En un lejano país, frío y desangelado, vivía una preciosa
Princesa con sus dos infantes, a los que adoraba y mimaba. Toda su vida, la de la Princesa, se basaba en atender y cuidar
de sus hijos, para que nada les faltara. Durante el día, se levantaba temprano y acompañaba personalmente a sus hijos a las dependencias en donde sus tutores,
se encargaban de proporcionar la
más exquisita educación que un noble podía recibir.
Ciencia, Humanidades y Arte, eran sólo algunas
de las principales materias que los infantes debían estudiar. La Princesa, ponía una atención especial
en esa faceta de la vida de sus pequeños a sabiendas de que, en un futuro, ellos deberían acometer
tareas de gobernantes, tal vez incluso, en reinos lejanos
y desconocidos.
La Princesa
vivía sola, pues su esposo,
el Príncipe, siempre
estaba fuera del reino, embarcado
en alguna extraña
aventura, cazando animales
exóticos en países muy lejanos,
o desafiando a increíbles monstruos de múltiples cabezas. Sus ansias
de aventura y de conquistas, no tenían fin. De todas formas, la Princesa, agradecía que su esposo estuviera fuera todo el tiempo que deseara, ya que sus ademanes eran toscos y violentos. Ella pensaba que de tanto estar en un mundo salvaje y sin sentimientos, se había deshumanizado y ya hacía mucho tiempo que no le agradaba su compañía. Atrás quedaron los tiempos, en los que el Príncipe
bebía los vientos
por ella y viajaba desde
lejanos lugares, para reencontrarse con su amada. Tal era el amor y la pasión
que le encendían, que no podía estar
sin verla.
Sin embargo,
desde el mismo momento de las nupcias,
la Princesa comenzó
a notar un cierto cambio en la actitud
de su maduro esposo. Con el tiempo,
ese ligero cambio, pasó a ser más que notable y finalmente, se terminó por convertir en un auténtico ogro, que la maltrataba a ella y a los dos pequeños,
golpeándoles a veces y las más, simplemente, despreciándoles e insultándoles. Fue entonces, a partir
de ese momento, cuando la Princesa, ofreció
la posibilidad a su esposo de que viajase por tierras lejanas y diera rienda suelta a su agresividad y mal carácter. Al menos, de ese modo, la vida sería más tranquila y más segura para todos.
La vida de la bella Princesa
era sencilla pero intensa. Giraba alrededor de sus hijos, dejando su escaso tiempo libre para compartir
con sus muchas amistades, las cuales, venían de todos los contornos a hacerla compañía,
ya que la Princesa, casi nunca
salía de su Castillo. Incluso, alguna de esas amistades,
venía desde otro reino cercano
para disfrutar de su hospitalidad, de su amena conversación, de sus gustos musicales,
de su exquisito gusto por las antigüedades y de sus habilidades en el arte culinario.
Las veladas eran agradables y se extendían hasta altas horas de la noche. Muchas veces,
era tan tarde,
que alguna de sus amigas,
debía permanecer en los aposentos del Castillo para garantizar su seguridad, ya que transitar
por esos parajes
a esas
horas,
podría
ser
peligroso; podía uno encontrarse con algún animal hambriento o dañino. Durante esas reuniones,
mientras los juglares amenizaban con su música, la Princesa y sus damas, charlaban
en un tono cada vez más animado, sin duda, fruto de alguna que otra barrica de buen vino del que solían
extraer sus líquidos, acompañando
a estos caldos con ricas y apetitosas viandas,
que solían traer de otros lugares, para de este modo, ir conociendo otros manjares. Solían contarse todos
los chismes y rumores que se decían por los alrededores y reían felices, con los ocurrentes comentarios de unas y de otras.
La Princesa
era muy hermosa, y a pesar de lo mucho que había
padecido a causa de los sinsabores con los que le había regalado su esposo, disfrutaba de un espléndido sentido
del humor; siempre estaba
sonriendo, era muy respetuosa con todas las personas de su alrededor, y gozaba de un carácter
cálido, amable y sensible, lo que la convertía en una persona muy querida y respetada por todos en su reino. A pesar de todo, echaba en falta su país de origen. Ella, se había casado con su esposo, el Príncipe, y se había trasladado a vivir a ese país, sin ni siquiera hablar
su lengua. Por amor, había dejado su país natal, sus amigos y a toda su familia,
un reino lleno de luz, de sol, de personas
amables, simpáticas y abiertas, para ir a vivir a un país lejano
que no conocía, lleno de personas
con un carácter
serio y taciturno, aunque
educadas y correctas.
Un día, mientras paseaba
por los amplios jardines de su Castillo,
emplazado en lo alto de una colina, miraba a lo lejos, abajo, a cuyos pies discurría
un caudaloso río
de aguas profundas pero tranquilas. Veía a las gentes del pueblo, discurrir
de un lado a otro de uno de los puentes que lo cruzaba.
Pensó que todo aquello que le rodeaba
era hermoso, con un gran y frondoso bosque justo al otro lado del río, por donde ella misma,
solía
dar largos paseos, mientras estaba ensimismada en profundos pensamientos sobre su futuro y el de los infantes, los cuales, muchas veces, también la acompañaban. Pensaba en los juegos que compartía
con sus hijos, unas veces en el bosque, otras en los jardines, otras en las orillas del río. En verano, cuando el calor apretaba, solía acompañar a sus hijos a
una parte del río que disfrutaban casi en privado.
No era demasiado profunda
ni peligrosa, ni tampoco era concurrida
por los habitantes
del pueblo, que en su mayoría, huían del agua como de la peste. En todo caso, aquellos
más aventureros, solían utilizar
una parte del curso del río que estaba un poco más abajo del que utilizaba la familia de la Princesa.
