martes, marzo 28, 2023

La DGT y sus cosas.

Resulta que a mi amigo Ted le han puesto una multa los de la Dirección General de Tráfico. Mi amigo y su mujer, viven en un pueblo de 5.000 habitantes en Eslovaquia, pero desde hace bastantes años han decidido que los meses de enero, febrero y marzo, es bastante mejor pasarlos en la Costa del Sol, en vez de quedarse en su casa y por eso, cada año, vienen por aquí. Cada vez que vienen, por supuesto alquilan su casa y también, un vehículo que recogen y devuelven en el aeropuerto. Hasta ahí nada fuera de lo común. Lo kafkiano empieza cuando recibe una multa de la DGT por exceso de velocidad en la autovía A-45 en Málaga, por circular a 120 kms/hora cuando el límite estaba en 100 kms/hora.

Al margen de lo que luego voy a exponer, mi pregunta es ¿a quién se le ha ocurrido la feliz idea de construir una autovía y obligar a que en ciertos tramos la velocidad máxima sea la de una carretera comarcal? Pero lo mejor viene ahora.

Mi amigo Ted recibe en su domicilio del pueblo de Eslovaquia toda la documentación de la multa. Varios folios en los que se señala la infracción, cuándo, dónde, quién la ha hecho e incluso, el resultado de las pruebas técnicas a las que se sometió la cámara de fotos chivata. Todo estupendo, magnífico…pero en español. Pero eso no es lo más grave.

Mi amigo Ted decide que no se va a complicar la vida impugnando la denuncia ni esas cosas, y se dispone a pagar la multa. Y es aquí donde comienza la parte surrealista del asunto.

Mi amigo Ted con ayuda de su mujer y de los elementales conocimientos de español que tienen, leen detenidamente las instrucciones para el pago. En ellas se menciona expresamente la entidad bancaria y también se menciona que hay que hacer una transferencia a una cuenta corriente. El problema es que el banco sí aparece, pero lo que no hay por ninguna parte es una cuenta bancaria a la que poder hacer una transferencia para el pago de la multa.

Unas líneas más abajo también leen: “para más información pueden llamar al teléfono 060 o leer el código QR”.

Cuando llaman al 060, una voz en perfecto español y a la velocidad a la que hablaba el inefable Fraga Iribarne – azote de taquígrafos – les aturde y les confunde. Como es lógico y normal no entienden nada. Deciden, por tanto, intentarlo con el código QR. El problema es que no existe ningún código QR.

Llegados a este punto es cuando mi amigo se pone en contacto conmigo, me cuenta el problema y la imposibilidad de efectuar el pago de la sanción de tráfico. Y entonces un servidor empieza a descubrir lo bien pensado que está todo de cara al ciudadano.

El teléfono de información al ciudadano es un 902; es decir, un teléfono de pago que va en contra, justamente, de una nueva ley impulsada por este gobierno en la que obliga a todos los organismos públicos a abrir un cauce de comunicación con el ciudadano de modo gratuito.

Después de bucear en la maraña legal del documento, de investigar por internet y de acordarme de la santa progenitora gestante que dio a luz al engendro que dirige la DGT, descubro un teléfono, al que poder pedir auxilio.

Dispongo mi ánimo para una espera desesperante dilapidando parte de mi existencia colgado de un teléfono que, intuyo, me pondrá en línea de espera con alguna musiquita que terminaré odiando de tanto escucharla, o bien, escuchando hasta la saciedad la manida frase “todos nuestros operadores están ocupados; manténgase a la espera” o lo peor de todo: “si quiere hablar de peces pulse 1 y si es de barcos, pulse 2”. Inopinadamente, enseguida soy atendido por un ser humano, una señorita amable y encantadora a la que explico el problema (mi amigo, la multa, el banco…) y me responde con la información necesaria, es decir, un número de cuenta bancaria de 24 dígitos más el código SWIFT del banco.

Contento como unas castañuelas le comunico a migo Ted los datos. Más tarde me dice que ya ha hecho la transferencia, pero que la DGT no le ha emitido ningún recibo.

Y yo ahora me pregunto: Y todos esos extranjeros que alquilan un coche en sus vacaciones en España y les ponen una multa ¿les llegan esas multas? Porque mi amigo es legal y dio su domicilio de verdad, pero ¿cuántos hay que dan otro domicilio? Y si les llega la multa a Manchester, Frankfurt o Paris, ¿qué hacen cuando comprueban que la información que reciben no se ajusta a la realidad y que aunque lo intentan no pueden abonar la sanción?

Así es que, mucho hablar de la digitalización de las empresas, de la Administración y todo eso, pero cuando te topas con la realidad de los chapuzas que hay por ahí, la cosa es diferente a como te la quieren pintar.

domingo, marzo 26, 2023

Oficios perdidos.

Cada día en las noticias se mencionan los puestos de trabajo que incluso con 3 millones de desempleados, se quedan vacantes. Se necesitan profesionales cualificados en la construcción, en hostelería y en multitud de otras ocupaciones. Pero al mismo tiempo y en paralelo, hay una serie de oficios que van desapareciendo como algo inevitable ante las nuevas costumbres sociales.

Hoy en día a nadie se le ocurre echar en falta al afilador, ese hombre errante, que con una bicicleta adaptada a su trabajo, iba visitando los diferentes barrios de la ciudad – y localidades de la comarca -, haciendo sonar su flauta de pan y ofreciendo sus servicios para afilar los cuchillos y tijeras de las amas de casa.

Como tampoco nadie sabrá que en su día existieron los vendedores ambulantes de lana que servían para rellenar los primitivos colchones, antes de que aparecieran los de muelles.

O los puestos donde se vendía carbón para que los particulares lo usaran bajos sus camillas, en invierno, y estar calientes, aquellos que no disfrutaban de una buena calefacción central.

