Desde que surgió lo del COVID, no he dejado de hacerme preguntas. Preguntas que, en la mayoría de los casos, se mantienen después de escuchar algunas respuestas.
Para empezar, ya es significativo que no se tenga la certeza de cuál es el origen de esta pandemia. De todas las demás que ha padecido la humanidad, siempre se ha sabido, independientemente de que se haya sabido atacar con los medios al alcance, mejor o peor, pero se conoce su origen. En esto del COVID hay un sospechoso (China) que no tiene demasiado interés en aportar pruebas de su supuesta inocencia y que le importa cero patatero que se siga sospechando de ellos. Es como si pensaran “yo ya he cubierto mis objetivos y a mí que me quiten lo bailado”.
La falta de información veraz, se sustituye por la circulación de rumores, y en este sentido, este asunto ha sido prolijo en ellos. El interés de las autoridades por ofrecer una explicación plausible y aceptable, ha sido inversamente proporcional a la credibilidad de las mismas, atribuyendo el origen de la pandemia a cualquier especie animal, desde pangolines a murciélagos, siempre y cuando se excluyera a la especie humana y en concreto, a los chinos.
Inmediatamente después de comprobar la velocidad sideral a la que se transmitía el virus y su índice de mortalidad, la primera pregunta que me hice fue: ¿cómo es posible que afecte, básicamente, a los ancianos y personas mayores? Parecía como si fuera un siniestro plan diseñado para eliminar a una parte de la población mundial que ya no produce y que supone un gasto en atenciones sanitarias y presupuestarias.
Más tarde comenzó a hablarse de las vacunas. Las vacunas, se han convertido con el bombardeo constante de los gobiernos y sus medios, en el auténtico bálsamo de fierabrás. Se nos intentó convencer que era la solución final, la última, algo con lo que podríamos estar tranquilos. Fue entonces cuando un problema de salud se convirtió en una cuestión matemática, estadística. Había que convencer a la población que las vacunas eran buenas y se hablaba de probabilidades de contagiarse con el virus, o de sobrevivir si no te vacunabas. Luego, cuando surgieron los primeros fallecidos por culpa de esas vacunas, volvieron a usar las estadísticas para convencer que si te vacunabas tenías el 0,00000000001 % de probabilidades de contagiarte, pero que, si no lo hacías, el factor se multiplicaba por x. El truco era NO ser ese “1”.
Y yo me preguntaba: ¿Y quién ha proporcionado estos datos, las farmacéuticas? ¿Se pueden contrastar?
Al comienzo de la pandemia hubo varios líderes políticos que fueron infectados por el virus. Parecía, dado el índice de mortalidad para el resto de los mortales, que ellos serían los primeros. Recuerdo a Bolsonaro, Trump, Macron, Putin, Boris Johnson, y en España media mesa del Consejo de ministros y alguno más. No había vacunas. Tan sólo se podía proporcionar un cóctel de medicamentos entre los que sobresalía la Hidroxicloroquina. Milagrosamente, ninguno de los mencionados murió ni le han quedado secuelas, al menos conocidas (lo de Irene Montero es prenatal).
Y aquí viene una de mis preguntas: Si ese cóctel funcionaba, ¿para qué las vacunas?
Ahora descubrimos que los primeros que murieron en su día por la falta de vacunas, son los mismos que están muriendo, cuando ya estaban completamente vacunados. Ahora, al parecer, estamos respondiendo a una de las dudas que surgieron al inicio de la vacunación: ¿cuánto tiempo dura la vacuna? ¿es para siempre, hay que vacunarse de forma periódica? ¿es eficaz contra todas las variantes?
Tras la carrera de “canon ball” en que se convirtió la búsqueda de vacunas, llegó el diseño y estrategia de la aplicación de las distintas vacunas, en diferentes países. Por supuesto, todos sacaron pecho y levantaron el dedo gritando “yo, prime, seño, yo prime”, intentando demostrar que ellos eran los más listos y los más capaces.