Y sin embargo, no era feliz.
Su esposo, hacía tiempo que había dejado de cumplir con sus obligaciones de padre y Príncipe. Ella, tuvo que asumir el papel de Príncipe y de Princesa, además del de madre.
La soledad, las tareas
de Gobierno, las de madre…
eran demasiadas responsabilidades para una hermosa mujer, joven y con muy pocas contrapartidas a cambio. Tomó la determinación de regresar a su país con sus dos hijos.
Mandó llamar a uno de sus correos, el cual, partió inmediatamente con rumbo a un remoto país, en el que según las últimas noticias
residía el Príncipe,
con la noticia de la decisión
tomada por la bella Princesa.
Mientras llegaba el momento final
de emprender el camino de regreso,
debía antes, organizar todos los asuntos
pendientes relativos, tanto a su Principado como a su entorno más íntimo y personal. Uno de esos aspectos a los que la Princesa
había decidido prestar atención
era precisamente el referido
a su
corazón.
La princesa, era reconocida como una mujer hermosa, educada,
culta, sensible y delicada,
y con un carácter afable y accesible a todos
sus conciudadanos. Sin embargo, la prolongada ausencia del Príncipe
y los rudos modales de los que había hecho gala éste con anterioridad, habían contribuido a enfriar, más bien congelar,
los sentimientos tiernos y sinceros
que un día albergó en su corazón.
Ella, anhelaba encontrar todavía a ese
Príncipe,
con
el que siempre había soñado y hacía ya mucho tiempo, que se había dado cuenta,
de que algo tenía que hacer al respecto.
Habló de estos asuntos con sus Consejeros, con sus amigas de
tertulia y todos estuvieron de acuerdo en sugerir a la Princesa
que dada su juventud, su belleza y su carácter,
no le resultaría difícil encontrar
a un joven Príncipe que estuviera interesado en compartir su vida y la de sus dos pequeños
hijos. Era más que evidente, que el esposo,
ya no estaba interesado en semejantes asuntos
y era estúpido, dejar que el tiempo
marchitara tan bella flor. Juntos, los Consejeros
y la propia Princesa,
definieron las características que debería reunir el candidato. Aunque
el aspecto físico tenía su importancia, ésta era relativa.
Se puso mucho más interés
en definir aquellas
cualidades humanas que debían adornar al
aspirante al corazón de la Princesa. Una vez que hubo acuerdo,
se determinó hacer público que la Princesa, deseaba
entregar su corazón y
compartir su vida con aquel joven Príncipe
que pasara las pruebas.
Se decidió
que lo más inteligente y lógico,
era buscar al nuevo Príncipe
en el país de origen de la Princesa,
ya que, como se ha dicho anteriormente, la Princesa había tomado la decisión
de regresar a su país. A
pesar de ello, no se pudo evitar que los rumores traspasaran las fronteras y cuando se supo que la Princesa
buscaba a alguien
con quien compartir
el resto de su vida,
jóvenes y menos jóvenes de todos los países, enviaron
sus misivas con las glosas de todos aquellos
que se convertían en aspirantes al corazón de la bella dama.
La Princesa, se vio abrumada por tal cantidad
de mensajeros venidos desde todos los puntos
cardinales, trayendo consigo las cartas de sus correspondientes
pretendientes.
Leyó algunas personalmente, que le habían hecho
llegar sus ayudantes, tras sufrir una criba rigurosa.
Otras, no las pudo ni siquiera
entender, por estar escrita en alguna lengua extraña que la Princesa
no conocía. Otras,
eran tan petulantes, que ni siquiera
se tomó la molestia
de contestar. Pero hubo una, que sí, que le llamó la atención.
Venía del país al que ella se trasladaría al año siguiente. La leyó.
A miles de leguas de donde vivía la bella Princesa, habitaba un joven y apuesto
caballero, que aunque no disfrutaba de un noble linaje, sí era reconocido por sus paisanos, amigos
y convecinos como una gran y noble persona.
De aspecto recio y robusto, tenía
un cierto aire de luchador
o de gladiador, sin duda, por haber tenido la oportunidad de combatir en mil batallas
y justas, como todos los jóvenes de la región. Sin embargo, sus modales eran distintos a los de la mayoría. No se distinguía por el porte o la elegancia de sus
ropajes, ni por sus andares, ni por la
belleza de su montura, que no iba especialmente enjaezada, pero sí que era muy evidente
al escucharle. Mientras hablaba, de un modo tranquilo y pausado, generalmente mantenía la mirada en los ojos de la persona
que le escuchaba y se notaba que había
recibido una cuidada educación. Educación, que nuestro
joven caballero fue cultivando,
leyendo libros de los más variados temas de los que
tuvo la oportunidad de conocer y
disponer o participando en animadas
charlas con los hombres
más cultos con los que tuvo ocasión
de tropezar.
Tenía nuestro caballero, un noble corazón,
fruto del tiempo y de los estudios que había compartido con los clérigos del cercano Monasterio. Aunque no entendía
algunos de los extraños
conceptos que sus amigos los monjes intentaron inculcarle, en el fondo compartía
con ellos un cierto espíritu de hermandad entre todos los hombres, sea cual fuere su estrato social, económico o cultural. Eso sí, cuando decidía ayudar a algún necesitado,
procuraba no hacerlo a la vista de todos, como hacían la mayoría
de los señores. Antes al contrario, elegía bien el momento
y la ocasión para intentar, en la medida de sus posibilidades, paliar o aliviar los males de los más desfavorecidos, bien proporcionándoles algún tipo
de tarea, incluso temporal, bien poniéndoles sobre aviso de dónde podrían
satisfacer sus necesidades.
