Al menos, en España, el garaje de los chalés tuvo como única finalidad la de guardar el automóvil de la familia. Y digo en España, porque, al parecer en Estados Unidos, se usaba, además de como almacén de todo tipo de trastos, como lugar de nacimiento de micro empresas que, con el tiempo, se convirtieron en gigantes multinacionales.
Como todo evoluciona, en España el uso del garaje también modificó su inicial uso y en muchas ocasiones sirvió como centro de reunión para las fiestas de los adolescentes. Lugares oscuros, al abrigo de miradas indiscretas, evitando que el ruido pudiera molestar a los vecinos. Esas fiestas tenían el carácter más clandestino desde la época de la Ley Seca en EE.UU. Eran los herederos de aquellos famosos guateques.
Los guateques de los años 60, sin
embargo, se desarrollaban en la propia vivienda de la familia. Si era lo
suficientemente espaciosa, en un área alejada de los padres, lo cual, mantenía
la independencia de los participantes, al tiempo que evitaban el incordio del
ruido a los padres; pero en general, esas fiestas se organizaban aprovechando
la ausencia de éstos, aunque con su anuencia.
Como era costumbre de la época,
los jóvenes solían vestir con corbata. ¡Hasta los Beatles vestían corbata! Y
ellas, lógicamente, llevaban vestidos acorde y zapatos de tacón más o menos
alto. Es decir, nada ajeno a la vestimenta que se llevaba a diario cuando iban
a la Universidad, por ejemplo.
El guateque respondía a una serie
de convencionalismos: la vestimenta – por supuesto – la presencia mínima de
bebidas alcohólicas – al menos en teoría – la imprescindible presencia de un
tocadiscos, de un miembro de la pandilla encargado de amenizar la fiesta, el
comportamiento “decente” de todos los implicados y el cumplimiento de un
horario prefijado, que iba desde las 18.00 o 19.00 hasta las 21.30,
aproximadamente, ya que “ellas” tenían que estar en casa a las 22.00. Y, por
supuesto, la prohibición taxativa de molestar a los vecinos con el volumen
excesivamente alto de la música.
Aquellos guateques ofrecían las
primeras oportunidades de conocer a alguien del otro sexo con quien poder
charlar, aprender a bailar y pedir el teléfono. El fijo, claro. Y tal vez, con
el tiempo, hasta surgieron parejas estables. Al menos, fueron estables durante
algunos años. ¡Cómo olvidar el primero de aquellos guateques! Y, sin embargo,
daría cualquier cosa por borrarlo de mi memoria.
Imagino que, para alguno, estas
imágenes en blanco y negro podrían parecer algo casposas, del pleistoceno, a
tenor de la versatilidad de la oferta actual a la hora de contactar con
personas. Las webs de citas de hoy en día, cubren un amplísimo espectro de
finalidades en función de las necesidades de los suscriptores: desde grupos de
autoayuda, grupos de lectura, viajes para desparejados, la lucha contra la
soledad, sitios para mayores de cincuenta, webs para “gente con clase”, webs
para casados infieles, hasta la de encuentros íntimos para satisfacer las
necesidades fisiológicas más imperiosas, etc. etc. etc. Y todo ello, a golpe de
clic.
Pero justamente, esta inmediatez
a la hora de establecer una mera relación sexual, está privando de la aventura
de conocer, de tratar, de charlar, de disfrutar de algo que va mucho más allá
del sexo: la compañía.
Aunque no sólo se trata de sexo.
Una de mis costumbres cuando
estoy sentado en un bar o cafetería, es observar a las personas que me rodean.
Soy como un espía y voy anotando mentalmente aquellos aspectos que me llaman la
atención.
En estos días he tenido la
oportunidad de comprobar el comportamiento de unos jóvenes, de entre 15 y 30
años. La pandilla – entre 3 y seis miembros - sentada en torno a una mesa en un
bar o cafetería y la mayoría de ellos pendientes de su móvil, buscando de modo
incansable vídeos que después mostraban a sus colegas y que debían servir para
animar la reunión.
Será que mi visión de las
relaciones personales se ha quedado en ese pleistoceno que mencionaba antes,
pero en el caso de que quiera conocer a una persona, no me basta con una foto y
una serie de tópicos; necesito algo más, mucho más. Hablo de inteligencia, de
buen corazón, de cultura, de saber estar, de la ausencia total de piercings y
tatuajes…Claro que, alguno de estos que buscaba vídeos con el mismo afán que un
minero busca oro, no tenía piel para un tatuaje más.
No soy un experto en revistas del
corazón, pero de vez en cuando veo alguna noticia, bien en la tele o por
internet, en la que se anuncia el compromiso o la boda de algún famoso, y,
además, se señala que se conocieron en una fiesta de amigos. Es decir, que hoy
en día, sigue funcionando el pleistocénico método de conocer a alguien en una
fiesta de unos amigos; de establecer un contacto inicial y a partir de ahí que
a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.
Cada uno es cada uno, pero yo no
entiendo a esas personas – hombres y mujeres – que son capaces de ir a una
discoteca como quien va al mercado de La Cebada a comprar carne, eligen a
alguien entre la muchedumbre, del mismo modo que los vaqueros de las películas
seleccionan a una vaca para marcarla, y terminan teniendo sexo en los lavabos
del lugar. Como tampoco entiendo a esos malnacidos que drogan a una mujer para
abusar después de ella. ¡Como si fuera difícil contratar a una profesional!
Parece evidente, que todo esto
obedece a un cambio de paradigma en nuestra sociedad; una sociedad en la que la
interacción social se limita, casi en exclusiva, entorno al sexo, y cuanto más
inmediato, mejor. Ahora recuerdo que hubo un tiempo – no sé si sigue
actualmente – en el que se puso de moda tener sexo mientras dos personas se
cruzaban paseando al perro. ¡Demencial! Y no hace tanto se puso de moda otro
“lenguaje” que consistía en colocar una piña en el carrito del súper de una
manera determinada.
Supongo que debo ser un
romántico.