy difícil de entender en un hombre cuando tiene su cerebro metido en la vagina de su amiga.

Probaron todo tipo de posturas sin darse un respiro. Con tanto movimiento, la lubricación de la vagina y que hacía ya mucho que se le había insensibilizado su miembro, no se dio cuenta de que había perdido el preservativo. Y se lo comunicó a su amiga.

Mientras ella fue al baño a buscarlo, él se tendió en la cama. Miró el reloj que había en la mesilla de noche y comprobó que llevaban casi tres horas fornicando como si no hubiera un mañana. Estaba empapado en sudor y en todo ese tiempo no había conseguido tener ni un orgasmo. Y lo que era aún peor, tenía la sensación de que ella tampoco. Al menos, no había salido de su garganta ningún sonido que lo indicara.

No fue capaz de encontrarse el preservativo. No quedaba más alternativa que acudir a un centro de urgencias. Tras consultar el libro de su seguro privado, se dirigieron al centro en cuestión, bien entrada la madrugada. La doctora, con unas pinzas largas, tardó treinta segundos en extraer el preservativo ubicado justo al lado de las amígdalas.

Al regresar a la casa, detuvo el coche frente al portal. Ella le miró medio molesta, medio asombrada y le preguntó que si no iba a quedarse a dormir. Él respondió que no.

A la mañana siguiente, hablaron por teléfono y comentaron lo sucedido. Insistió en que le hubiera gustado que se hubiera quedado y se excusó diciendo que se sentía un poco acomplejado porque ella no se había corrido en casi tres horas. Se llevó una sorpresa mayúscula cuando ella confesó que había tenido un montón de orgasmos, que le había gustado mucho, pero que no consideraba que fuese una cuestión de chillar como una cerda cuando va al matadero.

Él, desde entonces, consideró aquello como el polvo del siglo con una muda.

 

 

jueves, enero 21, 2021

Mi mejor maestro

No recuerdo bien su nombre y desde luego de su apellido. Tal vez fuera Javier. Era un seglar, un profesor que daba clases en el colegio de curas al que acudí durante doce años.

Aunque no recuerdo su nombre, tengo grabada su imagen perfectamente. Era joven, al menos, en comparación con la media de edad de los carcamales con sotana negra que nos castigaban con las otras asignaturas. De estatura media, su rasgo característico era que la cuenca de los ojos era especialmente oscura, o eso, al menos, me pareció siempre. Llevaba el pelo cortado a navaja, vestía siempre con corbata, lo cual daba un ligero toque de color al ambiente y llevaba una cartera de cuero que, al entrar en clase, depositaba en la mesa que había sobre la tarima, a la derecha de la pizarra que ocupaba todo el frontal de la clase.

Su asignatura era Historia y su forma de dar la clase, era contar eso, una historia.

No necesitaba abrir el libro de texto para seguir, casi al pie de la letra, la lección de cada día. A veces, hasta corregía al propio libro o discrepaba del enfoque que apuntaba.

De vez en cuando paseaba por el frente de la clase, entre la primera fila de pupitres y la tarima, desde la puerta de entrada a la clase hasta las ventanas que daban al patio, ida y vuelta, con las manos en los bolsillos del pantalón, mientras iba desgranando no solamente los hechos históricos, sino el contexto general que dio lugar a esos eventos. Pintaba un cuadro con una visión panorámica. De esa forma, podías entender mejor el por qué había sucedido lo que estabas estudiando.

Cuando las circunstancias lo requerían, se subía a la tarima, cogía una tiza y escribía un cuadro sinóptico que, a modo de mapa global, mostraba los aspectos principales del tema en cuestión, con los nombres de los personajes y las fechas. Entonces no había PowerPoint, así es que, hacía lo que podía.

Yo asistía ensimismado a esas charlas, porque, en realidad, eran eso, charlas. Era como cuando de pequeño te contaban un cuento. Así eran sus clases: te estaba contando una historia, un cuento. Escuchar así la Revolución Francesa, hacía que el tiempo volase y que desearas que Javier no se marchara al llegar su hora.

Durante sus intervenciones no se oía una mosca. Hacía que todos prestáramos la máxima atención y en ocasiones, se abría una especie de turno de preguntas, como si de una conferencia o un debate se tratara, para esclarecer algún aspecto, algún matiz que hubiera llamado la atención o que no hubiera quedado claro.

No recuerdo que nunca, jamás, se alterara o llamara la atención a nadie de la clase por su comportamiento.

Seguramente, Javier, es la razón fundamental por la que me encanta la Historia. Tras doce años en el colegio, él representa uno de los escasos recuerdos más que agradables de mi paso por allí.