miércoles, noviembre 13, 2024

Morimos solos.

Ayer era el cumpleaños de mi amigo José. Sus amigos nunca le hemos llamado por el nombre. Ni Jose, ni Pepe, ni nada de eso. Le hemos llamado siempre por el apellido, pero además haciendo juego de palabras. El caso es que me apetecía felicitarlo. Y entonces, me di cuenta de que aparte de Facebook no tenía otra forma de contactar con él. Como tantas veces nos pasa en la vida, durante una larga etapa tenemos una relación constante con personas que, con el tiempo, se va reduciendo como dice la canción:” la vida separa dulcemente, sin hacer ruido”. Y eso es exactamente lo que nos ha pasado a mi amigo José y a mí: que la vida, las circunstancias, las vicisitudes, nos han ido separando sin que nosotros hayamos hecho nada por quererlo.

Repasando mi agenda tenía el email de la empresa, pero ya hace algunos años que está felizmente jubilado y desde luego, en Facebook hace mucho que no publica nada.

Entonces me acordé de un amigo común y, como él, compañero de trabajo durante años. Y le escribí. Y lo que me respondió, me dejó “triste, fané y descangasao” que diría un argentino, o al menos, así lo decía el tango.

Mi amigo Ángel, con el que además de ser compañeros de trabajo, compartíamos los tres el jugar en el equipo de fútbol sala, me dijo que José andaba un poco mal. Que había tenido un ictus y que tenía el lado izquierdo afectado, de tal forma que debía ayudarse de un andador. Que estaba en una residencia en El Escorial, pero que, al menos, la cabeza le seguía funcionando sin problemas.

Y entonces me vinieron miles de recuerdos en los que estaba José. Él también jugaba en el equipo de fútbol sala, pero el whisky, los años y “la mala vida” le retiraron antes que a Ángel y a mí.

A José le conocí en mi estreno en el mundo laboral, mi primer día de trabajo. Fue un 1 de agosto del siglo pasado, en 1978. Nuestra oficina estaba situada en la calle Orense de Madrid, en un sótano sin ventanas. Ideal. La razón de tan atractiva ubicación era que justo al lado estaba el ordenador central de Telefónica, con el que debíamos trabajar. Nuestra empresa, una subsidiaria de Telefónica, realizaba servicios de consultoría a diversos clientes, pero hasta tiempo después, no adquirió un ordenador propio.

Y ahí estaba José, enseñando a un puto becario como yo, que tenía algunas ideas vagas acerca de lo que era el apasionante mundo de la informática de esa época. Íbamos y veníamos al ordenador de Telefónica con nuestras cajas repletas de tarjetas perforadas. Para entrar en el santa sanctórum había que solicitar un permiso especial que se llamaba “presencia física”, lo que nos autorizaba a estar allí, pero ojito con según qué cosas tocar. Y lo que son las cosas. ¡Qué atrevida es la ignorancia! Un día, a este maldito becario, aprovechando que a los mandos del ordenador central de Telefónica no había nadie, se me ocurrió teclear un comando en la consola maestra a ver qué pasaba. ¡Con dos cojones! Y pasó, claro que sí. Pasó que el ordenador central de Telefónica comenzó a pararse a cámara lenta como si se estuviera muriendo por asfixia. Cuando descubrieron lo que estaba pasando el único que estaba cerca de la víctima era yo, pero como no había pruebas definitivas, se contentaron con lanzarme miradas furibundas y poco menos que prohibir mi “presencia física” allí.

Nuestra especial y particular forma de trabajo con un ordenador prestado, nos obligaba a tener que trabajar a las horas que nos dejaban libres y de ahí la cantidad importante de horas extras que teníamos que hacer. A lo mejor nos pasábamos toda la mañana de cháchara en la oficina y nuestro trabajo empezaba a las 5 o las 6 de la tarde y se prolongaba hasta la madrugada.

Con un régimen de vida laboral así, al final, compartes la mayor parte de tu vida con tus compañeros. Y así nos pasó a José y a mí. Si además del tiempo laboral, también compartíamos jugar en el equipo de fútbol, pues nuestra relación se puede considerar que era intensa.

Por eso, un día de un fin de semana, me llamó a casa. Él junto a dos íntimos amigos, que conformaban un “trío calavera”, habían quedado con unas chicas para tomar unas copas y pasar el rato. El caso es que eran tres chicos y cuatro chicas. Y por eso me llamó. Yo no estaba, pero al regresar a casa me dieron el recado y le llamé. Habían quedado para el día siguiente con ese grupo de chicas y me invitaba a ser el cuarto. Y quedamos. Y nos vimos más veces. Y hasta nos fuimos los 8 a pasar unos días de vacaciones en Semana Santa a La Manga del Mar Menor, a un chalet que nos dejaron prestado unos conocidos de alguien. Y así fue como conocí a la que fue mi esposa. Y José, claro, fue uno de los invitados a la boda.

Pasaron los años. Yo me fui de la empresa, él continuó. Incluso, a pesar de no ser de la misma empresa, yo seguía jugando con él al fútbol. La frecuencia con la que nos veíamos iba disminuyendo. Cada vez pasaba más tiempo entre una y otra cita. Alguna cena de antiguos compañeros, alguna comida.

Por toda esta historia, - y muchos más detalles que me ahorro-, cuando ayer nuestro común amigo Ángel me puso al día del estado de salud de José, me afectó. Me afectó imaginar verlo con un andador a quien corría tras un balón de fútbol no hace tanto tiempo. Me afectó saber que vivía en una residencia, solo, y que probablemente reciba pocas visitas o ninguna. Me afectó imaginar que, si las cosas no cambian, mi amigo José terminará como otro de mis amigos, que murió solo y tras sufrir seis ictus, en una casa en Jerez de la Frontera, que no era ninguna de las muchas que él había montado y disfrutado en Levante o en Madrid. Y todo ello me induce a solicitar la indulgencia de que el tránsito de esta vida a lo que sea después, sea rápido e indoloro. Morir a cámara lenta es un suplicio que nadie debería padecer. Bastante es con morir solo.

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