Hoy en día hay oficios que siguen desapareciendo poco a poco. Uno de ellos es el de zapatero.

Atrás ha quedado para la historia esos talleres repletos de zapatos de todas las tallas y colores, que esperaban para ser cambiadas las tapas, las suelas, los tacones; esas máquinas que pulían el cuero, esas colas que proporcionaban un perfume especial al local y ese hombre, con su mandil y sus manos ennegrecidas dejando reutilizables unos zapatos. Tal vez fuera la época de crisis que se vivía, la escasez económica, la imposibilidad de comprar unos zapatos nuevos, lo que obligaba a reutilizar los viejos. Reutilizar, un concepto que se ha puesto de moda mucho tiempo después.

Fuere por lo que fuere, lo cierto es que hoy en día cuando descubres un taller de reparación de calzado, normalmente lo haces al tiempo que descubres que te venden copias de llaves, de mandos a distancia, de cremas y betunes para zapatos, plantillas y demás. De hecho, estoy seguro que el tipo de remiendos de los zapatos son cada vez más escasos y menos rentables, y de ahí la proliferación de otras ofertas que nada tienen que ver con el calzado. Y todo ello porque la sencilla razón de que hoy en día nadie lleva zapatos. Hoy todos llevan – y hablo en tercera persona – deportivas.

Algo parecido ocurre con las tiendas donde se reparaban bolsos. Los bolsos, tal y como los hemos conocido, eran u complemento esencial de la mujer. Probablemente por las mismas razones de escasez económica, creció la necesidad de reparar los escasos bolsos que tenían las señoras, las pobres, se entiende. Pero hoy en día, las que todavía llevan bolso, se pueden comprar el que quieran por internet si el que usan habitualmente se ha quedado inservible. Es más barato tirarlo. Además, todas las demás, las jóvenes y no tan jóvenes, ya no llevan bolso. Llevan mochila.

Las peleterías ya no existen. No recuerdo cuándo fue la última vez que vi una. Lo que otrora fue un signo externo de riqueza, de posición social y económica, con el devenir de los tiempos y el sentimiento ecologista, llevar un abrigo de piel era la forma más sencilla para que te insultaran y llamasen asesina.

El sereno, el vendedor de hielo, la reparadora de medias, el reparador de las máquinas de coser…

Todos ellos han desaparecido o lo hacen poco a poco. ¿Quién necesita un sereno para abrirle la puerta del portal si tienes el telefonillo? ¿Quién usa medias hoy en día y si se produce una carrera, necesita remendarla en vez de comprarse un par nuevo? ¿Quién sabe usar una máquina de coser y, sobre todo, quién tiene tiempo de ponerse a ello?

La vida hace que los oficios evolucionen y algunos desaparezcan por no ser necesarios. Por eso, no nos resulta extraño comprobar cómo unos robots trabajan en la cadena de montaje de los vehículos y lo hemos asumido como natural.

Tal vez, pronto veamos que, ante la escasez de personal cualificado, comience a usarse robots como camareros o albañiles. No se quejan de las horas extras, les importa cero la actitud de los clientes, son eficaces y cobran poco.

viernes, marzo 24, 2023

Ermita de Valldemossa.

Fue hace muchos años cuando descubrí la ermita. Bueno, más que descubrirla por mí mismo, me llevaron de la mano a conocerla. Si lo hubiera intentado por mi cuenta me habría sido imposible. No había letreros, ni indicaciones, ni desvíos que indicaran la ubicación, y eso la convertía en algo secreto y confería algo de misterioso tan solo al alcance de lugareños.

A la salida de Valldemossa en dirección a Sóller debías abandonar la serpenteante carretera que bordea la costa norte de la sierra de Tramuntana y tomar un desvío, que entonces no era más que un camino de tierra. El camino continuaba sin que el intruso tuviera la más leve indicación de hacia dónde se dirigía. En algún punto del corto trayecto, la travesía se convertía casi en un sendero y se estrechaba tanto que apenas había espacio para que pasara un vehículo de reducidas dimensiones. Al final del camino se llegaba a un “cul de sac”, una especie de placita minúscula, toda ella de piedra.

Era tal la quietud que se respiraba en el ambiente que la sensación era la de haber llegado a un lugar deshabitado, desconocido para la mayoría, pero no abandonado. Sólo nosotros disfrutábamos de ese lugar. Atrás, a escasos dos minutos en coche, quedaba un pueblo normalmente apacible y sosegado, que en verano veía alterado su habitual ritmo parsimonioso, por la incesante llegada de multitud de residentes veraniegos ansiosos de disfrutar de las bondades de su clima, a diferencia de los calores de la capital. A estos veraneantes se sumaba una interminable llegada de autobuses que vomitaban a sus turistas multinacionales hacia las adoquinadas, estrechas y empinadas calles de la localidad, que se esmeraba en atenderlos y venderles toda clase de recuerdos que abarcaban desde camisetas con la silueta de la Cartuja, platos típicos decorados con la imagen de Chopin y George Sand, siurells o cintas de casetes con la música del compositor polaco.

Al bajar del coche caminamos por aquel idílico lugar acompañados tan solo por el único sonido de nuestra respiración y nuestros pasos sobre el suelo de piedra. Hasta los mismos pájaros reverenciaban con su silencio aquel placentero momento. Un pozo nos sorprendió semi escondido entre sus muros y nos invitó a probar de su agua. Era transparente y fresca, realmente reconfortante.

Finalmente, un poco más allá, llegamos a un mirador en forma de semi círculo y con un banco corrido, todo ello en piedra. La vista era espectacular. Allá abajo se veía una inmensa extensión de agua que alcanzaba hasta el horizonte. Los rayos del sol crepuscular reverberaban de una manera extraña en la superficie dando la falsa impresión de ser una bruma, al tiempo que proporcionaban una atmósfera fantasmal a la escena. Pero aparte de la belleza de las vistas, lo que me llamó la atención fue la quietud, la paz, el silencio. El mar estaba en calma. El viento dormitaba y el cielo estaba desnudo. Éramos los únicos visitantes, pero daba la sensación de que no había nadie más, ni en el pueblo, ni en el mundo.  