No era amigo de aventuras ni de riesgos
gratuitos,
sólo
por combatir
el aburrimiento, como hacía la mayoría. Sin embargo, sí era atrevido
y en ocasiones, osado, cuando las circunstancias lo exigían. Trataba a las jóvenes doncellas, con la misma delicadeza
con la que trataba a las damas de la nobleza, al menos, hasta que alguna
le demostrara que debía recibir el trato contrapuesto.
Estaba un día nuestro apuesto caballero meditando
sobre su futuro,
bajo la
sombra de un frondoso
árbol en el bosque. Pensaba, que ya iba siendo hora
de encontrar a una buena mujer con la que compartir
sus largos y venturosos años venideros. Consideraba qué podía aportar
a dicha unión
y pensó que muchas mujeres, podrían
considerarse afortunadas de encontrar a un hombre
como él. Hacía, mientras tanto, un rápido repaso a las candidatas teóricas,
descartando a la
mayoría. Unas, por su escasa
educación; otras por su dudoso
estado mental; alguna
por su corazón excesivamente ardiente; otras, por su corazón
frío; otras, por estar ya comprometidas, o por su nulo sentido
del humor, su mal carácter….Así fue, una a una, repasando a todas las mujeres que conocía, llegando a la triste conclusión, una vez más, de que en ese territorio, no iba a encontrar a su amada.
De repente,
vio acercarse por el camino que conducía
al pueblo a un extranjero
montado a caballo. Tenía aspecto el joven extraño, de ser un paje, un mensajero, un emisario. Subió a su montura y le siguió a una prudente
distancia, caminando hasta la plaza principal del pueblo. Allí, bajaron ambos jinetes
de sus respectivas cabalgaduras y se miraron
y entrecruzaron un fugaz pero cortés
saludo. El joven extranjero,
se dirigió
entonces al tablón en el que se colocaban las noticias y los anuncios
para general conocimiento de sus vecinos.
Allí clavó el anuncio en el que la Princesa,
hacía
saber
a todos los
jóvenes nobles y caballeros, que deseaba encontrar
a uno en especial, con el que poder compartir
el resto de sus días, en un ambiente
lleno de armonía, de paz, de serenidad, de equilibrio, de amor y de pasión.
El anuncio, estaba escrito en la lengua
local, y fue la causa de que se arremolinase un nutrido grupo de personas. Por lo menos,
las que sabían leer. Los
más impulsivos y aventureros, corrieron
como alma que lleva el diablo a sus mansiones y palacios, para dictar a sus escribanos las correspondientes cartas
que enviarían a la Princesa, alabando
y glosando sus proezas
y heroicidades.
El tiempo que los escribanos tardaban
en transcribir los deseos de sus señores a los
pergaminos,
era
directamente
proporcional
a la
egolatría
y
vanidad
de
sus orgullosos amos. Unos en verso, los más, en prosa, pero todos abarrotaban sus escritos de loas
y auto- alabanzas, pensando
que con ello, iban a deslumbrar a la bella Princesa. Tierras, posesiones, señoríos, feudos,
títulos nobiliarios, apellidos ilustres, rangos militares…todo valía para ensalzar
y agrandar la fama de cada candidato.
¡Pobres ignorantes! ¡Pobres ilusos!
Ellos pensaban que con sus escritos la Princesa caería rendida a sus pies, y lo que conseguían
era precisamente auto- descartarse, por orgullosos, pedantes
y excesivamente autocomplacientes con sus supuestas
ventajas.
La Princesa, lo que deseaba encontrar
era un corazón cálido,
sencillo, leal y apasionado que latiera en el pecho de un hombre digno de poseerlo. Un hombre culto, atento y educado,
con el que poder departir
en las largas noches del invierno, junto al calor de la chimenea.
Un hombre apuesto,
sí, pero paciente
y comprensivo, porque debería acompasar su vida a la de tres personas
nuevas: la Princesa
y sus dos hijos pequeños.
Un hombre que le fuera fiel aún en la distancia. Un hombre respetuoso, que supiera dar cariño y permitiera que se lo
diesen a él. Un hombre con gran sentido del humor, y no un hastiado, desanimado o tedioso
caballero,
más proclive a contar historias de su pasado que a compartir las que habrían de venir.
Nuestro apuesto
caballero, se quedó solo
y pensativo
un rato largo, leyendo y volviendo a leer el aviso colgado
en el tablón, mientras los otros señores
del lugar, salieron
despavoridos hacia sus haciendas. Pensaba en la tentadora
oferta de una princesa que, aun siendo
de su mismo país, vivía desde hacía largos años en otro
muy lejano. Sopesaba cómo habría podido influir
en su carácter, los distintos avatares que la Princesa
vivió. Qué era lo que motivaba
a una supuesta bella mujer, a anunciar a los cuatro
vientos que iba en busca de un marido, de un esposo, de un compañero, de un Príncipe, de un padre.
Estaba en estas, cuando
se encontró de nuevo
con el mensajero que
había traído la buena nueva. Este, se acercó
y preguntó dónde podía
dar descanso al caballo y
a sus huesos y nuestro caballero, le respondió:
-
En la misma posada en la que,
si
vos
no
tenéis inconveniente, pienso convidaros a una jarra de buen vino y una charla amistosa.
-
Acepto encantado, -respondió el mensajero. Después de un viaje
tan largo bien merece la pena un buen trago, una buena carne y un buen amigo.
