domingo, junio 19, 2016

Un día perfecto.



Mallorca. Vacaciones, sol,  mar y paella. El plan no podía sonar mejor. Pero por algo una de mis frases favoritas es “me encanta hacer planes para saber con exactitud lo que NO va a pasar”. 

Amparo y Rafa – ella abogada y él arquitecto, matrimonio y residentes en Palma de Mallorca – nos invitaron a pasar el día a la casa que los padres de Rafa tenían en el norte de la isla, en Puerto Alcudia. Un caserón con más habitaciones que un hotel, pero que ese día estaba a disposición del matrimonio. Rafa había sugerido la posibilidad de hacer pesca submarina, algo que suena bien y que parece fácil, hasta que te prestan el snorkel, las gafas de bucear, las aletas, coges el fusil y te sumerges en busca de pulpos, que según el marinero de agua dulce de Rafa, poco más o menos se suicidaban contra el arpón en cuanto te veían. 

De entrada, nada más bajar del coche, me di cuenta de que me había dejado la toalla en el asiento trasero del Ford Fiesta. Al intentar abrir, la puerta estaba cerrada y le pedí a Rafa que la abriera con la llave. Fue entonces cuando nos percatamos que, por esos extraños sortilegios del destino, las llaves seguían puestas y las puertas cerradas. Era una de las gracias del Ford Fiesta: que levantando la manija de la puerta, podías bajar el seguro del coche y cerrar la puerta. ¡Tiempos aquellos en los que no se había inventado el mando a distancia! 

Ante la constatación del problema, siguió una poco sutil y delicada discusión entre Rafa y Amparo por las consecuencias del error. Rafa intentó convencer a su mujer que era ella la que no debía haber cerrado la puerta del copiloto de esa forma. Y a su vez, Amparo, le dijo de manera educada, que el que conducía era él y que no entendía por qué había dejado las llaves puestas. Tras una sucesión de reproches, finalmente a Amparo se le ocurrió una idea que podría solventar el problema. 

    - Voy a casa a por las otras llaves.
    - ¿Y quién se queda aquí junto al coche para evitar que lo roben? – dijo Rafa.
    - ¿Tú por ejemplo? – sugirió Amparo.
    - No, no importa – terció Montse. Me quedo yo.

La idea no pareció contentar a nadie, pero lo que parecía claro era que Rafa estaba decidido a que su día de pesca submarina en busca de pulpos, no se lo iba a quitar nadie.

     -  Bueno no te preocupes, Montse – dijo Amparo a su amiga. Yo tardo 5 minutos. Pero no es plan. Tendría que quedarse Rafa.

Ver, lo que se dice ver pulpos, no vi ninguno. Bien es cierto que la infinita habilidad del bicho para camuflarse y mimetizarse con el entorno, es proverbial, pero a pesar de todo, sigo estando convencido de que allí, no había ni uno. Claro que tampoco llegué a las rocas del fondo, en donde habitualmente se suelen esconder. Aquello estaba demasiado lejos de la superficie y luego había que desandar el camino que habías bajado previamente y no era cuestión de morir ahogado por pescar un pulpo.

De hecho no vi ningún pez susceptible de tener el tamaño suficiente como para ser arponeado, y teniendo en cuenta que aquello era a pulmón libre, empecé a percibir como una soberana estupidez, eso de estar asfixiado y sin haber disparado ni una sola vez el maldito fusil. De hecho, el capitán Garfio – o sea, el arquitecto – una de las veces que salió a tomar aire se inquietó por tal eventualidad, mientras me contaba que él lo había intentado en varias ocasiones pero que los peces eran muy listos. Sea como fuere y sólo por la intención de poder decir “al menos he disparado una vez el fusil”, conseguí atisbar a lo lejos un pez, de tamaño ridículo y de mirada displicente. Me observó tan sólo un instante como pensando “y este humano qué hace con ese pincho. Va a hacerse daño o lo que es peor, va a hacer daño a alguien”. El caso es que no sé si por su mirada, su desprecio o por vergüenza marina – que no torera – finalmente apreté el gatillo del fusil y el arpón salió disparado. Fue entonces cuando comprendí que un arpón no tiene el mismo alcance que un torpedo, por muy larga que pueda ser la goma, porque en mi caso, el arpón se quedó como a cinco metros de donde estaba nadando plácidamente el pez, ajeno casi total al ridículo que estaba haciendo un servidor. No se tuvo que esforzar demasiado en hacer un leve movimiento, más por prevención de que la goma que sujetaba el arpón al cuerpo del fusil, se rompiera y por casualidad, pudiera alcanzarle. Al menos a Matrix, las balas le pasaban cerca. No era este el caso.

Como mal menor, del ridículo que acababa de hacer, sólo habían sido testigo los pececillos, que por allí intentaban disfrutar del domingo soleado, mientras un tarado con un arpón, jugaba a ser un tiburón de pacotilla. Subí por enésima vez a tomar aire e intentar rearmar el fusil, pero la tensión de la goma, era demasiado para mí. Me pareció ridículo y me empezó a entrar complejo de mariquita: ¡cómo no iba a ser capaz de tensar la goma del arpón! ¡Era ridículo! Pues sería ridículo, pero no pude. Lo tuvo que “cargar” de nuevo el arquitecto, cuando a su vez, subió a tomar aire.

Rafa estaba entusiasmado con la experiencia aunque hasta ese momento no había pescado una mierda – o sea, lo mismo que yo -. Sin embargo, se empeñó en llevar algo para la paella que su mujer, Amparo, nos iba a preparar más tarde. 

Mientras él volvía a bajar en busca de algún monstruo marino que llevarse a la boca más tarde, yo decidí quedarme en superficie y disfrutar sin más del mar y del sol. Pero el disfrute me duró poco.