Me senté unos minutos en el murete de piedra a contemplar algo tan hermoso. Y, sobre todo, a sentirlo. Se podía sentir la paz. Seguro que, si me hubieran tomado las pulsaciones en ese momento, estarían en mínimos. Era un lugar especial, único y tenía algo de mágico. Aquella sensación de paz, de llegar a encontrarse con uno mismo, se me quedó grabada en lo más profundo de mí.

Muchos años después de aquella primera y hasta entonces única experiencia, tuve que regresar por un corto período de tiempo a la isla a resolver unos asuntos. En aquellos momentos, difíciles por demás, las condiciones eran muy distintas de aquellas otras de la primera vez, en todos los sentidos, pero, principalmente, en lo personal. Necesitaba encontrar un reducto de paz para recuperar algo de equilibrio interior y recordé aquella visita realizada tiempo atrás, en lo que, al parecer, había sido otra vida.

De alguna manera en mi memoria se había grabado aquel secreto desvío sin señalizar y la esquiva ubicación de ese mágico espacio de paz y sosiego. Me sorprendió descubrir que, después de tantos años transcurridos, todavía recordaba cómo llegar, pero me sorprendió aún más comprobar, una vez más, que allí era yo el único visitante. Volví a beber de esa agua fresca y translúcida con la esperanza de que me proporcionara poderes especiales. Volví a sentarme en aquel mirador de piedra mirando al mar. Y encontré justo lo que buscaba: aislamiento, paz, equilibrio interior.

Hoy, antes de escribir estas líneas llenas de nostalgia, se me ha ocurrido buscar por internet la misma ermita y lamentablemente he comprobado que ahora ha perdido ese carácter de misteriosa, desconocida y aislada. Hoy, la ermita está incluida en las visitas de algunas excursiones turísticas. Ahora, al parecer, los mismos turistas que antes se limitaban a visitar la Cartuja, pasear por las calles del pueblo y comprar algún recuerdo, ahora amplían esos horizontes y llegan hasta la escondida ermita.

Creo que con ello se ha perdido esa atmósfera de paz y quietud que ofreció tan generosamente durante tantos años.  

sábado, marzo 18, 2023

Hay cosas que envidio de los franceses.

Siempre es difícil empezar a comparar. Lo que sea, pero si además comparamos países, la cosa se complica más. Y si esos países son vecinos y con un nada desdeñable pasado de encontronazos y algunas cuentas pendientes, como España y Francia, más aún.

Enseguida surgirán las comparaciones entre los quesos, los vinos, los champañas, las carnes, la pastelería, la ropa, los diseñadores, los coches, los hoteles, las playas…y un largo y aburrido etcétera. Todo eso es discutible y cada cual puede enzarzarse en horas de estériles discusiones, pero yo hay dos cosas antes las cuales me rindo. Una de ellas es La Marsellesa.

Aunque no sea mi himno no puedo evitar que se me ponga la piel de gallina cuando en un campo de fútbol a reventar de gente, todos, absolutamente todos, se ponen a cantar un himno, que sólo de verlo y escucharlo por televisión se me ponen los pelos de punta. ¡Qué envidia! Todo un campo, miles y miles de personas cantando junto con los jugadores, el banquillo, las autoridades en el palco; todos juntos.

A pesar de las diferencias – que las hay – entre los franceses de una región y los de otra, a pesar de los dialectos que hablan, que hay varios, a pesar de todo, cuando escuchan su himno participan activamente en la ceremonia mostrando su respeto.

Aquí, no. En España desde hace tiempo se ha puesto de moda que algunos ansiosos de llamar la atención se dediquen a silbar el himno español, faltando el respeto a todos los demás para los que significa algo y sin importarles lo más mínimo su comportamiento. Lo llaman libertad de expresión. Pero lo malo es que el himno no es lo único contra lo que se lucha. En el paquete también están incluidos todos los símbolos nacionales: la bandera, la Monarquía, el ejército…

Hablaba al principio de que había dos cosas que envidio de los franceses. La segunda es esa unidad social que se dispara en momentos puntuales, como cuando se trata de convocar una huelga general. ¡Dios mío! ¡Eso son huelgas generales! Cuando en Francia alguien llama a la huelga general, en verdad, se paraliza todo el país. Y no durante un día, no. Las protestas duran semanas, a veces meses.

Me impresiona comprobar el nivel de convocatoria de unos sindicatos franceses en contraposición con los amancebados de CC.OO y UGT, que lo único que hacen es engordar sus arcas y sus buches a costa del dinero de todos aquellos que jamás les hemos votado. Así las cosas, jamás se les ocurrirá levantarse en contra de quien les está haciendo ricos, o sea, el gobierno comunista de Sánchez.

Ahora mismo, en estos días, estamos viendo en televisión unas manifestaciones multitudinarias, tanto en París como en otras ciudades de Francia, porque el gobierno ha decidido por decreto, aumentar la edad de jubilación desde los 62 hasta los 64. Las imágenes que nos muestran los telediarios nos recuerdan las de aquellas semanas de vandalismo descontrolado en Barcelona por la sentencia del golpe de estado del 1-O.

Mientras tanto, aquí, en España, los sindicatos están encantados con que la edad de jubilación se encuentre ya en los 67, que los años cotizados aumenten de los 25 hasta los 29 y permitiendo eliminar los dos años peores, aunque a pesar de todo, intuimos que las condiciones empeorarán en un futuro, todo lo cual, no parece que sea suficiente para que los sindicatos organicen manifestaciones, protestas y muchos menos huelgas generales, no vaya a ser que el gobierno se arrepienta de concederles millones y millones para mantenerles con la boca cerrada y el culo pegado a la mesa del restaurante, mientras el dinero les llega “titos Bernis” mediante.