Enseguida congeniaron
y se encaminaron juntos a la posada del pueblo. Estaba muy cerca de uno de los dos
puentes que cruzan el río y disponía de un amplio espacio de terreno, en el que
las caballerías, podían pastar plácidamente hasta hartarse. Además, las cuadras, estaban secas y acogedoras, al resguardo de los rigores de las inclemencias del tiempo.
En otra parte del terreno,
estaba la posada
para viajeros, donde
como había asegurado nuestro caballero, se dormía en cama caliente
y con sábanas limpias y se comía y se bebía aún mejor. Después de dejar al caballo del mensajero, entraron
y se sentaron en una mesa, un poco apartada del bullicio. Todos
comentaban la revolución que había supuesto
para ese pueblo, la llegada de esa noticia y hacían cábalas, y bromeaban y algunos infelices
soñaban con conquistar el corazón
de la bella y desconocida Princesa.
El
posadero se acercó a ellos:
-
¿En qué les puedo servir, señores?, preguntó.
- Traiga una jarra
de su mejor
vino, respondió nuestro caballero.
- Y una pieza
de caza, que
tengo apetito!, añadió el
mensajero.
- Enseguida, - prometió
el buen hombre.
Al instante,
una joven hermosa y
simpática, se acercó a la mesa, depositando lo que los señores habían solicitado. La joven, al ver que se trataba
de nuestro noble caballero,
le saludó cortésmente, mientras hacía
un
gesto
de
extrañeza
al
no reconocer
el rostro del otro individuo.
El mensajero, se fijó largamente en la mesonera mientras
ésta se alejaba en busca de otros
pedidos de otros clientes.
- Buena moza! Joven
y agradable!, afirmó el mensajero. ¡Seguro
que vos frecuentáis esta posada con asiduidad!, añadió con una mirada pícara
dirigida a nuestro caballero.
- Decidme, mensajero, ¿de dónde venís?, le preguntó, cambiando de tema y dirigiéndolo hacia
donde verdaderamente le interesaba.
- De Germania.
Por unos instantes, nuestro
caballero, se quedó perplejo por la respuesta. Sabía perfectamente la enorme distancia
que les separaba
y por eso, le sorprendía aún más.
- Decidme, ¿podéis describir
a la Princesa? Pienso que si una Princesa, necesita anunciar que anda en busca de
un esposo, debe ser porque la pobre no es muy agraciada, no?, preguntó con cierta
lógica nuestro caballero.
- No os confundáis,
señor! La belleza de la Princesa, no
está en entredicho. Es hermosa, tiene un carácter afable, simpático y goza de un
excelente sentido del humor. Es femenina, educada y sociable y siempre trata con
cariño y respeto a cuantos se acercan a ella - respondió ufano el mensajero.
- Pero entonces, no
entiendo! ¿Dónde está el problema? ¿Porqué no es capaz de encontrar a un hombre
digno de ella?, - preguntó confundido nuestro caballero.
- Ahí está la
cuestión, noble señor. Vos habéis pronunciado
la palabra exacta.
- ¿!¿
- DIGNO, mi señor, habéis
dicho digno. Vos sabéis, tan bien como yo, que gente con poder y riquezas, hay mucha.
Nobles con grandes haciendas e influencias, también, pero creedme, señor, lo que
la Princesa busca no es oro del que se ve, es oro del que está dentro del corazón.
Y esos, son escasos de encontrar y casi siempre, los más poderosos, suelen ser los
más tacaños, y a veces ruines. No, señor, no, no se confunda vuesa merced.
- Entonces, si lo
que decís es cierto, ¿cualquier persona sea
noble de cuna o no, o tenga riquezas o no, podría luchar por conquistar el corazón
de la Princesa, no es cierto?,
- preguntó nuestro caballero, un poco preocupado por la gran cantidad de competidores que pensaba se iba a
encontrar.
- En teoría, así es,
señor.
La respuesta, no tranquilizó en absoluto a nuestro caballero, que siguió conversando animadamente con su nuevo amigo,
el mensajero venido
de Germania, hasta que éste hubo saciado
su apetito. Hablaron
de sus países, de las diferentes costumbres
y usos, de las mujeres,
del vino, del paisaje y de la caza.
- ¿Cuándo regresáis a vuestra tierra, querido amigo?, - preguntó nuestro
caballero.
- Descansaré un par de días en este pueblo y después partiré
de vuelta, señor.
- En ese caso, en
vez de que durmáis en esta estupenda posada, os ofrezco mi humilde morada, en
donde os podréis sentir como en la vuestra,
- dijo nuestro caballero mientras mantenía la mirada fija en los ojos de su
amigo el mensajero.
- Acepto gustoso
vuestro ofrecimiento. Realmente,
sois generoso.
-
Bah, no se hable más!. Dejad a vuestra montura que se
harte de
hierba, de paja y
de heno, aquí está
bien cuidado y acompañadme a vuestra nueva casa.
Nuestro caballero,
pidió la cuenta al posadero
y no permitió que su nuevo amigo,
corriera con los gastos. ¡Guardad
ese dinero, amigo mío, tal vez lo necesitéis en otro momento!, le dijo en un tono amistoso.
Llegaron a la casa de nuestro
caballero. La sirvienta, que llevaba cuidando
de su señor toda la vida, desde
que era un bebé, acudió a abrirles
la puerta de la casa.
- María, acomoda a este
buen amigo en una habitación y tú, ves a dormir que ya es tarde.
- Sí señor, respondió
obediente y cansada María.
- Dormid hasta que gustéis.
Descansad y reponeos, mi buen amigo.
- Gracias, así lo haré.
Realmente estoy rendido, - respondió
el mensajero.
Y todos se retiraron
a descansar.
