Al entrar en su habitación comenzaron a desnudarse mutuamente, mientras sus bocas no se despegaban la una de la otra. Mientras él desabrochaba lentamente su blusa, con el dorso de sus manos rozaba sus pechos y sus pezones duros, provocando su respiración agitada. Entonces ella – a boca jarro- le preguntó: ¿Tú eres de los que duran mucho?
En cuanto ella se colocó a horcajadas sobre él, comenzó a demostrar sus inverosímiles habilidades amatorias. Sus caderas tenían un control absoluto de los movimientos, ora de modo frenético, ora suavemente. Ella jugaba con su verga, introducida hasta lo más profundo de sus entrañas, masajeando el glande con su vagina, controlando que no se saliera.
Él jamás había vivido nada parecido. Ahora empezaba a entender el porqué de su figura estilizada: su cuerpo sudoroso, fibroso y menudo, parecía poseído por algún espíritu endemoniado. No paraba de moverse. Él, mientras tanto, hacía esfuerzos para no defraudarla. Para ello, echó a volar su imaginación con la finalidad de que su cuerpo y su mente no estuvieran en el mismo sitio, algo muy difícil de entender en un hombre cuando tiene su cerebro metido en la vagina de su amiga.
Probaron todo tipo de posturas sin darse un respiro. Con tanto movimiento, la lubricación de la vagina y que hacía ya mucho que se le había insensibilizado su miembro, no se dio cuenta de que había perdido el preservativo. Y se lo comunicó a su amiga.
Mientras ella fue al baño a buscarlo, él se tendió en la cama. Miró el reloj que había en la mesilla de noche y comprobó que llevaban casi tres horas fornicando como si no hubiera un mañana. Estaba empapado en sudor y en todo ese tiempo no había conseguido tener ni un orgasmo. Y lo que era aún peor, tenía la sensación de que ella tampoco. Al menos, no había salido de su garganta ningún sonido que lo indicara.
No fue capaz de encontrarse el preservativo. No quedaba más alternativa que acudir a un centro de urgencias. Tras consultar el libro de su seguro privado, se dirigieron al centro en cuestión, bien entrada la madrugada. La doctora, con unas pinzas largas, tardó treinta segundos en extraer el preservativo ubicado justo al lado de las amígdalas.
Al regresar a la casa, detuvo el coche frente al portal. Ella le miró medio molesta, medio asombrada y le preguntó que si no iba a quedarse a dormir. Él respondió que no.
A la mañana siguiente, hablaron por teléfono y comentaron lo sucedido. Insistió en que le hubiera gustado que se hubiera quedado y se excusó diciendo que se sentía un poco acomplejado porque ella no se había corrido en casi tres horas. Se llevó una sorpresa mayúscula cuando ella confesó que había tenido un montón de orgasmos, que le había gustado mucho, pero que no consideraba que fuese una cuestión de chillar como una cerda cuando va al matadero.
Él, desde entonces, consideró aquello como el polvo del siglo con una muda.
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