Por eso, hay cosas que envidio de los franceses.

domingo, marzo 12, 2023

La soledad.

Hace bastantes años, charlando con un amigo acerca de no sé qué tema, me repitió una frase que él atribuía a Alejandra Vallejo-Nájera. La frase, según mi amigo, decía: “La enfermedad del siglo xxi, es la soledad”. El siglo de internet, de todos los objetos conectados, de los móviles hiperinteligentes, de las redes sociales para todas las edades y los gustos, es la era de la soledad, lo cual, parece un contrasentido. Y, sin embargo, tiene su lógica. La tecnología nos acerca a quien está lejos de nosotros, a cientos o miles de kilómetros, pero nos aleja de nuestro vecino, de nuestro amigo, de los que están más cerca.

En este tiempo largo que llevamos conviviendo con el CORONAVIRUS, hemos visto infinidad de ejemplos de personas que han mantenido el contacto a través de las redes y usando la tecnología. Esa es la parte buena. La parte mala de la historia es que las televisiones no nos han mostrado a los que no disponían de medios técnicos, o aún peor, los que no tenían a nadie con quien comunicarse.

En la ciudad de Nueva York, había docenas o cientos de camiones frigoríficos, llenos hasta los topes de cadáveres, víctimas del COVID y ninguno de ellos fue reclamado por ningún familiar. ¿Hay mayor soledad que morir, que te metan en un frigorífico como si fueras un buey y que nadie se acuerde de ti? Y eso, también ha sucedido en España, aunque no con esas dimensiones de población. Es la soledad de los olvidados, la de los últimos de una estirpe, la de aquellos que han sobrevivido a todos sus familiares, amigos y vecinos, y ya no les queda nadie con los que relacionarse. Son los que apenas disponen de lo imprescindible para poder subsistir y no tienen ni para tomarse un café con algún amigo superviviente. Son los que mueren en su casa, y años después entra la policía y descubre una momia.

Tal vez sea ese miedo a esa soledad el que determina que no rompamos la relación tóxica de pareja en la que estamos metidos y vayamos posponiendo la decisión un día y otro más. O tal vez sea ese mismo miedo el que nos impulsa a mantener cientos de relaciones a través de las redes sociales, con el único fin de tener una falsa imagen, distorsionada, de nuestra propia vida y queramos así, intentar convencernos de que no estamos solos. O tal vez sea ese miedo a la soledad el que nos empuja a iniciar una relación con alguien que en condiciones normales no entraría en nuestra vida.

Aunque a veces, la soledad te asalta, te ataca, y en ocasiones te vence. El aislamiento es la cueva en la que se refugia el que ha perdido su trabajo y lleva meses o años, subsistiendo como puede, agobiado por el peso de la responsabilidad y la frustración de no ser el dueño de su destino. No es una cuestión de orgullo, aunque lo sea en cierto modo; es una cuestión de autoestima, de confianza, de sentirse culpable de lo que no lo es, de acomplejarse, de vergüenza. Y al final, lo que en principio comenzó como un aislamiento, puede terminar en soledad.

La soledad sobrevenida como consecuencia de la muerte de nuestra pareja, del marido, de la esposa, de un hijo y por qué no, del animal de compañía que siempre deja su huella en nosotros.

¿Quién no ha acudido con ansia a comprobar el contestador automático para ver si se ha recibido alguna llamada? ¿Quién no ha abierto el correo electrónico deseoso de encontrarse en la bandeja de entrada algo diferente a propaganda y SPAM? ¿Quién no ha emprendido un largo viaje con el único fin de intentar llenar nuestra mente de nuevos recuerdos que sustituyan, en parte, los de nuestro ser amado perdido?

Pero como dice la propia Alejandra, “La clave está en que no necesitas estar rodeado de personas continuamente para no sentirte solo… La mayor soledad, de hecho, es la que se siente estando acompañado.” Y continúa: “En Reino Unido han nombrado a un cargo político que se ocupa de las personas que se sienten solas. Las últimas investigaciones dicen que en España 200.000 personas certifican no haber tenido una conversación de tú a tú, desde hace meses. La sensación de soledad es muy triste y produce trastornos múltiples.”

El tema de la soledad y su repercusión tanto en el paciente como en la sociedad, no es baladí. El Dr. Steve Cole, investigador de la Universidad de California, Los Ángeles, afirma: “La soledad no solo se siente mal, sino que también puede ser perjudicial para su salud. Las personas que se sienten solas corren un mayor riesgo de contraer muchas enfermedades, incluidas las enfermedades del corazón, la presión arterial alta y la enfermedad de Alzheimer. La soledad también puede aumentar el riesgo de muerte en los adultos mayores.

En los trabajos que ha realizado dicho doctor con sus colegas, han determinado que existe una relación directa entre la sensación de soledad y el impacto en el sistema inmunitario. Ello provoca una bajada de defensas en los enfermos y les hacen más vulnerables a ciertas enfermedades agresivas. Por ejemplo, el COVID-19.

¿Cuántos de nuestros mayores han fallecido más por soledad, por el aislamiento al que estuvieron sometidos, sin poder establecer contacto físico con sus familiares, antes que por el COVID19? Muchos de ellos pasaban la mayor parte del día confinados en sus habitaciones, sin más contacto que el que tenían con sus cuidadores. ¿Cuántos de nuestros mayores van al médico con cualquier tontería, simplemente para poder hablar con alguien?

No olvidemos que, dentro del amplio catálogo de torturas para ciertos prisioneros, figura la del aislamiento en una celda especial, donde se mantiene al individuo ajeno a todo estímulo sensorial.

