domingo, mayo 07, 2017

Odio a muerte el bricolaje



Según el conocido aforismo griego “conócete a ti mismo”, yo soy plenamente consciente de mis limitaciones en cuanto a manualidades se refiere. El Señor, nuestro Dios, no me ha llamado por el camino de los trabajos manuales. De cualquier tipo.

Este convencimiento, que tiene bastante de herencia genética, me viene de mis primeros años de infancia, cuando en el colegio de curas al que acudía cada día para sufrir tortura psicológica, represión y acoso, recibía clases de manualidades. Los materiales eran diversos: unas veces plastilina, otras un simple papel y otras una vulgar botella de vino casero, que convenientemente pintada de amarillo y sometida a fuego, daba la sensación de ser un dálmata con ictericia y con sus pintas negras, o ser el anticipo del caballo de Pipi Langstrum.

Los intentos de bucear en los insondables misterios de la papiroflexia, terminaban inexorablemente, en un gurruñigo de papel, de formas irreconocibles y por supuesto, sin ningún parecido con el modelo que se pretendía imitar, que no era otro que el que el cura de turno había elegido.

Después de la constatación del nuevo fracaso, era el propio cura - el hermano Alberto - el que promovía el descojone general del resto de la clase, en un ejercicio poco educativo que tuvo sus consecuencias. Y es que con un entrenamiento exhaustivo en esos campos de batalla, tales como afrontar el ridículo al que uno se exponía o le exponían, al cabo del tiempo acabé desarrollando una total indiferencia acerca de la opinión que todos los demás pudieran tener de mis acciones, decisiones u opiniones. Y aún me dura.

En otras ocasiones, el ejercicio trataba de realizar una figura con yeso, y con un molde en plastilina. Habida cuenta de que no existía una planificación previa sobre qué tipo de figura había que diseñar, ni tampoco se nos había informado acerca de cómo diseñar un molde para que luego la figura fuera reconocible, servidor - presionado por la improvisación - cosechó otro sonoro descojone general de la clase, promovido - una vez más - por el Picasso de turno que, vestido con su sotana negra, se suponía que nos enseñaba manualidades.

Ni qué decir tiene que las clases de dibujo, constituían un suplicio más, en las se confirmó que podría resultar mucho más peligroso con un lápiz que con un puñal.  Daba igual que el dibujo fuese artístico o lineal. Tal vez, si esas clases se hubieran producido en un tiempo posterior, mis obras pudieran haber sido calificadas de naïf, arte abstracto o vaya usted a saber qué. Pero por entonces, la nota del insigne artista era un suspenso tras otro, sempiterno y asumido. Semana tras semana, año tras año.

Con semejantes antecedentes, es fácil comprender que los trabajos manuales y el bricolaje no hayan formado parte nunca de mis aficiones predilectas. A nadie en su sano juicio le apetecería comprobar una y otra vez, su incapacidad manifiesta para tales menesteres y la constatación de su predecible fracaso. Aún así, las circunstancias me han empujado en ocasiones a tener que afrontar este tipo de situaciones, con la mejor de las predisposiciones y la máxima hidalguía.

Así, por ejemplo, cuando disfruté de mi primera vivienda en propiedad, me dispuse a realizar las tareas más simples del nuevo hogar. El primer reto, era colocar el porta rollos de papel higiénico en el baño. Para semejante y descomunal obra, me hice acompañar de un experto en manualidades. Un tío que, entre otras cosas, dibujaba como Miguel Ángel y además, tenía un taladro. Era mi amigo Enrique.

Una vez elegida la zona del baño y aplicada toda la ciencia que el cerebro de dos hombres fue capaz de diseñar para semejante obra, Enrique tomó entre sus manos el Black & Decker y comenzó a perforar el ladrillo. Al cabo de unos breves segundos, Enrique comprobó que a pesar de realizar una fuerza considerable sobre la máquina, ésta no continuaba avanzando hasta donde era necesario para introducir los tacos.

Al sacar la broca, los dos expertos en manualidades se sorprendieron mucho del intenso color rojo que tenía, y que parecían los restos del ladrillo de la pared. Pronto Enrique, se percató al tocar la broca, que eso de color tan intenso no era ladrillo. Era más bien la temperatura que había llegado a alcanzar la broca al chocar con una viga maestra de acero.

Inmediatamente después del grito y de unos cuantos juramentos en arameo, procedió a introducir el dedo bajo el grifo del agua fría, como vano intento de evitar la ampolla que finalmente le salió en la yema del índice.

La cosa prometía: primer agujero, viga maestra. No estaba nada mal.

Podría seguir y seguir detallando ejemplos que atestigüen mi incontestable incompetencia a la hora de hacer trabajos manuales, pero terminaré por relatar mi - por el momento - última experiencia del sábado pasado. O sea, ayer.

El reto, era doble. Para chulo, yo.

