jueves, octubre 30, 2014

DE LIDERES, JEFES ... Y AMOS.



Literatura sobre liderazgo, líderes, métodos, sistemas y diferencias entre un buen líder y un simple jefe, hay para aburrir. Cada maestrillo – literalmente – tiene su librillo. Cada empresario, emprendedor, gerente o propietario que haya cosechado algo de fama y fortuna, ha ganado un poco más de dinero encargando a “un negro”, o sea a uno que sabe escribir, que escribiese al dictado de sus opiniones personales y decisiones, con el fin de convencer al resto de la Humanidad que si todos siguen sus pasos, pueden tener el mismo éxito. Tal vez el más famoso de todos por la repercusión que tuvo, fue Steve Jobs, unido también, a las particulares circunstancias que hicieron de su vida y de su actitud ante las dificultades, el mito en el que se ha convertido. Otro que también alcanzó el  éxito y la fama, fue Lee Iacocca, un auténtico mito en USA,  y que fue el creador del “Ford Mustang” y la mini Van de Chrysler.

Pero poco o nada se ha escrito sobre un perfil empresarial que bien podríamos denominar “EL AMO”.

Un líder, crea más líderes.

Mientras los líderes van ganando adeptos a su paso por los pasillos de las empresas, por el simple hecho de que nos regalan una sonrisa, un “buenos días”, una broma, un halago o una frase audaz que apuntamos para que no se nos olvide y poder aprender de ella; mientras el líder, nos enseña, se lo agradecemos con nuestra lealtad y nuestra admiración. El líder arrastra de manera natural a su paso. 
El líder comparte, forma, ayuda, promueve su ejemplo entre los demás. El líder cautiva, embauca, emboba, ensimisma a su auditorio. Da ejemplo y nunca exige nada que él no sea capaz de hacer o que no haya hecho ya. El líder es seguro en sí mismo y transmite esa seguridad. No lo sabe todo y por eso se rodea de personas a las que les hace ver su utilidad, su valor y se lo reconoce, confiando en sus consejos. Crea equipo y crea, sobre todo, imitadores. Se gana el respeto de sus colaboradores. Un líder, siempre va el primero, como el General Custer al frente de su 7º de Caballería.

Mientras tanto, los jefes, empujan desde atrás.

El jefe siempre utiliza a exploradores de avanzadilla, que son los que descubren a los indios emboscados, los peligros, las trampas. En definitiva, son los que se juegan la vida, con el único propósito de que el jefe y sus adláteres, se sientan seguros en retaguardia y así, poder rendir cuentas ante la Alta Dirección acerca de lo que “han descubierto, de los peligros que acechan y de los listos que son”. Un jefe, es una escabechina para una empresa. Va dejando cadáveres a su paso a ambos lados del camino y minando la confianza, la lealtad y la motivación de todos los demás supervivientes.

Para un jefe, lo más importante es rodearse de personas que sean inferiores a él o al menos, que lo parezcan y si no puede ser, él personalmente, se encargará de intentarlo. La continuación del pobre infeliz en la compañía, dependerá de la sensación de plenitud que pueda proporcionarle al jefe, su comportamiento. Si el jefe considera al subordinado que se comporta como se espera de él, es decir, como un inferior, el susodicho tendrá asegurado su futuro, al menos durante un tiempo. Si además, el interfecto, es consciente de la situación y consiente en ello, entonces entra en la categoría de pelota, en cuyo caso, hay grandes posibilidades de que su existencia sea prolongada, dichosa y fructífera a la sombra de su jefe. Y sin molestar.

Un jefe, genera seguidores.

Dentro de la categoría del jefe, cabría resaltar una subespecie a la que llamaremos EL AMO.

El amo, es aquél individuo que debido a imponderables, se ve en la necesidad de verse rodeado de otras personas para poder cubrir las diferentes áreas de su, por otra parte, minúscula organización. La empresa tiene la suficiente carga de trabajo como para tener que necesitar ayuda de otras personas, pero en este caso especial, el amo, se siente en la necesidad de tener que supervisar todas y cada una de las tareas de sus subordinados, los cuales, por el mero hecho de depender de él, adquieren automáticamente el status de súbditos.

Un súbdito, es un ser sin apenas derechos, sometido a la mera discrecionalidad del amo, y que tan sólo están apenas un peldaño por encima de la casta de los intocables de la India o los esclavos del Imperio Romano, por poner un par de ejemplos.

El amo, al igual que el jefe, necesita sentirse por encima de sus súbditos, pero en este caso, directamente les intenta humillar o menospreciar, independientemente de su auténtica valía. El amo, es el “único” capacitado para poder acometer los enormes retos a los que supuestamente se enfrenta la empresa, como por ejemplo, tardar dos meses en definir el diseño de unas tarjetas de empresa, revisar y repasar sin éxito la redacción de documentos cuya finalidad no está muy clara, sin darlo nunca por resuelto, o cambiar sistemáticamente de opinión, en relación a cualquier aspecto que se tercie, en una actitud que encajaría con el perfil de ciclotímico.