Existe la tendencia a identificar soledad con edad avanzada, y es radicalmente falso. Un reciente estudio en EEUU señala que los jóvenes allí, se sienten más solos que los adultos. Tal vez sea esa la explicación a tanto video estúpido, a tanto selfie sin sentido que, en ocasiones, acaba de forma trágica. Tal vez, esa soledad, esa incomunicación, se encuentre detrás de la mayoría de tiroteos en escuelas de ese país.

¿La soledad es lo mismo que el aislamiento? No. En absoluto.

Tal y como señalan en su libro “LA SOLEDAD EN ESPAÑA”, sus autores Juan Díez Nicolás y María Morenos Páez, diferencian entre los “solos voluntarios” y los “solos obligados”. En el estudio que realizaron y publicaron en el año 2015, señalan que los “solos voluntarios” representan el doble de personas que los “solos obligados”, existiendo otras notables diferencias entre ellos, como es que, los “voluntarios” suelen ser personas en activo, mientras que los obligados, no.

«Aislamiento y soledad son dos conceptos diferentes y que ambos conceptos son diferentes de vivir solo o acompañado. Una persona puede vivir sola pero no estar aislada porque tiene múltiples relaciones sociales de todo tipo, y a su vez puede sentir o no la soledad.  De igual manera, una persona que vive acompañada puede tener pocas relaciones sociales aparte de las de las personas con las que convive, y puede o no sentir la soledad. Por tanto, conviene diferenciar esas tres situaciones y tratar de medirlas adecuadamente para poder llegar a un mayor conocimiento de en qué consiste la soledad»

No creo que haya nadie que no se haya sentido solo en alguna ocasión, al margen de si vivía o no acompañado. Porque la soledad, en el fondo, no es más que la falta de ligazón emocional con una persona o con varias.

Un fenómeno que me llama mucho la atención hoy en día, es ver a un grupo de jóvenes que supuestamente está compartiendo su tiempo y sin embargo cada uno de ellos está ensimismado con su aparatito, tecleando como un poseso y con los auriculares puestos. ¿Existe mayor grado de aislamiento que ese? Hace unos años, en la piscina de casa, había unos veraneantes británicos. Un matrimonio y sus dos hijos. Me resultó tremendamente chocante que cada uno de ellos, estaba hipnotizado con su aparato electrónico. Cada uno estaba a lo suyo, viendo una maratón de capítulos de alguna serie, videos musicales de alguna estrella de la música con trillones de visitas en Youtube y jugando a alguna clase de videojuego. Y yo me preguntaba, y esta gente se ha gastado un dinero en organizar sus vacaciones en España. Van a un lugar que tiene playa y se quedan en la piscina. Y en vez de compartir su tiempo y sus sentimientos, cada uno se pone en una esquina de la piscina y se dedica a usar su dispositivo. ¿Y para qué vienen tan lejos para hacer eso?

Anécdotas y chanzas aparte, detrás de la mayoría de la idea de suicidios entre los jóvenes, se encuentra un sentimiento de soledad.

Algunos datos a tener en cuenta para comprender mejor el alcance y la importancia de este auténtico problema de salud nacional.

«En España, hay 4,7 millones de hogares unipersonales. Dos millones de personas, mayores de 65 años, viven solas y 1,5 millones, son mujeres» ([1]).

«La soledad es el problema de exclusión más grave en una sociedad que envejece». ([2])

«Es un fenómeno generalizado y sus consecuencias son también muy diversas: cuestiones de seguridad, que te ocurra algo y nadie se entere; personas que necesitan algún tipo de apoyo y no lo van a tener... Pero, sobre todo, el tema emocional. Un tema gravísimo, que no se tiene en cuenta porque los otros son más fáciles de abordar, aunque la falta de relaciones empobrece muchísimo la vida de las personas».

«Antes nacías en una ciudad y lo normal era que vivieras en el barrio de tus padres o en el de al lado. Ahora puedes tener un hijo en Zaragoza, que estudie la carrera en Madrid, el máster en Londres y se vaya a trabajar a Alemania o a la India. El día que te haces mayor, estás solo, porque, aunque te quiera mucho, no te vas a ir a vivir con él a la India».

Cuando surgen estas situaciones, algunas personas tratan de paliarlas acudiendo a las redes sociales, bien colaborando activamente en subir videos, imágenes y recuerdos, o bien intentando conseguir “amigos”. Pero como ya dije al principio, la tecnología es un arma de doble filo.

Antiguamente, cuando te asaltaba la soledad, no te quedaba otra que vestirte y salir a la calle en busca de los amigos o parientes. Hoy, te puedes quedar todo el día en pijama y hacer una video conferencia…si en el otro lado hay alguien interesado. Por lo tanto, nos enfrentamos a un lento pero inexorable proceso de individualización, estando cada vez más solos y con relaciones menos comprometidas.

«El 20% de las personas entre 20 y 40 años tienen peligro de aislamiento social por soledad» ([3]).

¿No resulta aterrador el dato? ¿Qué impacto tiene o tendrá en nuestra sociedad?

Pero aún peor lo tienen los que sufren problemas de movilidad o directamente, son dependientes.

En España hay más de 850.000 mayores de 80 años que viven solos y muchos presentan problemas de movilidad que les impiden salir de casa sin ayuda.

Según el Informe de la asociación estatal de directores y gerentes en servicios sociales, “Durante 2020 fallecieron 55.487 personas en las listas de espera de la dependencia. 21.005 personas pendientes de resolución de grado de dependencia y 34.370 sin haber podido ejercer sus derechos derivados de la condición de persona en situación de dependencia. No fallecieron por esa causa, pero sí lo hicieron con la expectativa incumplida de ejercer sus derechos y recibir atenciones. Esto supone que diariamente fallecen más de 152 personas dependientes sin haber llegado a recibir prestaciones o servicios. Si hubiese un índice de sufrimiento, ellos/as y sus familiares y cuidadores/as ocuparían los primeros puestos”.