A la mañana siguiente, no se apresuraron mucho en despegarse las sábanas. Entre el cansancio del jinete y la jarra de vino de la posada de la que dieron buena cuenta ambos amigos,
se levantaron mucho después de la hora acostumbrada. No así, María,
la fiel servidora y ama de cría
del señor de la casa, que
fiel a su costumbre, una vez hubo reposado lo necesario saltó del catre
y se puso con sus quehaceres domésticos.
Cuando los hombres bajaron al comedor de la
casa para desayunar, se encontraron con que María, ya les había preparado
el pan recién hecho y había traído leche recién ordeñada. No se dieron
prisa en terminar
su desayuno, pero cuando lo hicieron, acordaron
dar un paseo a lomos de caballo
por los alrededores.
El día acompañaba. Hacía un sol espléndido que, aunque no calentaba
demasiado, por lo menos el ambiente era tibio y propicio para el paseo y
la holganza. Subidos en sus monturas, cabalgaban
como amigos de toda
la
vida
y conversaban de esto y de aquello.
Pronto, nuestro caballero, se percató de que el mensajero, no era un simple paje al servicio
de la Princesa. Sus palabras, ademanes y en general su compostura, hablaban bien de él y de una buena educación
recibida. Le preguntó al respecto
y el mensajero le respondió:
- He vivido toda mi vida
entre cortesanos, rodeado de buenas gentes con buena educación y de tanto
escuchar a unos y otros, he acabado aprendiendo ciertas normas, ciertos protocolos.
Mi educación, no se basa en los años de escuela, sino en
la observación de los otros.
- Sabia postura la
vuestra. Y decidme, ¿conocéis bien a la Princesa?
- Veo que mostráis interés
por ella y os seré sincero. Se puede decir que conozco bastante bien a su Alteza,
aunque a ella, no le agrada ser tratada de esta forma, salvo en casos de estricto
protocolo. La Princesa, es una dama con
la que he tenido la
oportunidad de compartir mucho tiempo y muchas charlas y podría decirse que sí,
que he llegado a conocer bastante bien su manera de ser y de pensar.
Continuaron su paseo por las lomas cercanas
al pueblo. Cuando
llegaron a lo alto de una de ellas, se sentaron
en la hierba a contemplar el paisaje que se extendía a sus pies. A un lado de la colina, estaba el pueblo,
partido en dos por el río que lo atravesaba. Desde donde
estaban,
se divisaba el resto del valle
y
los
pueblos dispersos por él. Siguieron hablando
del motivo central que les había unido y el mensajero, aconsejó al caballero.
-
Señor, habéis mostrado un noble interés en conocer cuantos aspectos puedan interesaros
de la Princesa, pero en ningún momento me habéis preguntado por sus tesoros, sus
posesiones, sus riquezas, sus tierras. ¿Es que no os interesa el dinero o el poder?
Al principio,
el caballero, se quedó un poco confundido, como si no esperase la pregunta
o
aún
peor,
como
si
nunca
hubiera reflexionado sobre esos asuntos. Finalmente, después
de unos segundos, le respondió
al mensajero:
- Pues realmente, no, querido amigo. Durantes los años que estuve aprendiendo con los monjes
en el Monasterio que veis allá a lo lejos, aprendí a distinguir las cosas importantes,
de las que no lo son. Las importantes, son
aquellas que permanecen en el tiempo invariablemente. Las otras, pueden
proporcionar un poder o una riqueza, pero tan sólo es temporal. Se van con el viento en tiempos de guerras, si
hay enfermedades o por un golpe de mala fortuna. Sin embargo, las cosas
importantes, nunca se ven afectadas
por tales infortunios.
- Y qué cosas son esas
tan importantes, para vos, que os hacen olvidar las riquezas de una dama, de una
Princesa, el poder de gobernar sobre un vasto territorio, sus privilegios.
El caballero, le miró un instante a su amigo. No sabía si en la pregunta
habría alguna trampa
de la que no se había percatado. Tal vez, si insistía en mantener tal postura,
podría ser calificado como inocente
o infantil, pero en todo caso, fue fiel a si mismo y a su manera de pensar.
- La mirada de una
mujer enamorada; la sonrisa de un niño feliz;
el canto de los pájaros en el bosque
un día luminoso de primavera; el
abrazo de un amigo; la gratitud de otro; un beso de la mujer amada; una misiva
de su puño y letra impregnada de
su perfume; el respeto de tu vecino; la admiración de tu contrincante en la
batalla; la charla con una persona buena. Son sólo algunos pocos ejemplos, pero
hay más.
- He venido observando
desde ayer que coincidimos y creo que sois un buen hombre; serio, honesto y leal.
Muchos de vuestros vecinos, se han apresurado
a responder a la invitación de la Princesa
y tienen trabajando a destajo
a sus escribanos.
Sin embargo, vos, no dais señales de querer
participar en esa lid. ¿Por qué? – preguntó intrigado el mensajero.
- No creo ser digno
de una Princesa. Es más, es muy posible
que la Princesa ni siquiera se tome la molestia de leer lo que le tenga que
decir un simple caballero como yo, que
no ostenta título nobiliario, ni poder ni autoridad más allá de las paredes de
su casa, ni tierras
ni haciendas importantes, más
que para proporcionarme un
sustento digno – contestó el caballero.
- Vos sois también un
guerrero, un luchador. ¿Alguna vez habéis ido al combate sabiendo a ciencia cierta
cuál iba a ser el desenlace del mismo?.
- Nunca, -
respondió. Siempre cabe la posibilidad de ser desmontado del caballo o ser herido de gravedad, como todo el mundo sabe.
- Entonces, mi señor,
¿qué tenéis que perder?, ¿a qué le tenéis tanto miedo? Decidíos de una vez y enviad a la Princesa vuestra carta.