El amo, un señor feudal de nuestros tiempos, tiene una visión “de embudo”, según la cual, cualquier decisión por simple que sea, debe ser verificada, evaluada, analizada y aprobada o denegada, por él. Es una gestión personalista. Por lo tanto, el amo, es en sí mismo un bloqueador, un stopper, un estorbo, una rémora, un cáncer para su propia empresa o departamento. O sea: un tocapelotas, vamos. Aunque, por supuesto, los responsables de tales situaciones de indefinición, son siempre de los demás. El amo, responde al perfil del capitán Queeg (Humphrey Bogart), en la película “El Motín del Caine”. (WIKIPEDIA: “El capitán, está decidido a imponer una rígida disciplina en su barco. Pero los miembros de la tripulación no tardarán en sospechar de la salud mental del nuevo capitán, que se muestra neurótico e indeciso durante la contienda y temen por la seguridad del barco y por sus vidas cuando su capitán padece una crisis de mando durante un tifón”).

No existe planificación de ninguna clase, porque el amo, no necesita planificarse a sí mismo. Simplemente se rige por su propio biorritmo, por la dirección en la que sopla la brisa o la tempestad o por el último pálpito, intuición o corazonada que le haya asaltado de improviso.

El amo, se encuentra cómodo chapoteando en el fango y es ahí donde pretender arrastrar a todos los súbditos. Los que se resisten, lo tienen más duro, pero al final, el que más sufre por su fracaso, es el propio amo.

Sus decisiones – cuando las toma, que no suele ser muy frecuente – tienen menos caducidad que un yogur. El amo no usa brújula ni ningún otro sistema de orientación. Camina a la deriva, y con él arrastra al resto de su tripulación, bien atados con una cuerda. La cuerda, cumple una doble finalidad. Por un lado es un método simple y útil que impide que se escape ningún súbdito sin su permiso. Es una cordada de presos, de su exclusiva propiedad, que bailan al son que se le antoja en cada ocasión. Por otro lado, con la cuerda, tirando de vez en cuando de ella, se consigue el mismo efecto que cuando se dirige una cuadriga: azuzar al jamelgo y hacerle entender, a base de golpes, que el amo, le vigila.

El amo, no genera nada. Es como Atila: por donde pasa, arrasa. Política de tierra quemada.

Si hiciéramos una comparación entre estas tres figuras y el hipotético tratamiento a ciertos animales, podríamos decir que el líder, trata a sus colaboradores como a caballos pura sangre de carreras. El jefe, trata a los suyos como a mulas de carga y el amo, simplemente, da de comer las sobras a sus bestias…y cuando se acuerda.

lunes, octubre 06, 2014

El Grande de España



El dúplex era un piso normal, en una urbanización normal, situado en una localidad normal del noroeste de Madrid. A simple vista, nadie podría imaginar que en una de esas viviendas, vivía un Grande de España y que el propietario legal del piso de al lado, pertenecía a una familia de las llamadas de rancio abolengo y con pariente, reina, nada menos. Pero así son las cosas. O mejor dicho, eran. Caprichos del destino.

Por azares y circunstancias, quiso el mismo destino que las relaciones de simple vecindad con la familia del Grande, se fueran convirtiendo en otra de amistad. Estar invitado a comer  todos los fines de semana, era más un gesto de caridad y de cariño, que de simple vecino. A ello contribuyó en gran medida la actitud de la esposa, la más inteligente y sensata de los dos, Isabel. Así poco a poco, se fueron dando a conocer.

Lucas Álvarez del Retortillo y Benjumea, era el portador del título nobiliario. Y nada más. La clase de verdad, la inteligencia, el saber estar, el sentido común y probablemente la pasta, corrían a cargo de su esposa, Isabel, con la carrera de Psicología en Salamanca, debajo del brazo.

El bueno de Lucas, se dedicaba a las labores propias de su título nobiliario. O sea, nada. Bueno sí, hacía de amo de casa, mientras Isabel, aun a costa de ser severamente criticada por su familia y por su círculo de amistades y conocidos más cercano, trabajaba en un negocio de camisería a medida que había abierto junto con una amiga, en el exquisito barrio de Salamanca, en Madrid. Eso de las camisas, la verdad es que era un chollo, porque en más de una ocasión, caía de rebote alguna, con iniciales personalizadas y todo, lo cual, daba aun mayor caché a la prenda y a su portador.