Por un lado, se trataba de colocar un manto de césped artificial en una terraza de unos 20 metros cuadrados. Y por otro, montar unos muebles de jardín, que por supuesto, venían con la consabida llave Allen.

A pesar de que la terraza tiene una forma rectangular y sin demasiados recovecos, manejar una única pieza de 20 metros cuadrados de césped artificial, no es tan fácil. Al menos, para in inútil confeso.

Una vez que el vendedor ha conseguido plegar la pieza con ayuda de un compañero, la cosa es tan sencilla como introducirla en el asiento de atrás del coche, ya que en el maletero, no entra ni de coña.
Después que llegas a tu destino, sacas el mogollón que tienes doblado, lo llevas hasta el ascensor y lo subes a casa, comienzas a preparar la terraza. Que si aparta la mesa y las sillas que hay. Que si barre. Que si friega. Que finalmente pones la pieza en la terraza y empieza la ingeniería.

¿Por dónde corto? ¿Cómo lo ajusto? ¿Cómo lo fijo? ¿Y si me paso al cortar con el cúter? La sombra del fracaso, del “ya la has cagado, otra vez”, inunda tus más íntimos pensamientos.

Después de varios tajos aquí y allá, de ir recortando y recortando, ajustando, midiendo y recolocando; después, de varias horas en cuclillas - ni se te ocurra ponerte de rodillas porque el césped se vuelve como las espinas que le pusieron a Cristo - la cosa finalmente, parece que tiene buen aspecto. Hombre, hay alguna esquina que parece que la ha cortado un loco en pleno frenesí, pero esperas que nadie vaya allí a realizar una inspección de calidad ni a darte un título de profesional cualificado. Es entonces cuando haces un alto en el camino y decides comer algo.

Mientras estás en el sofá, baldado como un apaleado, empiezas a pensar en el siguiente reto que te espera después: el montar los muebles con la llave Allen y la hoja de instrucciones. Y te empiezas a preguntar si serás capaz de no tirar las sillas por la terraza, en un típico arrebato de tu discutible paciencia, de no cagarte en el maldito chino que probablemente inventó ese sistema y sobre todo, si serás capaz de no perder el conocimiento de puro cansancio, porque todavía te queda un montón de escorzos por hacer y antes de empezar, ya estás fundido.

Terminas de comer - ligero, para evitar que tengas que vomitar después - y te pones con los muebles y su desembalaje. Comienzas a esparcir todas las piezas, los tornillos, las arandelas…

Ya entrado en materia, empieza el suplicio de verdad. Las piezas que supuestamente han sido fabricadas por la misma empresa, muestran una dificultad casi insalvable a la hora de hacer coincidir los agujeros por los que deberían entrar los tornillos y sus arandelas. Cuando sale en la tele el del bricolaje, todo le encaja al milímetro y todos los tornillos y las tuercas y los tirafondos, entran como con vaselina. Y tú estás, ahí, en la terraza, con el sol dándote en la espalda, después de comer, sometiendo el cuerpo a torsiones inverosímiles con el fin de intentar descubrir por qué coño el maldito tornillo no coincide con el otro.

Y entonces decides, aflojar todos los tornillos que previamente - y con tanto esfuerzo - habías apretado, para reiniciar el proceso una vez más. Y al final, hay un agujero o dos, que resulta imposible atornillar, bien porque los tornillos no alcanzan a cubrir la distancia que los separa, o bien, porque están tan descolocados que es imposible hacerlos coincidir.

Y repites la operación con el segundo sillón. Y te vuelves a cagar - en silencio y para tus adentros - en el hijo de Satanás que ha fabricado esa mierda. Y vuelves a desmontar lo que previamente habías montado. Y vuelves a desistir de poner ciertos tornillos en ciertos agujeros porque no es posible.

Y finalmente, ya sólo te queda el sofá. Que es igual que los otros dos, pero el doble de grande. Con la experiencia acumulada, ya consigues montar sólo una vez el mueble, sin tener que desmontarlo. Pero nadie te libra de no poder instalar todo los tornillos otra vez, debido a esa deficiencia de fábrica.

En resumen: en vez de montar dos sillones y un sofá, has montado unos 4 o 5 sillones y un sofá.

Cuando terminas, la verdad es que la terraza parece otra, pero tú también. Y es entonces cuando te sientas en el sofá del salón y descubres que te duelen músculos que no sabías que tenías, que hacía tiempo que no usabas y que por supuesto, no sabes cómo se llaman. 

Has empezado a eso de las 11 de la mañana y son las 20.30. Y todavía tienes que hacerte 50 kilómetros para llegar a casa y a ser posible, ver el resumen de Estudio Estadio para ver el 0-4 del Real Madrid al Granada. Y resulta que como hay un partido de tenis femenino que se ha ido al tercer set, el resumen te lo ponen cuando ya empiezas a perder el conocimiento en el sofá. 

La terraza ha quedado preciosa, pero yo odio a muerte el bricolaje.