No hay una fórmula mágica para poder luchar contra el sentimiento de soledad. Pero al final, no puedo evitar recordar el libro de Paulo Coelho, “El Alquimista”. El protagonista emprende un largo viaje en busca de un tesoro, y el tesoro lo llevaba dentro; él era el tesoro.

Hace muchos años un amigo psicólogo me dijo que la soledad, - me refiero, claro, a la obligada- era terrible, pero que era necesaria. El peregrinar por ese desierto, como dicen que hizo Jesús hace unos dos mil años, es encontrarse con uno mismo y ese es el viaje más difícil, más duro y sorprendente que puedas tener. No todos son capaces de emprender ese viaje y no todos lo terminan como debieran. Los hay que se atrincheran detrás de algún vicio, preferiblemente, de los que les mantenga fuera de la realidad. En alguna ocasión leí “el sueño es el refugio del pobre” y es cierto. En él se acomodan los cobardes, los pusilánimes, los débiles y los que se dan por vencidos.

Al igual que el tema de los suicidios, - que no parece que a nadie le importe mucho, a pesar de las preocupantes cifras estadísticas-, hay otros asuntos relacionados con la salud de nuestra sociedad, que requieren nuestra atención y la puesta en marcha de soluciones eficaces. Los problemas derivados de la soledad, en cualquiera de sus formas, deben ser abordados sin dilación.

  



[1] David Noriega (16/06/2019) – El Diario.es

[2] Gustavo García – responsable de estudios asociación estatal de directores y gerentes en servicios sociales.

[3] Fundación La Caixa

sábado, marzo 11, 2023

El Barçagate.

El asunto llamado Barçagate no sé si habrá visto la luz, precisamente ahora, para intentar desviar la atención de otro asunto mucho más serio y que implica, de nuevo, al PSOE. Me refiero al nuevo asunto de corrupción conocido como el “Caso Mediador” o del “Tito Berni”. A mí el que me interesa es el del Barça, que tiene tela.

Cada día vamos conociendo detalles a cuentagotas de este tema de corrupción en el deporte. Un asunto como nunca antes se había conocido en un club como el Barcelona, que al parecer, ha estado pagando durante casi 20 años a Enríquez Negreira, un alto directivo de los árbitros de fútbol, con el fin de verse favorecido por las decisiones de éstos, lo que supone un adulteramiento absoluto de la competición.

Lamentablemente, a pesar de que se tiene constancia de que esos pagos se han venido produciendo desde el año 2001, debido a la nueva 'Ley del Deporte', aprobada – muy oportunamente - el pasado 31 de diciembre de 2022, establece en el artículo 112 la prescripción de infracciones y sanciones: "Las infracciones muy graves prescribirán a los tres años, las graves a los dos años y las leves a los seis meses", lo que hace inviable la persecución de los delitos más allá de los límites establecidos en el mencionado artículo. Pero aún así, el tema reviste una gravedad máxima.

Algunos se están empezando a plantear qué medidas disciplinarias puede adoptar la RFEF, o la UEFA o la FIFA, pero en realidad, el asunto va mucho más allá de un castigo más o menos puntual, un perjuicio económico más o menos severo y una degradación sin límites de la imagen de una institución. Esta continuada traición a los más elementales valores del deporte, ya han afectado a todos los equipos que se han enfrentado en competición nacional al club catalán.

Ahora se está empezando a recopilar de los archivos de los medios de comunicación ( ver aquí ) decisiones arbitrales que en su día fueron un escándalo, señalando penaltis inexistentes a favor, no señalando en contra ninguno durante 2 años, expulsando a jugadores clave de los equipos rivales por decisiones que ahora se tornan interesadas, etc. etc. etc. Las posibilidades de análisis son infinitas por cuanto un árbitro toma docenas de decisiones a lo largo de un partido y si debiéramos repasar 20 años de corrupción, las consecuencias podrían ser mucho peores que las que se vislumbran en el horizonte.

Pitar el final del partido cuando el rival del Barça realizaba un contraataque y un jugador se quedaba solo delante del portero.

Expulsar a Cristiano Ronaldo por fingir una falta, cuando en realidad, era más que probable que fuera penalti a favor del Real Madrid.

Faltas rigurosas y peligrosas contra los rivales del Barça, que supusieron la pérdida de puntos de esos equipos y, por ende, la imposibilidad de participar en competiciones europeas.

No se trata, pues, de unos pocos partidos entre los grandes del fútbol español. Se trata de miles de decisiones tomadas en cientos de partidos que aparentemente resultaban intranscendentes, pero que a la postre, significaron goles, puntos, trofeos y dinero, al tiempo que se menoscababa el potencial de los rivales. De poco les puede servir a esos equipos modestos perjudicados por los arbitrajes a favor del Barça, que ahora las instituciones castiguen a los de la Masía, ya sea apartando al equipo de competiciones de la UEFA o del modo que sea. El posible daño que se les hizo en su día ya no tiene solución, pero, de cualquier forma, hay que dar ejemplo. Esto no puede quedar en un encarcelamiento de unos directivos responsables, una multa cuantiosa o pagar unas penitencias a la UEFA o la FIFA. Si el asunto se queda en eso, estaríamos abriendo la puerta a que los equipos más poderosos, no ya de España, sino de Europa, imitaran al club catalán y terminaran por convertir este deporte en algo mucho más sucio de lo que a veces parece.

¿Recuerda el lector el robo que sufrió el Chelsea en Europa frente al Barça? ¿Acaso no fue un escándalo?

Los españoles nos acordamos muy bien de aquel árbitro egipcio en el Mundial de Corea y su comportamiento decisivo en aquel partido que nos enfrentó a los anfitriones coreanos y que supuso nuestra eliminación del torneo.