Esa independencia y libertad de Isabel, era el origen y la causa de más de un roce en el matrimonio, no tanto por la imagen tan mundana de que la esposa de un Grande de España, tuviera que trabajar, - algo que por estos lares siempre ha sido considerado una auténtica deshonra, como bien atestigua nuestra historia. Recordemos que fue en tiempos de Carlos III, cuando el Rey, permitió de manera opcional, que los nobles españoles dejaran de ser tan menesterosos como hasta entonces, y si lo consideraban oportuno, se dedicaran a trabajar un poquito – sino por la imagen que se proyectaba del propio Lucas, que se quedaba en su casa mientras su esposa bajaba por sus propios medios a Madrid, a trabajar como una obrera, y en transporte público.

Esta situación, tan común y normal para tantos millones de hogares, en el mundo paralelo de estos individuos, estaba sólo un peldaño por debajo del escándalo.

Dada la incomodidad que le suponía esta situación, Lucas, intentaba justificar su presencia en tan plebeyo lugar y la vida tan plebeya que se veía obligado a llevar. Lo hacía, como si a los demás, nos importara algo esa justificación. Pero claro, hay que entender que en los círculos donde habita esta casta, todo tiene que ser justificado, bendecido y aceptado por el resto. A pesar de que nadie le había pedido explicaciones, digo, él intentó convencer a todos de que la razón última, había sido un serio revés financiero que había sufrido por culpa de un socio desleal, que había huido con toda la pasta, hacia un lugar desconocido. La verdad, es que tiempo después, empecé a sospechar que el que había huido con la pasta era él y esa era la razón de “esconderse” en un lugar donde nadie pudiera sospechar que viviría un Grande España.

De cualquier forma, las comidas de los sábados y domingos, eran amenas, divertidas y distendidas. Frecuentaban la casa una pareja, amigos del matrimonio, y fijos como Cristiano Ronaldo en el R. Madrid. Lucas era el encargado de preparar la comida y de iniciar la bendición de la mesa, donde además, se sentaban los dos hijos adolescentes del matrimonio.

Después de la comida, venía el café, las pastitas, las copas, el brandy y la pareja de recién casados que vivían en el piso de abajo. Él, era hijo de un alto directivo del At.de Madrid y ella, abogada, acérrima seguidora del R. Madrid. Y cuando ya estábamos todos, era cuando se empezaba a jugar al mus. Por turnos, claro, porque como había más gente que en el camarote de los hermanos Marx, no había más remedio que establecer un estricto orden. El que perdía, se levantaba y entraba la siguiente pareja.

En el momento de la despedida, sin hora predeterminada, era Isabel la que sistemáticamente invitaba a repetir el siguiente fin de semana. Así una vez tras otra y un mes detrás de otro.

Semejante generosidad, tenía que verse recompensada de alguna forma y en alguna ocasión, me ofrecí gustoso a evitar el traslado en transporte público de Isabel, desde la gran ciudad hasta su domicilio. De paso, nos hacíamos todos, un favor, porque al tardar menos, empezábamos a comer antes.

De cualquier forma, se antojaba escaso ese gesto y con motivo de un hecho especialmente señalado, consideré que estaba moralmente obligado a, por lo menos, invitarles a cenar en un restaurante. Y así lo hice. Elegí el restaurante que estaba más de moda por aquel entonces por la zona y reservé mesa, incluyendo a unos amigos míos que ellos no conocían, de Madrid.

Tanto mis amigos como, por supuesto yo, llegamos a tiempo y nos dispusimos a esperar su llegada. Estuvimos esperando y esperando, mientras el maître, nos insistía en saber si iban a venir o no, porque era tal la demanda, que necesitaba una de las mesas que teníamos asignadas. Una vez transcurrido un tiempo más que prudencial, comenzamos a cenar, con la remota esperanza de que tardaran poco en llegar.

El Grande de España, se presentó una hora y media más tarde de lo acordado, junto con Isabel y la pareja de amigos de siempre, los cuales, por cierto, no estaban invitados, pues con ellos, no tenía ninguna deuda de ninguna clase. Si bien en el restaurante no se exigía etiqueta, lo cierto es que la indumentaria con la que se presentó Lucas, contrastaba con la mayoría. Unos vaqueros sucios, los zapatos blancos de polvo, una camisa de leñador remangada, con más de medio faldón fuera del pantalón y unos ojos enrojecidos por la ingesta de alcohol desde hacía varias horas, era una imagen como para llamar la atención.

Exigió entonces el Grande de España, con voz profunda y alcoholizada, sentarse y comenzar a cenar, cuando los demás, estábamos ya en el postre. Le dije que esas no eran horas de llegar y que su mesa, había tenido que ser utilizada para otras personas. El restaurante, estaba a reventar. No cabía un alma más. Levantó algo el tono de voz protestando por lo que consideraba un desplante, molestando sobremanera a Isabel y le respondí que la hora de la cita, estaba perfectamente clara y que era inadmisible presentarse una hora y media tarde, sin ninguna razón justificada.

Se marchó protestando, mientras Isabel, en su sitio, como la  auténtica dama que era, masculló una leve disculpa. 

Y así fue como desde ese día, nunca más supe de Lucas, un Grande España, con aspiraciones de chef.