El mensaje estaba claro. Más que claro:
nítido. Lo había ido pregonando a todos los vientos y a todo aquel que quisiera
escucharla: la Nochevieja es una noche especial y por consiguiente, hay que
estar alegre por obligación y para estar alegre, no hay nada mejor que el
alcohol. Ergo, en Nochevieja hay que emborracharse. Y así fue.
A las 20.00, llamó para preguntar a qué hora
era la cena y de paso para ir avanzando que llevaba desde las 13.00, tomando
“el aperitivo”. Pues ha debido ser uno de los aperitivos más largos de la
historia, emulando a la película española “El Penalty más largo del mundo”. Lo
curioso en este caso, es que a tomar el aperitivo, la había invitado la misma
amiga que decidido cancelar la cena de Nochevieja en su casa y de ahí, que
finalmente viniera a la nuestra para que no se quedara sola.
Su estado era lamentable. Nunca, jamás, he
soportado a una persona bebida, pero por alguna razón - seguramente machista -
me resulta patético ver a una mujer “cocida”, como muy bien se autodefinió. Claro
que su amiga, al parecer estaba peor, porque a las 21.00, se despidió y le dijo
que se iba a meter en la cama. Que para uvas, ya había tomado bastante, aunque
la mayor parte de ellas, habían sido tratadas previamente.
Se presentó en casa con su visón, la lengua
flácida, el tono subido y algo gritón, y
en plena fase de amar a todo el mundo. Un estado eufórico, de risa floja y
fácil. Una mezcla difícil de digerir, pero que a fuerza de ir recogiendo piezas
del puzzle de su vida, al final, no resulta tan inverosímil, tan infrecuente.
Al final, todo va encajando.
Como fue la primera en llegar – que para eso
vive en el bloque de al lado- lo primero que hizo fue imponer que la casa se
convirtiera en una discoteca, con la música adecuada para bailar y el volumen
en consonancia con su estado de embriaguez, o sea, alto. Lo segundo que
pretendió – sin éxito, desde luego – es bailar conmigo, a cuya invitación, tuve
que contenerme y morderme la lengua para no responderla que yo con borrachas no
bailo. Bastó con responder que yo no bailo, pero con el tono y todo lo demás,
fue suficiente. Ese fue el comienzo y todavía quedaba por llegar el matrimonio
restante. La noche prometía.
Una vez que ya estuvimos todos, la
conversación inicial da muestras del estado etílico de la susodicha. El tema
central de la cena comenzó por bragas, tangas y consoladores. Miguel, que en el
momento de sentarnos a la mesa se había salido un momento a la terraza para
fumarse un cigarro y hablar con su familia, al entrar y ponerle yo al corriente
de por dónde iban los derroteros de la charla, puso cara de no dar crédito,
aunque esbozó una sonrisa de compromiso. Más o menos como su esposa, mujer
educada y discreta, a la que jamás se le habría ocurrido abordar semejante tema
ni hacer semejante papelón.
Al parecer, en su dilatado aperitivo con su
amiga y unos desconocidos más, había salido a colación el asunto de que la
innombrable, compra tangas y los decora a modo de fantasía con la intención de
venderlos. De esto hace cosa de un par de años y por supuesto, no ha vendido ni
uno. Pero hete aquí que, alguno de los caballeros que amablemente estuvieron
sufragando los gastos del aperitivo, se ofreció para comprarle los tangas, con
el fin de regalárselos a sus hijas. Y entonces, yo me pregunto: ¿qué clase de
gente es aquella que en una Nochevieja, se va a un bar a tomar el aperitivo con
unos desconocidos y se atreve a afirmar que va a comprar los tangas, para
dárselos a sus hijas? ¿Hay gente así de verdad por la calle? ¿Se diferencian de
nosotros en algo? ¿De verdad que hay chicas que admiten que sus padres les
hagan ese tipo de regalos? ¿O toda era una artimaña para pillar cacho?
Como era de esperar, del tema de los tangas
se pasó al de los consoladores, sin solución de continuidad y fue así como supimos
que alguna de sus amigas, desde que ha descubierto el aparatito – que al
parecer, lo lleva a todas partes y no se separa de él- se está planteando
seriamente la alternativa de tener que depender de un hombre. De cualquiera.
Tal es el impacto que ha suscitado en ella, que dice que ahora ya todos le
resultan insatisfactorios.
Y en ese momento, mi cerebro se llenaba de
imágenes de un grupo de personas adultas – muy adultas- bebiendo en un bar o
cafetería, de un pueblo de la provincia de Málaga, y hablando de tangas y de consoladores, entre
ellos, cuando la mitad no se conocían entre sí.
Las sesudas reflexiones acerca del íntimo
beneficio que podía proporcionar a la mujer el juguete sexual, ocuparon gran
parte de los minutos siguientes de la cena. La innombrable, llegó a la
conclusión de que le parecía normal y lógico - a tenor de lo que ella misma
había experimentado al tocar el juguetito levemente con sus dedos - que ningún hombre pudiera siquiera plantearse
hacerle sombra a semejante invento.
Como aportación masculina al tema, se me
ocurrió poner sobre la mesa, no lo que alguno podría estar imaginando – que no
es mi estilo- sino más bien una simple comparación, entre el placer que puede
proporcionar un mortal normal y corriente y el que supuestamente proporciona un
sudanés, más concretamente un nubio. De ahí a rememorar la famosa frase de
Felipe II de “yo no he enviado mis tropas a luchar contra la Naturaleza”, fue
coser y cantar. Por tanto, lo de la infalibilidad del consolador – no confundir
con “infalobilidad” - queda en entredicho cuando la comparación se establece en
términos comparativos equitativos.
Claro que con la lógica aplastante de mujer
que es, nuestra amiga, la esposa de Miguel, apuntó: ¿Y por qué hay que percibir
al consolador y al hombre como mutuamente excluyentes? ¿Por qué no se pueden
compaginar en buena armonía?
Eso sí, al mismo tiempo, la de la kurda,
afirmaba que ella, no se compraría uno de esos.
A mi mente, no dejaban de acudir imágenes
acerca del grupo de personas que habían estado bebiendo durante una jornada
laboral completa, al tiempo que me asaltaban una serie de dudas.
- ¿Les habrían echado de algún sitio?
- ¿Las personas de alrededor, se habrían sentido tan incómodas como yo o
por el contrario, se habría formado un corro enorme de gente en el que todos
opinaban a gritos, dando voces para intentar dejarse oír, como los de la
Revolución Francesa en las ejecuciones públicas?
- ¿Qué cara pondría la niña cuando su padre, borracho perdido, le dijera
con la lengua estropajosa: “toma mi amor, un tanga decorado de fantasía”?
- La del consolador ¿terminó por usarlo en Nochevieja? ¿Antes o después
de las uvas?
De verdad, que hay que tener cuidado con
quién invitas a tu mesa en ciertas ocasiones.