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viernes, julio 25, 2025

TERROR EN EL AVIÓN

Alfonso mira su reloj. El vuelo va en hora, como siempre, y en cinco minutos escasos, estaría en casa.



De repente, al iniciar el descenso, el avión empieza a moverse de una forma compulsiva. No son los típicos movimientos cuando el avión atraviesa unas capas de aire inestable, al abandonar la altitud de crucero, - pensó Alfonso. Esto es totalmente diferente-. Tenía pánico a volar y una situación así no ayudaba nada a que superara ese pavor. A partir de ese momento, el tiempo pareció congelarse dentro de la nave. Alfonso miraba compulsivamente su reloj como si la hora prevista de aterrizaje pudiera evitarle el accidente.

Enseguida se escucha la voz del comandante, indicando que los pasajeros deben permanecer sentados en sus asientos, con el respaldo en posición vertical, al tiempo que se encienden las luces que señalan la obligación de abrocharse el cinturón. El avión, a pesar de la colaboración de los pasajeros, sigue botando de un lado a otro y de arriba abajo, como si un dios mitológico griego lo hubiera atrapado entre sus manos y lo estuviera vapuleando, a la espera de ver si emite algún sonido ese extraño juguete que ha invadido sus dominios.

Alfonso vuelve a mirar su reloj. Han pasado apenas diez segundos.

Una vez más, se escucha una voz que intenta tranquilizar a los pasajeros, advirtiéndoles de que “sólo se trata de una zona de turbulencias”. Una voz que, debido a los bruscos movimientos, se escucha temblorosa, lo que, sin duda, no ayuda a transmitir adecuadamente el mensaje.

Alfonso vuelve a mirar el reloj: otros cinco segundos. El tiempo se ha parado.

Turbulencias o dioses mitológicos juguetones, da igual. El caso es que, en el interior del avión, debido a los sobresaltos, comienzan a abrirse algunos compartimentos, de los que, merced a los vaivenes, empiezan a caer al pasillo, bolsas y todo tipo de objetos, alguno de los cuales golpea la cabeza del pobre pasajero que está en el asiento de debajo.

Alfonso, botando en el suyo propio, ve en la distancia la escena con cierta preocupación. Por primera vez, da las gracias por estar sentado junto a la salida de emergencia. Un asiento que él tiene por costumbre reservar, simplemente, por el mayor espacio del que dispone, no por sus ansias escapistas en caso de accidente, que también. A pesar de los años de experiencia volando, nunca ha vivido una situación similar.

Vuelve a mirar el reloj: llevan treinta segundos de tormento.

Le llama la atención que el único sonido que se escucha dentro de la nave, es el de los motores, subiendo y bajando las revoluciones, al ritmo de la infernal montaña rusa en la que se ha convertido el vuelo. Los temblores espasmódicos que sacuden la aeronave, aumentan la sensación de impotencia de los pasajeros. Algunos, no pueden soportarlo y comienzan a vomitar en las bolsas al efecto. El silencio es espeso. Se masca la tragedia. Nada que ver con lo que aparece en las películas, con gritos histéricos y frases grandilocuentes, piensa.

Una de las azafatas, de la parte delantera de la nave, que hasta ese momento había permanecido sentada en su puesto, se incorpora con rapidez y se dirige hacia los bártulos que se escapan de los maleteros poniendo en riesgo la integridad de los pasajeros. Anda con una enorme dificultad. Intenta mantener el equilibrio en un espacio que se mueve de modo incontrolado en cualquier dirección. Se apoya en los portaequipajes, con ambas manos extendidas por encima de sus hombros, con tan mala suerte que, debido a los bruscos movimientos, el avión sube el morro inesperadamente, sufre un traspié y cae de bruces en medio del pasillo. Al caer, se golpea la cabeza con uno de los apoyabrazos, al tiempo que, además, le cae una pesada bolsa que, desgraciadamente, también le golpea en la espalda.

