Alfonso mira su reloj. El vuelo va en hora, como siempre, y en cinco minutos escasos, estaría en casa.
De
repente, al iniciar el descenso, el avión empieza a moverse de una forma
compulsiva. No son los típicos movimientos cuando el avión atraviesa unas capas
de aire inestable, al abandonar la altitud de crucero, - pensó Alfonso. Esto es
totalmente diferente-. Tenía pánico a volar y una situación así no ayudaba nada
a que superara ese pavor. A partir de ese momento, el tiempo pareció congelarse
dentro de la nave. Alfonso miraba compulsivamente su reloj como si la hora
prevista de aterrizaje pudiera evitarle el accidente.
Enseguida
se escucha la voz del comandante, indicando que los pasajeros deben permanecer
sentados en sus asientos, con el respaldo en posición vertical, al tiempo que
se encienden las luces que señalan la obligación de abrocharse el cinturón. El
avión, a pesar de la colaboración de los pasajeros, sigue botando de un lado a
otro y de arriba abajo, como si un dios mitológico griego lo hubiera atrapado
entre sus manos y lo estuviera vapuleando, a la espera de ver si emite algún
sonido ese extraño juguete que ha invadido sus dominios.
Alfonso
vuelve a mirar su reloj. Han pasado apenas diez segundos.
Una
vez más, se escucha una voz que intenta tranquilizar a los pasajeros,
advirtiéndoles de que “sólo se trata de una zona de turbulencias”. Una voz que,
debido a los bruscos movimientos, se escucha temblorosa, lo que, sin duda, no
ayuda a transmitir adecuadamente el mensaje.
Alfonso
vuelve a mirar el reloj: otros cinco segundos. El tiempo se ha parado.
Turbulencias
o dioses mitológicos juguetones, da igual. El caso es que, en el interior del
avión, debido a los sobresaltos, comienzan a abrirse algunos compartimentos, de
los que, merced a los vaivenes, empiezan a caer al pasillo, bolsas y todo tipo
de objetos, alguno de los cuales golpea la cabeza del pobre pasajero que está
en el asiento de debajo.
Alfonso,
botando en el suyo propio, ve en la distancia la escena con cierta
preocupación. Por primera vez, da las gracias por estar sentado junto a la
salida de emergencia. Un asiento que él tiene por costumbre reservar,
simplemente, por el mayor espacio del que dispone, no por sus ansias escapistas
en caso de accidente, que también. A pesar de los años de experiencia volando,
nunca ha vivido una situación similar.
Vuelve
a mirar el reloj: llevan treinta segundos de tormento.
Le
llama la atención que el único sonido que se escucha dentro de la nave, es el
de los motores, subiendo y bajando las revoluciones, al ritmo de la infernal
montaña rusa en la que se ha convertido el vuelo. Los temblores espasmódicos
que sacuden la aeronave, aumentan la sensación de impotencia de los pasajeros.
Algunos, no pueden soportarlo y comienzan a vomitar en las bolsas al efecto. El
silencio es espeso. Se masca la tragedia. Nada que ver con lo que aparece en
las películas, con gritos histéricos y frases grandilocuentes, piensa.
Una de
las azafatas, de la parte delantera de la nave, que hasta ese momento había
permanecido sentada en su puesto, se incorpora con rapidez y se dirige hacia
los bártulos que se escapan de los maleteros poniendo en riesgo la integridad
de los pasajeros. Anda con una enorme dificultad. Intenta mantener el
equilibrio en un espacio que se mueve de modo incontrolado en cualquier
dirección. Se apoya en los portaequipajes, con ambas manos extendidas por
encima de sus hombros, con tan mala suerte que, debido a los bruscos
movimientos, el avión sube el morro inesperadamente, sufre un traspié y cae de
bruces en medio del pasillo. Al caer, se golpea la cabeza con uno de los
apoyabrazos, al tiempo que, además, le cae una pesada bolsa que,
desgraciadamente, también le golpea en la espalda.
Alfonso,
sentado varias filas atrás, mira su reloj: cuarenta segundos desde que todo
comenzó. Sólo puede ver las caras de aquellos que se giran desde sus asientos
en las primeras filas, a ver lo que le ha sucedido a la pobre azafata. Reflejan
el miedo y la preocupación. Los rostros están tensos, pálidos, desencajados.
