Es un hecho indiscutible que me quedan menos
navidades por delante que las que tengo por detrás. Así es que me considero más
que capacitado para hablar acerca de los diferentes tipos de navidades que, con
más o menos cosas en común, tenemos, hemos tenido y probablemente tendremos todos.
Del mismo modo que las hojas de los árboles
hace ya tiempo que cayeron, en su proceso de renovación continuo, nuestro ánimo
como seres humanos, se ve igualmente afectado por las estaciones. La vida
cambia y de hecho - como decía un amigo - cambia cuatro veces cada año. Y este
tiempo en el que nos adentramos, es un tiempo de recuerdos, añoranzas,
nostalgias y buenos propósitos para el futuro.
Recuerdo navidades en las que nos juntábamos
en casa de mi tío, - que vivía en la puerta de enfrente - y se montaba la de
Dios. Un año, mi primo, hasta se atrevió a llevar a unos amigos suyos, un grupo
musical, con sus guitarras, amplificadores, micrófonos y batería. Y además, se
vio en la obligación de invitar a la fiesta a cualquier vecino del edificio que
quisiera pasarse por allí, con el fin de evitar que a alguien se le ocurriera
llamar a la policía por escándalo público. ¡Todavía no entiendo cómo cupimos
todos en aquel salón! Mis tíos, mis primos, mis padres y algún vecino avispado.
Aquello parecía el camarote de los hermanos Marx o la casa de la que hablaba
Gila, cuya madre, invitaba al cartero a bañarse y siempre coincidía con su
hermana en la bañera.
Y también recuerdo haber vivido navidades con
la misma alegría con la que se vive la Semana Santa, cambiando tan sólo el
turrón por las torrijas. Y eso suponiendo que hubiera torrijas.
Y lo malo es que con el tiempo, la cosa va a
peor, porque por ley natural, se van produciendo bajas alrededor de la mesa y
los huecos de las sillas no son nada, en comparación con el boquete que tenemos
en el corazón. Y tal vez sea por ese natural devenir, por el que cada vez hay
más personas a las que no les gusta la Navidad.
Y en estos momentos me acuerdo de A, que hace
pocos meses ha perdido a su marido por un cáncer que se lo llevó en menos de
dos meses, con poco más de cincuenta años. Llevaban juntos desde que ella tenía
19. Así es que estas Navidades, y bastantes de las que vengan, serán terribles.
Y también me acuerdo de M, que aunque está
lejos, muy lejos, siempre ha estado cerca. Esquivó a la parca no hace mucho y
mientras, acaba de perder a un ser querido, a su madre. Y aunque hacía tiempo
que había traspasado la cifra de los noventa y había disfrutado de una vida
plena y de auténtica princesa, a M, le cuesta soportar el dolor de su pérdida.
Sobre todo porque, no hace muchos años, también un poco antes de Navidad,
perdió a un hermano.
Me imagino que R arderá en deseos de saber si
su hija, - su ojito derecho - que anda nada menos que por Australia, regresará
a casa por Navidad, como el turrón, colgada del brazo de su novio, único culpable
de semejante exilio.
Tenemos que disfrutar de lo que tenemos. Debemos
aprender a hacerlo. Debemos hacerlo como si no hubiera un mañana,
probablemente, porque el mañana, en realidad, no existe.
Hay que decir más “te quiero” y más a menudo.
No basta con imaginar que el otro lo suponga.
Hay que hacer más mimos y carantoñas. Son
gratis. La caricia que no das hoy, ya no la darás mañana. Esa será otra. La de
mañana.
Hay que dar más besos. Son gratis. Pueden ser
castos o con lengua, a gusto del consumidor.
Hay que tener más sexo. Consentido, por
supuesto. Y si fuere menester, ante notario, para que luego no haya
malentendidos.
Hay que reír más. Charles Chaplin decía: “un
día sin una sonrisa, es un día perdido”.
Hace años se decía “sienta a un pobre a tu
mesa”. Hoy se puede sustituir al pobre por un divorciado, porque vienen a ser
lo mismo.
Y si hay niños, y estás hecho polvo, y con
ganas de pegarte un tiro en un pie, o tirarte por la ventana o simplemente
llorar, que los niños no te vean, ni te oigan. Corres el riesgo de que te
salgan como yo.
Por lo demás, ¡Feliz Navidad! Sobre todo para
los que más lo necesitan.