Ayer era el cumpleaños de mi amigo José. Sus amigos nunca le hemos llamado por el nombre. Ni Jose, ni Pepe, ni nada de eso. Le hemos llamado siempre por el apellido, pero además haciendo juego de palabras. El caso es que me apetecía felicitarlo. Y entonces, me di cuenta de que aparte de Facebook no tenía otra forma de contactar con él. Como tantas veces nos pasa en la vida, durante una larga etapa tenemos una relación constante con personas que, con el tiempo, se va reduciendo como dice la canción:” la vida separa dulcemente, sin hacer ruido”. Y eso es exactamente lo que nos ha pasado a mi amigo José y a mí: que la vida, las circunstancias, las vicisitudes, nos han ido separando sin que nosotros hayamos hecho nada por quererlo.
Repasando mi agenda tenía el
email de la empresa, pero ya hace algunos años que está felizmente jubilado y
desde luego, en Facebook hace mucho que no publica nada.
Entonces me acordé de un amigo
común y, como él, compañero de trabajo durante años. Y le escribí. Y lo que me
respondió, me dejó “triste, fané y descangasao” que diría un argentino, o al
menos, así lo decía el tango.
Mi amigo Ángel, con el que además
de ser compañeros de trabajo, compartíamos los tres el jugar en el equipo de
fútbol sala, me dijo que José andaba un poco mal. Que había tenido un ictus y
que tenía el lado izquierdo afectado, de tal forma que debía ayudarse de un
andador. Que estaba en una residencia en El Escorial, pero que, al menos, la
cabeza le seguía funcionando sin problemas.
Y entonces me vinieron miles de
recuerdos en los que estaba José. Él también jugaba en el equipo de fútbol
sala, pero el whisky, los años y “la mala vida” le retiraron antes que a Ángel
y a mí.
A José le conocí en mi estreno en
el mundo laboral, mi primer día de trabajo. Fue un 1 de agosto del siglo
pasado, en 1978. Nuestra oficina estaba situada en la calle Orense de Madrid,
en un sótano sin ventanas. Ideal. La razón de tan atractiva ubicación era que
justo al lado estaba el ordenador central de Telefónica, con el que debíamos
trabajar. Nuestra empresa, una subsidiaria de Telefónica, realizaba servicios de
consultoría a diversos clientes, pero hasta tiempo después, no adquirió un ordenador
propio.
Y ahí estaba José, enseñando a un
puto becario como yo, que tenía algunas ideas vagas acerca de lo que era el
apasionante mundo de la informática de esa época. Íbamos y veníamos al
ordenador de Telefónica con nuestras cajas repletas de tarjetas perforadas. Para
entrar en el santa sanctórum había que solicitar un permiso especial que se
llamaba “presencia física”, lo que nos autorizaba a estar allí, pero ojito con
según qué cosas tocar. Y lo que son las cosas. ¡Qué atrevida es la ignorancia!
Un día, a este maldito becario, aprovechando que a los mandos del ordenador
central de Telefónica no había nadie, se me ocurrió teclear un comando en la
consola maestra a ver qué pasaba. ¡Con dos cojones! Y pasó, claro que sí. Pasó
que el ordenador central de Telefónica comenzó a pararse a cámara lenta como si
se estuviera muriendo por asfixia. Cuando descubrieron lo que estaba pasando el
único que estaba cerca de la víctima era yo, pero como no había pruebas
definitivas, se contentaron con lanzarme miradas furibundas y poco menos que
prohibir mi “presencia física” allí.
Nuestra especial y particular
forma de trabajo con un ordenador prestado, nos obligaba a tener que trabajar a
las horas que nos dejaban libres y de ahí la cantidad importante de horas
extras que teníamos que hacer. A lo mejor nos pasábamos toda la mañana de
cháchara en la oficina y nuestro trabajo empezaba a las 5 o las 6 de la tarde y
se prolongaba hasta la madrugada.
Con un régimen de vida laboral
así, al final, compartes la mayor parte de tu vida con tus compañeros. Y así
nos pasó a José y a mí. Si además del tiempo laboral, también compartíamos
jugar en el equipo de fútbol, pues nuestra relación se puede considerar que era
intensa.
Por eso, un día de un fin de
semana, me llamó a casa. Él junto a dos íntimos amigos, que conformaban un “trío
calavera”, habían quedado con unas chicas para tomar unas copas y pasar el
rato. El caso es que eran tres chicos y cuatro chicas. Y por eso me llamó. Yo
no estaba, pero al regresar a casa me dieron el recado y le llamé. Habían
quedado para el día siguiente con ese grupo de chicas y me invitaba a ser el
cuarto. Y quedamos. Y nos vimos más veces. Y hasta nos fuimos los 8 a pasar unos
días de vacaciones en Semana Santa a La Manga del Mar Menor, a un chalet que
nos dejaron prestado unos conocidos de alguien. Y así fue como conocí a la que
fue mi esposa. Y José, claro, fue uno de los invitados a la boda.
Pasaron los años. Yo me fui de la
empresa, él continuó. Incluso, a pesar de no ser de la misma empresa, yo seguía
jugando con él al fútbol. La frecuencia con la que nos veíamos iba disminuyendo.
Cada vez pasaba más tiempo entre una y otra cita. Alguna cena de antiguos
compañeros, alguna comida.
Por toda esta historia, - y
muchos más detalles que me ahorro-, cuando ayer nuestro común amigo Ángel me puso
al día del estado de salud de José, me afectó. Me afectó imaginar verlo con un
andador a quien corría tras un balón de fútbol no hace tanto tiempo. Me afectó
saber que vivía en una residencia, solo, y que probablemente reciba pocas
visitas o ninguna. Me afectó imaginar que, si las cosas no cambian, mi amigo
José terminará como otro de mis amigos, que murió solo y tras sufrir seis ictus,
en una casa en Jerez de la Frontera, que no era ninguna de las muchas que él
había montado y disfrutado en Levante o en Madrid. Y todo ello me induce a solicitar
la indulgencia de que el tránsito de esta vida a lo que sea después, sea rápido
e indoloro. Morir a cámara lenta es un suplicio que nadie debería padecer. Bastante es con morir solo.