Alfonso, sentado varias filas atrás, mira su reloj: cuarenta segundos desde que todo comenzó. Sólo puede ver las caras de aquellos que se giran desde sus asientos en las primeras filas, a ver lo que le ha sucedido a la pobre azafata. Reflejan el miedo y la preocupación. Los rostros están tensos, pálidos, desencajados. Ninguno se atreve a desatar su cinturón para intentar ayudar a la pobre auxiliar de vuelo que yace quejosa en el suelo. Inmediatamente, su compañero de la parte de delantera, que ha visto lo sucedido, sale en su ayuda provisto de una toalla para contener la abundante sangre que mana de la brecha de la cabeza. Permanezcan en sus asientos, por favor, ordena de manera educada pero firme, el sobrecargo. Nadie pronuncia palabra alguna. Algún tímido grito, contenido, casi avergonzado, cuando el avión asciende o desciende con más brusquedad de lo habitual o se inclina hacia alguno de los lados. Los pilotos están manteniendo una lucha feroz contra lo que sea que hay ahí fuera. Algunas parejas, se toman de la mano. Se miran con desesperación, con ansia, como si intuyeran que es la última vez. Algunos se besan en un inequívoco gesto de despedida.

Alfonso mira de reojo a su compañero de asiento. Sabe que, a Arturo, ya de por sí, le da miedo volar, incluso cuando las condiciones son inmejorables. Ve que está blanco como la nieve. A punto de comenzar a llorar. A Alfonso le gustaría inventarse una frase graciosa para intentar aliviar a su compañero, pero decide que sería mejor comenzar a rezar. Por si acaso.

Sin motivo aparente, en vez de rezar, comienza a pensar en su todavía esposa y en su hijo de apenas dos años. Aunque ya tiene tomada la decisión de divorciarse, todavía no le ha comunicado a ella la noticia. Ironías del destino, piensa. Tal vez sea otro el que le notifique en breves minutos que, en vez de divorciada, es viuda.

Han pasado sólo cincuenta segundos.

Olga, la azafata malherida, no ha llegado a perder el conocimiento, aunque tiene un enorme dolor de cabeza y un fuerte hematoma en la espalda. Ha tenido suerte. Si el golpe le llega a alcanzar unos centímetros más abajo, habría sido fatal. Su uniforme está manchado de sangre. Su compañero, Fernando, ha conseguido contener la hemorragia. Ella, sigue sentada en el pasillo. Intenta recuperar la respiración normal y bebe agua a sorbos cortos. Mientras se recupera, poco a poco, piensa en la cita que tiene esa noche con el comandante de la nave. Teme que, aunque no han podido convivir bajo el mismo techo, cabe la posibilidad de que mueran al mismo tiempo. Una idea que no es la primera vez que le asalta la cabeza. Y entonces, recuerda momentos maravillosos, inolvidables, que han compartido a lo largo y ancho de este planeta, en las ciudades más hermosas y los lugares más románticos. En su dilatada carrera profesional, nunca antes había sufrido una situación tan dramática como la que está viviendo.

De repente, el movimiento perpetuo y convulso, cesa. Como si el dios que lo atrapó, se hubiera aburrido de su juguete y lo hubiera dejado continuar su vuelo sin molestar más. La normalidad regresa al interior del avión. El sonido de los motores vuelve a ser el habitual. Un sonido estable, continuo. El tiempo vuelve a fluir. Se empiezan a escuchar algunos murmullos y alguien rompe a llorar casi en silencio, desahogándose. Todos tienen la sensación de que ha pasado lo peor.

Olga, con ayuda de Fernando, su compañero, se dirige de nuevo a su asiento. Su paso es titubeante, aunque para evitar males mayores, Fernando, el sobrecargo, la mantiene sujeta por el antebrazo izquierdo. Intenta mantener la compostura delante de los pasajeros. Ante todo, profesional. Mantiene la toalla ensangrentada apretada contra su cabeza con la otra mano. Sus cabellos dorados, están manchados de sangre.

Por los altavoces, se escucha la voz templada del comandante. Utiliza el mismo tono de voz que si estuviera leyendo el menú que se serviría a los pasajeros: “señores pasajeros, les habla el comandante. Como han podido comprobar, hemos atravesado una zona de turbulencias, debido a una gigantesca tormenta en los alrededores de la capital, de Madrid. Nos informan que, en la ciudad, hay grandes destrozos en cornisas, azoteas, árboles caídos en parques y diversos daños materiales en el mobiliario urbano. La temperatura es de unos 20 grados. En un par de minutos, tomaremos tierra en el aeropuerto de Barajas. Bienvenidos y disculpen las molestias.”

El avión, finalmente, se posa suavemente en tierra. Los pasajeros aplauden con entusiasmo al comandante. El hombre que, con su pericia y su firme temperamento, les ha salvado la vida.

Alfonso, mira su reloj. La pesadilla ha durado un minuto.

Sólo ha sido un día más en la oficina, piensa Fernando.