Habladle como lo hacéis conmigo, con la misma honestidad, con la misma naturalidad.
Yo mismo, os
prometo, entregaré en mano a su Alteza vuestra
carta – aconsejó el mensajero.
- Acepto vuestro consejo,
porque sé que viene de un fiel amigo, al que hace poco que conozco, pero al que
he aprendido a estimar. Antes de vuestra partida, os entregaré una carta dirigida
a la Princesa.
Continuaron su paseo por los alrededores del lugar, visitando los
pueblos vecinos, en donde pararon
para hacer un alto en el camino y reponer fuerzas a base de buen comer y de beber, eso sí, con moderación. Juntos siguieron durante
todo ese día. Al llegar a la casa, ya cerca del atardecer,
ambos se separaron.
El mensajero, partiría al día siguiente
y aunque no tenía previsto
levantarse demasiado temprano,
sí que deseaba darse un baño y descansar antes de regresar
a su país de adopción,
junto a la Princesa.
Por su parte, nuestro
caballero, después de asearse convenientemente y de cenar, se aprestó a escribir
su carta a la Princesa.
Al principio, dudaba cómo hacerlo,
pero se acordó de los cariñosos
consejos que le había dado su amigo, el mensajero,
que roncaba como un bendito en el piso de arriba.
Cuando hubo terminado
de escribirla
y de sellarla, se encaminó a su dormitorio para descansar. Al día siguiente, su amigo partiría
de regreso y quería despedirse de él.
El mensajero fue,
después de María, el primero en levantarse. El baño de la noche anterior y el sueño reparador, habían hecho milagros. Se encontraba con fuerzas para regresar
al lado de la Princesa
a pesar de ser un largo camino. Mientras desayunaba abundantemente el
suculento plato que María le había preparado (“ Coma vuesa merced, coma, que aún le espera un largo viaje
y necesitará estar fuerte y bien alimentado”) acompañado de uno de los mejores vinos de los que disponía
el señor de la casa, éste, también se levantó
y bajó al comedor. Saludó efusivamente a su amigo, no sin sentir un poco de nostalgia
aún antes de su partida. Compartió
con él el desayuno y juntos brindaron
por su amistad, por la salud de la Princesa y por un venidero y feliz reencuentro de ambos.
- Os aseguro, amigo mío,
- dijo el mensajero- que nos volveremos a ver y a no mucho tardar.
- Eso espero – contestó
el caballero.
Al terminar, le fue entregada
la carta al mensajero, para que la hiciera llegar a la Princesa. Recogió
su escaso equipaje,
puso a buen recaudo la carta
y se encaminó a la salida. Al montar
en su caballo, vio que su amigo también
hacía lo propio.
-
Os acompañaré
hasta la salida del pueblo. Nos despediremos
allí – le dijo el caballero.
Al llegar
a un punto del camino, algo
distante de las afueras del pueblo,
se detuvieron.
- Os acompaño hasta
aquí, buen amigo. Continuad vuestro viaje en paz. Os recordaré como una buena persona
que el destino cruzó en mi camino. Dios quiera que nos vuelva a hacer coincidir
para disfrutar de vuestra compañía.
- Creedme, mi buen señor, si os digo que estoy plenamente
convencido de que nos volveremos a ver.
Se
fundieron en un largo y cálido abrazo y
se despidieron.
El mensajero de la Princesa,
se iba alejando cada vez más camino del horizonte. Cuando ya apenas se podía divisar su figura, el caballero volvió
la grupa y regresó a su casa, a continuar con sus hábitos cotidianos.
En el Castillo donde residía la Princesa, se dio la voz de
que, después de varias semanas, llegaba
el mensajero sano y salvo. La Princesa,
en cuanto tuvo noticia, se
apresuró para recibirle
y saber qué nuevas le traía. Con paso ligero, casi corriendo, salió
a su encuentro apenas descabalgó.
- Mi querido primo,
¡por fin habéis vuelto! – le dijo llena de alegría mientras con sus brazos le rodeaba el cuello. Parecéis cansado, enseguida reposareis, pero antes,
decidme ¿habéis encontrado entre los nobles
de mi tierra a algún candidato? – preguntó impaciente la Princesa.
- Mi querida prima,
¡cuánto me alegro de volver a veros! Cada día que
pasa, os encuentro más hermosa
– respondió agradecido el mensajero. ¡Tened calma! ¡Dadme aliento y reposo! Os lo
ruego.
- Claro que sí. Qué
egoísta soy. Habéis permanecido en el camino semanas enteras y yo aquí, a punto
de asaltaros para que me confiéis vuestras
noticias. Esta noche, a la hora de la cena, cuando hayáis
reposado
un tanto de
vuestro fatigoso
viaje, charlaremos y me lo contaréis
todo, ¿verdad? – casi afirmó más que preguntó la Princesa.
- Como gustéis, prima.
Será mejor así. Esta noche, os lo contaré todo.
Durante toda la tarde, la Princesa
se mostró impaciente. Se contuvo más de una vez de entrar en las habitaciones de su primo, el mensajero, para sonsacarle. Respetó
el acuerdo de por la mañana de que sería en la cena, cuando le rendiría cuentas de su viaje. Cuando ya el mensajero
se hubo repuesto de su largo y cansado viaje, se vistió con ropas más adecuadas
y bajó al salón del Castillo, donde en breve se serviría
la cena. Allí, se encontró ya preparada a su prima,
la Princesa, radiante
y expectante.
