sábado, enero 13, 2024

La sala del cine.

Aterrizar en una nueva empresa siempre conlleva algo de estrés, nerviosismo y bastante incertidumbre. Asumir nuevas responsabilidades, enfrentarte a un nuevo jefe, una nueva cultura de empresa, tus nuevos compañeros, siempre proporciona una mezcla de curiosidad y reto. Y en esa fase estaba yo cuando comencé en mi nueva etapa en otra empresa multinacional.

Mi aterrizaje podría decirse que fue casi de emergencia. Un lunes estaba firmando el contrato y ese mismo jueves tenía que hacer una presentación a un cliente al que la empresa pretendía venderle un producto de los que comercializaba. Un producto, basado en una tecnología de la que nunca antes había oído hablar, y que, por tanto, no conocía absolutamente nada. Y, sin embargo, debía realizar un compendio de virtudes y aspectos positivos con el fin de terminar de convencer al cliente para que lo comprase. Si en algún momento había acometido un reto, ese, sin duda, era uno bien grande.

En esos escasos días transcurridos entre la firma del contrato y la visita al cliente, me dieron un manual y sobre la marcha fui construyendo la presentación al banco con transparencias – entonces todavía no se había puesto de moda el Powerpoint-. Antes de ir a visitar al cliente, lo repasó Miguel – que era el segundo de a bordo en el departamento - para ver si había metido mucho la pata y corregirlo a tiempo. Llegado el día señalado, Miguel me acompañó a la presentación y no debí hacerlo muy mal del todo, porque finalmente, el cliente – que ya estaba medio convencido – terminó por adquirir el producto. En el turno de preguntas, capeé como pude al toro y en algún caso, intervino Miguel con su capote. Prueba superada. No está mal para empezar desde cero en una empresa multinacional.

De todas formas, por mucho que me quisiera colgar alguna medalla – que tampoco era el caso – no dejaba de ser el nuevo. Y lo que era más importante, no sabía nada de esa tecnología y debía aprender lo más rápido posible. Por eso, a pesar de que la empresa había implantado el horario de verano y mis nuevos compañeros se iban religiosamente a las 15.00, yo me quedaba en la oficina con la intención de ir ganando tiempo y ponerme al día lo antes posible.

Aunque mis compañeros, la verdad, es que no se marchaban todos. Ellos se organizaban para que siempre se quedara alguno y así poder cubrir las posibles contingencias que pudieran surgir en algún cliente. No en balde, el departamento era de asistencia técnica y se trataba de productos informáticos complejos y sofisticados, y los clientes eran de primerísimo orden. O sea, que en caso de que a alguno le surgiera un problema, no entraba dentro de los planes eso de “llame usted mañana a las 09.00”.

Mientras, estaba enfrascado en descifrar el ingente volumen de información - en perfecto inglés, por supuesto - que me estaba metiendo entre pecho y espalda, a base de manuales gordos como muros de piedra, y con idéntica transparencia.

Por aquellas fechas, se jugaba el Mundial de fútbol en Italia (1990). Mis compañeros, aprovechaban su horario de verano y salían disparados de la oficina, bien a su casa o bien si el partido lo requería, al pub más cercano, para verlo mientras comían. Pero hubo un día en especial en el que me pareció que aquel departamento, en el que trabajaban una docena de personas - más lo destinados en casa de los clientes - estaba en un silencio inquietante. Los demás días siempre escuchaba a algún compañero mantener una charla con su cliente sobre cualquier problema o algún teléfono que sonaba. Pero ese día no se escuchaba nada. Parecía como una película de suspense en la selva cuando todos los animales guardan silencio y se masca la tragedia.

Me levanté de la mesa que ocupaba, enfrascado en mis manuales, y me dirigí a la mesa de la secretaria del jefe. El jefe no tenía horario de verano y ella, tampoco, por ser su secretaria.

-          Oye, ¿no hay nadie? Es que no se oye nada – comenté extrañado.

-          Están en el cine – respondió como si fuera la cosa más normal del mundo.

Yo me callé, no dije nada, y pensé que me estaba gastando la típica broma al nuevo y me volví a mi sitio.

Al cabo de unos minutos, fue ella la que se acercó a mi mesa y viéndome solo, en toda la sala, metido entre manuales y con aspecto de tener dolor de cabeza, me preguntó:

-          ¿Has ido a la sala del cine? ¿Buscabas a alguien?

-          Pero lo del cine, ¿no iba de coña? Pensé que era una broma.

-          Nooo, ¡qué va! Están todos allí viendo el fútbol.

Entonces fue cuando me convencí de que efectivamente, me estaba vacilando. Y me lo debió de notar ella en la cara y entonces dijo:

-          ¿No sabes dónde está? Está enfrente, en Marketing.

Mi cara debía ser un poema. Tanto que, la secre, apiadándose del novato, me dijo:

-          Ven conmigo. Te voy a enseñar donde está.

Aunque sólo fuera por curiosidad, no podía negarme a acompañarla, aunque al final, fuera toda una broma. ¡Qué le iba a hacer!

Traspasamos la puerta del departamento de marketing y a escasos metros, a la derecha, había otra puerta cerrada, tras la cual, pensé que no había nada porque nada se escuchaba. ¡Nada más lejos de la realidad!

Mi compañera abrió la puerta y ante mis ojos apareció un mundo que ni soñado por Alicia en su país de las maravillas. La sala, - de dimensiones considerables - estaba presidida por una pantalla de tamaño casi igual a la de un cine convencional. En ella se proyectaba un partido de fútbol de la selección española, que la enfrentaba a la desaparecida Yugoslavia, mientras un nutrido grupo de compañeros– alrededor de unas 50 personas, de los cuales no conocía a ninguno - estaba disfrutando del partido.

Al abrir la puerta, la sala, que tan sólo estaba iluminada por la luz de la pantalla, se inundó de luz y los que se encontraban más próximos a la salida, se volvieron para investigar quién era el que les perturbaba.

No salía de mi asombro. No era capaz de pronunciar palabra alguna. Tan solo acerté a pensar: “Dios mío, como se entere el director de esto”. La secre, al ver el estado de shock en el que estaba sumido, acertó a pronunciar las palabras adecuadas:

-          Mira, te presento a José Ignacio Salcedo, el Director General de la empresa.

La cuestión que me acababa de plantear ya estaba resuelta. El jefe era el primero que estaba allí viendo el fútbol, en la sala del cine.

-          José Ignacio, este es un nuevo compañero, que se acaba de incorporar con nosotros en el departamento.

-          Encantado, ¿cómo estás? – me dijo el jefe -. Bienvenido, hombre. Mira, creo que por allí hay un sitio libre. Siéntate por allí.

Aún no había salido de mi asombro. Apenas pude pronunciar palabra alguna. Si me hubiera abducido una nave extraterrestre y me hubiera tirado en Saturno, no estaría más sorprendido.

Me dirigí hacia la zona donde el director general me había indicado que había un hueco y me senté dispuesto a integrarme cuanto antes en la nueva cultura empresarial de la multinacional en la que llevaba apenas un par de semanas.

Yugoslavia, nos ganó ese partido 2-1. Eran otros tiempos para el fútbol. España, quedó apeada del mundial en octavos. A mí, tardaron más tiempo en apearme.