Si lo que hasta ahora se ha podido esconder detrás del velo de los errores humanos, a partir de ahora y con medios técnicos avanzados, esos errores podrían dejar de ser considerados como tales para calificarlos como sospechosos de corrupción. Por eso es tan importante que de este sucio asunto salga una lección que elimine la duda.

jueves, marzo 09, 2023

La próstata

Ahora que parece que a todo el mundo le ha dado por hablar de su sexo, de la clase de género a la que se considera adscrito y a sus preferencias más íntimas, me ha parecido conveniente hablar de un tema que hasta ahora siempre se ha llevado en secreto, como las hemorroides. Me refiero a la próstata.

El mero hecho de pronunciar en voz alta esa palabra hacía que tu interlocutor frunciera el ceño, se sintiera incómodo y en algunos casos, hasta algo escandalizado. Hablar de las interioridades de uno y hacerlo en público, siempre ha estado muy mal visto. Pero, claro, ahora se habla de tantas interioridades que, de hecho, no hacerlo de la próstata podría ser calificado de ultra ortodoxo. Ahora ya sólo hay dos categorías para todo: o eres progresista o de ultraderecha.

Hace ya muchos años le pregunté a mi urólogo de entonces para qué servía la próstata. Su respuesta me dejó algo desconcertado: “para nada”, me dijo; “para dar la lata”, apostilló. El caso es que opiniones más o menos autorizadas aparte, el cáncer de próstata entre los hombres tiene una relevancia y unas consecuencias nada desdeñables y por eso, es imprescindible prestar a dicho asunto la atención que se merece. Y yo lo hago desde hace muchos años.

Creo que fue la primera vez que acudí al especialista, o si no, de las primeras veces. Fue en el Clínico de Madrid. Todo el hospital estaba abarrotado. Los pasillos por los que circulaban pacientes y profesionales, las salas de espera de las diversas consultas, la cafetería.

Nada más entrar en la consulta de mi médico me topé con la primera e importante sorpresa: mi urólogo era una uróloga. En ese instante empecé a comprender mejor a las pacientes de ginecología atendidas por un ginecólogo.

Al traspasar el umbral de la consulta la doctora me alargó un formulario, una especie de cuestionario con el que se intentaba identificar aquellos aspectos que más y mejor definen el posible problema con la próstata. Mientras iba repasando las diferentes cuestiones del documento, hicieron su entrada tres jóvenes ataviadas con sus correspondientes batas blancas y su nombre en el bolsillo superior, lo que me hizo sospechar que eran estudiantes – todas ellas del género femenino - que estaban a cargo de la doctora. Fue entonces cuando me di cuenta de que la hoja que sostenía con mi mano derecha, comenzó a temblar levemente.

La doctora me preguntó si reconocía los síntomas descritos en el formulario que me había pasado y le respondí que sí, que todos ellos. A continuación, se volvió hacia sus estudiantes y mantuvo una breve charla técnica de nos segundos. Eso fue justo antes de que se pusiera un guante de goma, me mirase a los ojos y me dijera con una media sonrisa:

     -  Ahora es cuando viene la parte desagradable de este asunto. Bájese el pantalón, vuélvase y apoye los codos en esa camilla.

La imagen que me vino a la mente en ese instante fue la de estar en la lavandería de la prisión de Alcatraz a punto de ser brutalmente agredido por una manada de sociópatas salidos.

Lo del tacto rectal, en realidad, no fue tan desagradable como había imaginado. Lo peor de todo, fue la humillación de mostrar mis partes más desprotegidas a las estudiantes, en una posición de entrega y sumisión absoluta.

Después de la auscultación, tanto las estudiantes como yo mismo, intentamos mantener la compostura. A mí me costaba mirarlas a la cara y ellas hacían lo propio. Ellas intentaban aguantarse la risa y yo escondía mi vergüenza. Supongo que en su caso la imagen que prevalecía era la de mi trasero expuesto, lo que sin duda ayudaba al escarnio y la mofa. Es el precio que hay que pagar por no tener el culito de Brad Pitt o Mel Gibson.

Unos minutos después, cuando la consulta con la doctora había llegado a su fin, me disponía a salir del hospital y en los pasillos me crucé con las tres estudiantes que fueron testigos de mi desnudo. Crucé la mirada con la más alta de las tres – las otras dos intentaron evaporarse en el éter - y ambos, nos reconocimos, nos saludamos con un leve movimiento de cabeza y lo acompañamos todo con una leve sonrisa cómplice.

Hoy leo en la prensa que existe un sistema alternativo y más eficaz para evitar el tacto rectal. Pues muy bien para los urólogos que ya no estarán obligados a inspeccionar cavidades misteriosas y mejor aún para los pacientes que ya no verán mermada su imagen de virilidad, mientras se les obliga a adoptar posturas poco decorosas, incluso para una consulta médica. 

miércoles, marzo 08, 2023

Un viaje singular

El fin de semana prometía ser interesante. Un improvisado viaje con amigos, aunque fuera durante un sencillo fin de semana, siempre despierta emociones y alimenta la ilusión por descubrir juntos paisajes y lugares hasta entonces desconocidos. La idea era salir de Madrid el viernes por la tarde en dirección a Cantabria, para después hacer un recorrido turístico por algunos lugares emblemáticos de la costa y regresar el domingo. El plan se antojaba exigente.

Como el grupo lo formábamos seis personas se hacía imprescindible viajar en dos vehículos. Pronto comprendí que la elección que había hecho de viajar con uno de mis amigos, más que un simple error, entraba de lleno en lo que se podría calificar de intento de suicidio colectivo. Así al menos cabría calificar el modo de conducción que usaba mi amigo, que superaba el listón de conducción temeraria para adentrarse en un mero cara o cruz, en un tipo de suerte en el que lo que estaba en juego era la vida de todos los ocupantes de su Alfa Romeo 133. Si para un conductor habitual siempre resulta algo incómodo dejarse llevar por otro, en mi caso opté por cerrar los ojos, rezar algo de lo que me acordaba y ponerme el carné de identidad entre los dientes, por si pudiera servir de ayuda a la hora de identificar a los cadáveres calcinados en caso de accidente. En la primera parada que hicimos en una gasolinera, decidí cambiarme de coche y nunca regresé.