Su primo, a sabiendas
de sus ansias por conocer noticias de
su país, al principio jugó con ella. Comenzó
a hablar de las personas con las que se
había encontrado por el camino, de esta y aquella
tormenta que le sorprendió en este y en aquel sitio, del riesgo que había corrido y de mil batallas, muchas
de ellas inventadas como excusa para bromear y hacer chanza con su prima. Cuando
la Princesa estaba a punto de estallar
furiosa
de impaciencia, fue cuando el mensajero comenzó a relatar
lo que de verdad su prima anhelaba.
Empezó por describir el paisaje, el clima y las gentes que tanto deseaba volver a encontrar
en el país que había dejado unos años atrás. Narró su llegada al
pueblo, en donde conoció al caballero del que después,
terminó siendo su amigo. Le habló,
de los nobles de la comarca,
de los poderosos, de los terratenientes. Le dio su opinión. Y finalmente, le habló de su amigo el caballero.
Habló de su educación,
de su generosidad, de su honradez,
de su amistad. Tantas lisonjas
derramó sobre él, que la Princesa se sintió irresistiblemente intrigada por él, y
llegó a preguntar si podría llegar
a conocerle en persona.
“Tal vez, de esta forma lleguéis
a conocer mejor a este admirador”,
le dijo su primo mientras
le alcanzaba la carta que su amigo el caballero
le había escrito. Había cumplido
la promesa de entregarla en mano a la Princesa.
La princesa, leyó
la carta con atención y en silencio.
Era sencilla en sus
formas, sin pretensiones. Parecía sincera y honesta. Daba la sensación de estar
escrita por una persona que podría encajar con ese perfil que los sabios y los consejeros,
habían determinado como el idóneo. Luego, siguió hablando
con su primo. Se deshizo
en elogios acerca de su ya amigo y le sugirió que entablase una correspondencia para que así, de esta forma, fuese ella
misma
quien
pudiera
juzgar
con
mayor criterio
si sus palabras
eran exageradas
o no.
La Princesa, decidió
contestar
a
su
desconocido pretendiente. Dictó
a
su amanuense preferido su respuesta. Le explicó que le había gustado
la carta y le contó cuál era la situación
por la que estaba atravesando y cuáles sus intenciones.
Después que la Princesa
hubo terminado, uno de sus lacayos
tomó su carta para que se la hiciera
llegar al caballero. Se acordó que el sistema
más rápido era el de paloma mensajera
y así se hizo. En una pata de una de las palomas más veloces y resistentes, se enganchó
la respuesta de la Princesa.
Por primera vez
en mucho tiempo, tuvo la agradable sensación de haber encontrado a alguien verdaderamente
especial, diferente a
lo
que había
acostumbrado.
Pronto se estableció entre ellos, un flujo constante de cartas que iban y venían con alas. Los contenidos, cada vez eran más hondos,
más intensos, más sinceros, más abiertos.
Se abría ante ellos, ante la Princesa, un futuro prometedor. Parecía que el caballero con el que mantenía la correspondencia, encajaba
con el tipo de persona que
más
le atraía por sus cualidades humanas
y se correspondía con las informaciones que su primo, el mensajero, le había confesado.
Tal era el interés que se habían despertado mutuamente cada uno en el otro, que finalmente acordaron
encontrarse y conocerse
en persona. La Princesa, en una carta, invitaba oficialmente a su desconocido caballero
a visitarla en su Castillo, aprovechando la ausencia de los infantes,
lo que sin duda, la liberaba de sus tareas principales
de madre.
Asimismo, dio instrucciones
precisas para que su caballero
pudiera llegar sano y salvo y no se perdiera
por el camino, asegurándose de paso que frecuentara caminos transitados
y por tanto, con menor
peligro
de ser objeto
de salteadores y ladrones.
A medida
que se acercaba la fecha fijada para el encuentro,
la Princesa se mostraba más inquieta, nerviosa y alterada. Cada día preguntaba si se tenían noticias de algún asalto, accidente o cualquier eventualidad que hubiera podido
afectar a su caballero, ahora andante. Por su parte, él, debía de contenerse
a la hora de azuzar a su montura, pues tampoco
era cuestión de reventar al pobre caballo.
Tales eran las ansias
de encontrarse con la dama que tanto fuego había encendido en su corazón a través de sus cartas.
Cuando finalmente se encontraron cara a cara, el encuentro no tuvo nada de protocolario. Ambos, tenían
la sensación de conocerse muy bien a través
de las muchas cartas que habían intercambiado y de las emociones y sentimientos puestos
en ellas. Era como si se conocieran de toda la vida, salvo en el aspecto físico. Corrieron el uno hacia el otro apenas se vieron y se entrelazaron en un cariñoso pero largo e intenso
abrazo. Sus corazones
estaban a punto de salirse del pecho de cada
uno. Todo parecía que salía, menos las
palabras. Sobraban las palabras. Hablaba la piel.
Con los ojos algo húmedos
por la emoción, se miraron
fijamente, en silencio.
Sonreían encantados, como incrédulos de estar allí los dos, cogidas sus manos y sin decir casi palabra.
Con la discreción que le caracterizaba, el primo de la Princesa,
se acercó por la espalda de su amigo el caballero.
-
Te prometí que entregaría tu carta en mano y lo hice. Te aseguré
que no tardaríamos mucho en
vernos y aquí estamos. ¡Bienvenido, amigo
mío!
El caballero, se volvió rápidamente al reconocer la voz y sin soltar en un primer momento las manos de su Princesa,
miró atónito
a la cara de su amigo, el otrora mensajero. Parecía no entender
nada, como si fuera fruto de una burla o un engaño, pero en todo caso,
feliz de reencontrarse con su amigo.
- Te presento a mi primo,
- intercedió la Princesa-. De vez en cuando me hace favores como servirme de mensajero.