En la negociación de compra/venta de millones de dosis a los 7.000.000.000 de habitantes de la Tierra, a los europeos nos tocó depender – afortunadamente – de la UE.
Mientras, en España, el filósofo responsable del Ministerio de Sanidad y un inútil que no fue capaz de aprobar el MIR, sumían a la población española en el más absoluto desconcierto, hablando de la nula incidencia que la pandemia tendría en nuestro país, de la inutilidad de las mascarillas, del inexistente consejo de expertos compuesto por un único gilipollas y de las sucesivas y contradictorias medidas supuestamente encaminadas a luchar contra la pandemia, incluido el encarcelamiento ilegal de toda la población en sus domicilios y la imposición de millones de multas, igualmente ilegales si te saltabas las normas. Más tarde, ese mismo gobierno, con una funcionaria distinta al frente de Sanidad, se subió al carro de “las vacunas son la solución”. Y entonces fue cuando el caos más absoluto y la confusión máxima, se adueñaron de la población. Para ser vacunado, todo dependía de tu edad, de tu profesión, de tu C.A. y de no se sabe cuántos parámetros más.
A medida que se iban conociendo casos y más casos de personas que fallecían por las complicaciones de las vacunas, se insistía con vehemencia en que “vacunas ser buenas. Indio querer vacuna”.
Uno de las cuestiones más importantes que nadie ha sabido responder es porqué, en España, no se ha dado libertad a las personas de elegir la marca de la vacuna. Se ha intentado argumentar utilizando razonamientos sospechosos, pero lo cierto es que, en países serios como Canadá, el ciudadano elige cuál quiere ponerse.
El gobierno, inmerso ya en una ceremonia de la máxima confusión, cada día se desdecía de lo que había dicho el día anterior y desoía los consejos que desde otras CCAA se lanzaban, aunque con el tiempo, muchos de esos consejos eran puestos en práctica como si la decisión hubiera sido de ellos. Así, se mostraron inflexibles al afirmar que, si se habían vacunado con AstraZeneca la primera dosis, la segunda tenía que ser de la misma y no mezclar. Hasta que se vieron pillados en un renuncio y ante la falta de suministro de vacunas de la farmacéutica, tuvieron que admitir que la segunda dosis podría ser de Pfizer. El nivel de credibilidad del gobierno quedó de manifiesto cuando los ciudadanos, al poder elegir, hicieron caso omiso del gobierno y la segunda dosis se la pusieron de AstraZeneca.
Todas estas cuestiones y muchas más que no incluyo para no convertir esto en un ladrillo infumable, formaron parte de mi decisión de no aceptar la vacuna impuesta en el momento en el que me tocaba. Además de estas dudas, había otras relacionadas con ciertas patologías que desaconsejaban aceptar AstraZeneca. En definitiva, se trataba de sentarse a esperar a que los inútiles del gobierno cambiaran de opinión, algo que, con este gobierno, estaba garantizado. Era como comprar un décimo de lotería después del sorteo.
Y así ha sido.
Recientemente, tal y como predijo mi doctora, que estaba de acuerdo en mi planteamiento, se ha abierto la mano y ahora se ofrece la posibilidad de vacunarse con Pfizer a los mismos que hace unos meses no tenían más opción que usar AstraZeneca. Lo llaman “rescate”.
Hoy me he rescatado a mi mismo y me han vacunado con Pfizer. La enfermera que ha vacunado a mi mujer le ha dicho sin que nadie le preguntara nada que había muchas personas que habían hecho exactamente lo mismo. Que ellos estaban en la obligación de respetar los protocolos establecidos, a pesar de que dichos protocolos fuesen un sinsentido, que no tuvieran ninguna lógica.
Pues efectivamente, todo esto ha sido un sinsentido. Pero, claro, qué puedes esperar cuando pones al frente de Sanidad a un filósofo, secundado por un inútil que no aprobó el MIR y sucedido por una funcionaria que de asuntos de salud tiene los mismos conocimientos que tengo yo sobre física cuántica.
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