A pesar de los ímprobos esfuerzos realizados por mi amigo como aspirante a kamikaze al volante, conseguimos llegar sanos y salvos todos a Castro Urdiales. Era entorno a la medianoche y la vida en el puerto pesquero se iba apagando, pero, aun así, tuvimos suerte y pudimos encontrar un sitio en el que nos dieron de cenar. Después de cenar sólo teníamos por delante unos minutos de autopista hasta llegar a Laredo, donde habíamos reservado dos noches de hotel.

A la mañana siguiente, bien descansados y bien desayunados, comenzamos un rápido peregrinar por la costa cántabra empezando por Santoña. Nada más llegar y a pesar de que no hacía mucho que habíamos dado buena cuenta del desayuno en el hotel, a mi amigo el kamikaze no se le ocurrió otra idea mejor que “tomar el aperitivo”. Así es que, en vez de realizar un sosegado paseo por la localidad, visitar los lugares más pintorescos y hacer las fotografías de rigor, el resto de acompañantes nos vimos sentados en un bar, pidiendo unas cervezas y unas raciones, a pesar de que apenas era mediodía.

Nada más terminar de engullir el aperitivo como si nos persiguiera un asesino con una sierra mecánica, continuamos nuestra excursión por la costa camino de Noja e Isla. Al tratarse de carreteras de costa y no de autopistas pudimos, afortunadamente, disfrutar de la belleza del paisaje e incluso, en algunos momentos, detenernos a inmortalizar el recuerdo en la cámara de carrete de 36 fotografías a color.

Al llegar a Isla, una localidad por entonces desierta, el kamikaze dio muestras de una voracidad insaciable y a pesar del desayuno en el hotel y del aperitivo en Santoña, insistió en que había visto un sitio para comer que le inspiraba confianza. Y allí que nos dirigimos como borregos, sin demasiado apetito.

Al entrar en el único bar-restaurante que había nos encontramos el local vacío. Desde el otro lado de la barra, un sorprendido camarero nos miró, no sin cierta desconfianza. De repente, y sin previo aviso, franqueaban la puerta de su establecimiento seis personas, con lo que, en ese momento, el censo poblacional de la localidad, posiblemente se había multiplicado por dos. Tal vez llegara a imaginar que formábamos parte de una banda de asaltantes itinerante, toda vez que no era época de veraneantes y quedaba bien a las claras que éramos forasteros.

Después de comer muy dignamente, continuamos por la costa hasta el Faro de Ajo, un lugar aún más desierto que el anterior y en donde se apreciaba la rudeza del mar cantábrico desde sus acantilados.

A media tarde estábamos de regreso en el hotel de Laredo. Después de haber estado toda la mañana yendo de un lado a otro y comiendo como si no hubiera un mañana, me sentía hastiado, pesado y a punto de reventar. No tenía por costumbre comer tanto, ni tan seguido. Por eso, en previsión de una situación así y con el fin de aligerar la sensación de pesadez, había llevado conmigo una infusión con propiedades laxantes.

La idea del laxante tuvo una muy buena acogida entre mis amigos. Tan solo el kamikaze y su voracidad insaciable, junto con su esposa, fueron los únicos que no se sumaron a la propuesta de eliminar exceso de peso.

Sentados los seis, alrededor de la mesa en la cafetería del hotel, nos resultaba incómodo pedir al camarero sólo una tetera con agua caliente que sirviera para la infusión. Tal era el estado de saciedad que teníamos, que a ninguno nos apetecía pedir nada de comer o de beber, aparte de la infusión. Pero al mismo tiempo, ello nos producía un cierto rubor. Nos parecía inapropiado o incluso un abuso, solicitar del camarero tan solo una tetera con agua caliente, mientras ocupábamos dos mesas de una atestada cafetería. La sensación era la misma que cuando en algún momento necesitas ir al baño de un bar y para quedar bien pides un café.

Así es que teníamos por un lado una necesidad imperiosa – la del agua caliente – y al mismo tiempo queríamos quedar bien con el camarero. Y fue entonces cuando se nos ocurrió una idea que en ese momento nos pareció genial: pediríamos unos tés. Así el camarero nos traería las teteras con el agua caliente, las tazas, obviamente, y nosotros dispondríamos de todo lo necesario para beber nuestro ansiado laxante. Digo que en ese momento nos pareció genial, pero pronto comprendimos que cometimos un error de comunicación, porque el hombre en su desmedido afán por querer ir un poco más allá en el desempeño de sus funciones profesionales, nos trajo los tés ya servidos. Por tanto, no había tetera, no había tazas disponibles y nuestra idea original había saltado por los aires.

Cuando el camarero depositó sobre la mesa los tés ya servidos, nuestra cara de sorpresa dio paso inmediatamente a unas discretas carcajadas, que intentamos ahogar tapando con nuestras manos, lo que, a su vez, motivó las miradas inquisitivas de las mesas vecinas que no llegaban a entender de qué se estaban partiendo el pecho de la risa esos jóvenes. Nuestras miradas – entre lagrimones - se entrecruzaban entre nosotros sin articular palabra, lo que, por demás, ejercía un efecto multiplicador y contagioso.

Cuando finalmente y después de unos minutos recobramos la serenidad, no nos quedó otra alternativa que llamar de nuevo al camarero y explicarle, ahora sí, lo que realmente necesitábamos, dejando bien claro que, por supuesto, abonaríamos las consumiciones servidas.

He de confesar que las propiedades laxantes de la infusión dieron el fruto esperado a primera hora de la mañana siguiente, con lo que el viaje de regreso a la capital se hizo mucho más llevadero.