Rompieron a reír los
tres a carcajadas, mientras ellos, se fundían en un efusivo abrazo de hermanos.
Luego, todos juntos, se encaminaron hacia el salón principal del Castillo, donde su enorme chimenea, llevaba horas devorando
leña y había caldeado la estancia. Se les veía felices, disfrutando al mismo tiempo de su felicidad y de la de los otros. La Princesa
y su primo, bromearon
con respecto al equívoco del papel
de mensajero que a la postre, fue casi determinante debido
a la inmejorable sensación que aportó a su prima. Después de descansar
un poco, cenaron.
La mayor parte de la servidumbre, de los criados
y de la guardia, había recibido un permiso especial
con el fin de mantener
en la más estricta
privacidad este encuentro tan especial. Fue una maravillosa conjura a favor del amor. Tras la cena, mantuvieron una animada conversación entre los tres, hasta que las fuerzas del caballero, empezaron
a flaquear debido al cansancio por el largo
viaje y las fuertes emociones. Finalmente, se retiraron a sus respectivos aposentos a descansar. El día siguiente, estaba plagado de compromisos.
A la mañana siguiente,
según las costumbre
del lugar, se despertaron de buena mañana y bajaron al salón a desayunar. Era un desayuno
abundante, rico y variado, apropiado para disponer de las energías
necesarias que se iban a necesitar. A esa hora, sólo desayunaron la Princesa y su caballero. El primo, se excusó. Al parecer, otros asuntos de mayor importancia requerían de su atención. Cuando dieron por terminado el copioso desayuno,
comenzaron con el programa que la Princesa había planificado con el fin de, por un lado, mostrar a su caballero las bellezas del lugar y, por otro, disfrutar
del mayor tiempo
posible de su compañía. Se trataba de confirmar
en persona lo que ya se intuía
en las cartas.
Pasearon a
pie
y
a caballo; cogidos de la mano como lo que eran:
dos enamorados. Charlaron durante horas. Compartieron sus secretos y sus confesiones. Comieron bayas del bosque. Bebieron agua del río. Jugaron y rieron como adolescentes. Se amaron. El tiempo voló como agua de
un cesto. El día fijado
para la despedida, tan temido como inevitable, les alcanzó cuando
estaban en lo mejor de su encuentro. A medida que el momento
se acercaba, el clima entre los amantes se iba enfriando. La tensión por la despedida
y el anticipo de semanas de alejamiento, no eran bien asumido.
Finalmente, sin remisión, el momento llegó.
En un patio del Castillo, alejado de miradas
indiscretas, permanecían de pie, uno frente
a otro, asidos de sus manos y con el caballo como único testigo.
Los ojos de la Princesa,
se humedecieron de emoción,
de angustia, de ansiedad, de amor, por el hombre al que estaba a punto de despedir y al que no volvería
a ver, tal vez, en meses.
-
Había perdido la esperanza de volver a enamorarme. Pensaba que me había
vuelto insensible, que había
perdido la capacidad de ilusionarme,
de sorprenderme. Imaginé que la idea de hombre con la que yo soñaba, era sólo eso,
una idea, una quimera, algo irreal. Y de pronto, apareces en mi vida, poniéndola
del revés. Convirtiendo en realidad todos mis sueños. De pronto, me siento feliz,
dichosa, alegre, completa, ilusionada. Tengo
un montón de proyectos y los quiero hacer contigo. Quiero compartir el resto de
mi vida contigo, con el hombre al que adoro.
Le costaba
trabajo a la Princesa, articular las palabras y contener las lágrimas que pugnaban por salir.
Pero se contuvo.
- Jamás pensé que iba
a encontrar a una mujer como la que siempre soñé y por supuesto, nunca se me ocurrió que esa mujer fuera noble,
fuera princesa. No sé si sabré estar a la altura, pero pongo a Dios por testigo
que haré lo que sea menester para no perder tu amor.
- No debéis temer por
nada. Vos, sois mucho más noble que otros que presumen de serlo. Por eso, me enamoré.
- Princesa, ¿me aceptáis
en matrimonio?
- Sí.
El beso fue intenso,
dulce, apasionado, sincero. Eso hizo que la despedida, fuera más dolorosa.
- Os voy a echar mucho
de menos. Contaré los días hasta nuestro reencuentro.
- Princesa
- Decidme
- No tengo experiencia
en organizar una boda principesca
La Princesa, soltó una enorme
carcajada,
al tiempo que le regalaba con la mirada más dulce y llena de cariño.
-
No os preocupéis, mi grandísimo caballero. Mi primo, sí. Por
eso, hemos acordado que os acompañe en vuestro viaje de regreso. Así será más ameno
y lo iréis organizando entre ambos. Yo confío en ambos, en los dos únicos hombres
a los que aprecio de verdad.
El caballero,
no ocultó su alegría al conocer la noticia de que iría acompañado por su amigo, el mensajero. Y más aún, a sabiendas
de que entre ambos organizarían el enlace. Debían
pensar en tantas cosas………
Se dieron un último
beso con el primo de la Princesa como mudo testigo.
El caballero, subió a su montura. Ambos,
se encaminaron con paso lento y cadencioso, hacia la salida del Castillo. La Princesa, les acompañaba, mientras
mantenía entre sus dedos los de su amado, que cabalgaba
medio encogido para no perder el contacto de su mano. Al llegar a la puerta,
se volvieron por última vez para saludar a la Princesa, que se había quedado atrás. Ella, alzó su mano derecha
y se despidió, lanzándoles sendos
besos.
Por delante,
tenían un largo camino que recorrer. Toda una vida,
de dicha y felicidad.