De repente, noté como un picor intenso cerca de la zona de la muñeca izquierda, junto al reloj. No sabía muy bien a qué se debía pero no tardé en adivinarlo. En cuanto resurgió de las profundidades marinas el almirante, le conté lo que me había pasado y enseguida entendió lo sucedido:

    - Eso es que te ha picado una medusa. Se ha sentido atraída por el reloj.
    - ¿Medusa? – exclamé, pensando en algún monstruo de las profundidades.
    - Sí. Este año esto está lleno. Vámonos. Tienes que ponerte amoniaco cuanto antes.

Dimos la jornada de pesca por terminada, con el mismo éxito que cuando vas al casino - o sea, no sacas nada- y nos dispusimos a volver a puerto. Una vez dentro de la Zodiac, el motor se mostró algo reticente en arrancar, pero después de varios intentos, Rafa consiguió ponerlo en marcha. Aunque, lamentablemente, no tardó mucho en pararse definitivamente. 

Vaya por Dios! Parecía que el día, la jornada perfecta, se complicaba por momentos. Ja! Y todavía quedaba lo mejor.

Sin el único motor de la embarcación, sólo quedaba remar. Rafa tomó el primer relevo y aunque no parecía haber entrenado ni con Oxford ni con Cambridge, la velocidad no era mala. Además, no sería por falta de ejercicio y eso ayudaría a que la paella entrara con más ganas. Lo malo fue que al poco de comenzar a remar, una de las sujeciones de uno de los remos, se rompió. No aguantó la fuerza empleada y al no estar hecho de un material apropiado, cascó. Así es que ahora, tenían un remo para dos tripulantes, que lógicamente tendrían que compartir por turnos, so pena de empezar a navegar en círculos, por la mayor potencia que desarrolla la pala en vez de la mano. Y así lo hicimos. Mientras uno remaba por su banda con el remo, el otro lo hacía por la suya, con la mano, cambiando cada cierto tiempo, para compensar esfuerzos y rumbo. La distancia a la costa era ridícula, pero remar es duro y parece que nunca llegas.

Finalmente y después de sudar lo nuestro, conseguimos arribar a puerto, dispuestos a disfrutar lo que quedaba de mañana playera. Todavía no era mediodía y el día había dado unas cuantas anécdotas para el recuerdo. Pero aún quedaban más.

Al llegar a puerto, mientras intentábamos colocar la Zodiac en su trasportín y engancharlo al remolque del Ford Fiesta, se presentó la Guardia Civil del mar.

    - Buenos días – dijo con el saludo protocolario. ¿De quién es esta embarcación?
    - Mía – respondió el arquitecto.
    - Deme los papeles, por favor.
    - ¿Papeles? ¿Qué papeles?

Después de unos minutos de conversación con el agente y de que Rafa le hiciera saber “de quién era hijo”, finalmente acordaron que Rafa tendría que poner al día los papeles de la embarcación y presentarlos en un plazo de 10 días en el puesto de la Benemérita, so pena de multa y posible incautación de la misma.

Al llegar al coche, pudimos observar varias cosas: 

    a)  Que las llaves, ya no estaban donde se las había dejado olvidadas Rafa, lo cual hacía indicar que Amparo, había conseguido el segundo juego de llaves.
      b)   Que había un cristal roto.
      c)   Que mi toalla de baño, no estaba.

Dadas las circunstancias y habida cuenta de que al parecer en aquel lugar había gente capaz de romper un cristal de un coche para robar una maldita toalla, parecía más prudente no dejar la Zodiac enganchada al remolque, - tal y como era la idea original - no fuera a aparecer alguien con ganas de llevarse todo: el coche, la Zodiac y la toalla.

    - Joder, macho. No lo entiendo – exclamó Rafa como aturdido. En la vida me ha pasado nada parecido. Aquí era un sitio donde incluso muchas veces hemos dejado el coche abierto y nunca ha pasado nada. Y hoy, me rompen un cristal y se llevan tu toalla.

   - Bueno, hombre, tranquilo. La toalla era normal, no llevaba música incorporada. Lo peor es el cristal del coche. ¡Coño! También tiene gracia – por decir algo – que antes no hemos querido romper el cristal para coger las llaves y evitar el viaje a Amparo y ahora, tenemos el cristal roto.

Fui en busca de nuestras respectivas, para ponerlas al corriente de todas las peripecias que nos habían sucedido y sugerirlas – más bien, convencerlas – que visto lo visto, lo mejor era dar por terminada la jornada de playa y encaminarnos a casa, tomar un aperitivo mientras se hacía la paella y después dar buena cuenta de ella, acompañada de un buen cava, bien frío. Creo que lo del aperitivo fue la clave. Eso y todo lo que había pasado hasta entonces.

Después de ducharnos y ponernos cómodos, sacamos a la espaciosa terraza con vistas al mar, la paella, el butano, el arroz, los tropezones, el aceite, la sal y todo lo necesario para hacerla. Además, también nos servimos unos aperitivos y para no andar mezclando bebidas, empezamos a darle al cava, bien frío.

Sea por lo razón que fuere, a Amparo, valenciana de pro – que hasta en el nombre, lo lleva marcado – ese día la paella le salió mal. La cocina – como el fútbol – es un estado de ánimo y ese día, todo había salido mal, empezando por la estúpida discusión sobre las llaves del coche.

Si no hubiera sido por lo de las llaves, la picadura de la medusa, la avería de la Zodiac, tener que remar media hora para poder regresar a puerto, la multa de la Guardia Civil del mar, el cristal roto del coche, el robo de la toalla, y la mierda de la paella, la verdad es que el día habría sido perfecto.