Ninguno se atreve a desatar su cinturón para intentar ayudar a la pobre
auxiliar de vuelo que yace quejosa en el suelo. Inmediatamente, su compañero de
la parte de delantera, que ha visto lo sucedido, sale en su ayuda provisto de
una toalla para contener la abundante sangre que mana de la brecha de la
cabeza. Permanezcan en sus asientos, por favor, ordena de manera educada pero
firme, el sobrecargo. Nadie pronuncia palabra alguna. Algún tímido grito,
contenido, casi avergonzado, cuando el avión asciende o desciende con más
brusquedad de lo habitual o se inclina hacia alguno de los lados. Los pilotos
están manteniendo una lucha feroz contra lo que sea que hay ahí fuera. Algunas
parejas, se toman de la mano. Se miran con desesperación, con ansia, como si
intuyeran que es la última vez. Algunos se besan en un inequívoco gesto de
despedida.
Alfonso
mira de reojo a su compañero de asiento. Sabe que, a Arturo, ya de por sí, le
da miedo volar, incluso cuando las condiciones son inmejorables. Ve que está
blanco como la nieve. A punto de comenzar a llorar. A Alfonso le gustaría
inventarse una frase graciosa para intentar aliviar a su compañero, pero decide
que sería mejor comenzar a rezar. Por si acaso.
Sin
motivo aparente, en vez de rezar, comienza a pensar en su todavía esposa y en
su hijo de apenas dos años. Aunque ya tiene tomada la decisión de divorciarse,
todavía no le ha comunicado a ella la noticia. Ironías del destino, piensa. Tal
vez sea otro el que le notifique en breves minutos que, en vez de divorciada,
es viuda.
Han
pasado sólo cincuenta segundos.
Olga,
la azafata malherida, no ha llegado a perder el conocimiento, aunque tiene un
enorme dolor de cabeza y un fuerte hematoma en la espalda. Ha tenido suerte. Si
el golpe le llega a alcanzar unos centímetros más abajo, habría sido fatal. Su
uniforme está manchado de sangre. Su compañero, Fernando, ha conseguido
contener la hemorragia. Ella, sigue sentada en el pasillo. Intenta recuperar la
respiración normal y bebe agua a sorbos cortos. Mientras se recupera, poco a
poco, piensa en la cita que tiene esa noche con el comandante de la nave. Teme
que, aunque no han podido convivir bajo el mismo techo, cabe la posibilidad de
que mueran al mismo tiempo. Una idea que no es la primera vez que le asalta la
cabeza. Y entonces, recuerda momentos maravillosos, inolvidables, que han
compartido a lo largo y ancho de este planeta, en las ciudades más hermosas y
los lugares más románticos. En su dilatada carrera profesional, nunca antes
había sufrido una situación tan dramática como la que está viviendo.
De
repente, el movimiento perpetuo y convulso, cesa. Como si el dios que lo
atrapó, se hubiera aburrido de su juguete y lo hubiera dejado continuar su
vuelo sin molestar más. La normalidad regresa al interior del avión. El sonido
de los motores vuelve a ser el habitual. Un sonido estable, continuo. El tiempo
vuelve a fluir. Se empiezan a escuchar algunos murmullos y alguien rompe a
llorar casi en silencio, desahogándose. Todos tienen la sensación de que ha
pasado lo peor.
Olga,
con ayuda de Fernando, su compañero, se dirige de nuevo a su asiento. Su paso
es titubeante, aunque para evitar males mayores, Fernando, el sobrecargo, la
mantiene sujeta por el antebrazo izquierdo. Intenta mantener la compostura
delante de los pasajeros. Ante todo, profesional. Mantiene la toalla
ensangrentada apretada contra su cabeza con la otra mano. Sus cabellos dorados,
están manchados de sangre.
Por
los altavoces, se escucha la voz templada del comandante. Utiliza el mismo tono
de voz que si estuviera leyendo el menú que se serviría a los pasajeros:
“señores pasajeros, les habla el comandante. Como han podido comprobar, hemos
atravesado una zona de turbulencias, debido a una gigantesca tormenta en los
alrededores de la capital, de Madrid. Nos informan que, en la ciudad, hay
grandes destrozos en cornisas, azoteas, árboles caídos en parques y diversos
daños materiales en el mobiliario urbano. La temperatura es de unos 20 grados.
En un par de minutos, tomaremos tierra en el aeropuerto de Barajas. Bienvenidos
y disculpen las molestias.”
El
avión, finalmente, se posa suavemente en tierra. Los pasajeros aplauden con
entusiasmo al comandante. El hombre que, con su pericia y su firme
temperamento, les ha salvado la vida.
Alfonso,
mira su reloj. La pesadilla ha durado un minuto.
Sólo
ha sido un día más en la oficina, piensa Fernando.