miércoles, agosto 19, 2020

Adiós a un amigo.


Mi amigo se llamaba como yo, Carlos. Sobrevivió a media docena de ictus y a tres divorcios, y entre unos y otros, le fueron dejando secuelas de todo tipo. Unos le fueron afectando al corazón en un amplio sentido del término. Los otros, ablandando todo lo demás. 

Ayer por la noche, me comunicaron su fallecimiento en una residencia de San Lúcar de Barrameda, adonde se había trasladado hacía unos meses, desde Jerez de la Frontera.

Nos conocimos hace unos años al compartir un chalet adosado en un pueblo cercano a Madrid, Boadilla del Monte. Enseguida nos hicimos amigos, a pesar de que él era un colchonero irredento y yo “un puto vikingo”. 

Lo que viene a continuación, está extraído de mi libro “El club de los asesinos anónimos”. Esto es un breve resumen de su vida. Es mi pequeño homenaje a un amigo perdido.

Carlos, se había dedicado profesionalmente al mundo de los muebles. Él siempre decía que, de hecho, nació en la tienda de muebles de sus padres. Por eso presumía – y probablemente con razón – de saber distinguir a simple vista un buen tresillo o un buen sofá, de uno mediocre o malo. 

Se había casado varias veces y contaba que, después de haber montado varias casas, no tenía ninguna propia donde vivir. La casualidad o el destino, quiso que todas sus parejas, estuvieran relacionadas con el mundo de la medicina y la salud (médico, enfermera, anestesista) y por esas crueles ironías del destino, el pobre Carlos estaba bastante mal de salud. Había sufrido varios infartos, sufría diabetes, tenía problemas de riñón, insuficiencia respiratoria, la próstata y algunas cosas más. La recopilación de sus diagnósticos, parecía más bien una novela que un simple informe médico. Sus visitas a la farmacia, se saldaban con su llegada a casa con dos bolsas de plástico transparentes, repletas de medicamentos hasta los topes. Después, con el fin de poder controlar la dosificación marcada por el médico, colocaba encima de la mesa de la cocina las dos bolsas y sacaba todas las medicinas, al tiempo que recopilaba todas las indicaciones del galeno para no saltarse ni una sola de las pastillas que tenía que ingerir. Más de cien a la semana. 

Como su control era exhaustivo y profesional, a este despliegue de medios – sin pudor alguno -, se añadía un pastillero del tamaño de una bandeja de marqués, en el que se disponían una infinita cantidad de casillas, correspondientes a los diferentes momentos del día (desayuno, comida, cena) por cada uno de los días de la semana. Después, de forma meticulosa y ordenada, cotejaba el nombre de la medicina con el de la caja correspondiente y depositaba en cada casilla el número de píldoras recetadas por su médico.

De igual modo y dado su delicado y extremo estado de salud, debía someterse a una batería de pruebas que tenían por objeto hacer un seguimiento intensivo del mismo. Por ello, disponía de un calendario específico en el que día a día, apuntaba tales eventos: “Análisis de sangre y orina; ecografía de la próstata; comprobar azúcar en sangre; recoger análisis hospital”

Carlos me contó que había vivido gran parte de su vida en Alicante, con un nivel de vida medio-alto, tirando a alto. Sin embargo, la cosa se empezó a torcer cuando después de sufrir un infarto en el trabajo y obtener sin desearlo la Incapacidad Laboral Total y Absoluta, descubrió que el que fuera su socio y supuesto amigo durante años, no había cumplido con sus obligaciones frente a la Seguridad Social. Eso ocasionó un serio trastorno al pobre Carlos, que de pronto, no solamente se vio privado de una importante cantidad de dinero, fundamental para poder subsistir, sino que tuvo que pleitear y denunciar a su ex socio, e iniciar un tortuoso y lamentable peregrinaje por todo tipo de administraciones públicas en busca de la documentación acreditativa que le permitiera demostrar que había trabajado el tiempo que él afirmaba, pero no podía demostrar. En su lento pero incansable viaje por las diferentes “ventanillas” de ese monstruo de la Administración Pública, llegó a desarrollar una personalidad lastimera, en vez de exigir que se pusieran las pilas todos los inútiles con los que se cruzaba.

-          Mire usted, señorita – le podría decir a una señora cincuentona con más patas de gallo que una momia.

-          ¡Uy!, no sabe cuánto se lo agradezco, señor, pero yo hace tiempo que dejé de ser señorita – respondía medio turbada la funcionaria.

-          Pues disculpe, pero me ha parecido lo contrario – mentía como un canalla. Verá usted – continuaba Carlos con su actuación – yo es que ya he venido aquí varias veces y la verdad es que como estoy tan mal, ya no me acuerdo muy bien de todo.

Se dio cuenta que, dar pena, le resultaba más beneficioso que ser intransigente. La funcionaria de turno respondía mejor a ese llamamiento a su natural sentido maternal y de protección, que al profesional de funcionaria. Aun así, dada la complejidad de su problema, la escasa preparación para casos excepcionales de la mayoría de los funcionarios y la proverbial falta de eficiencia en la tramitación de los asuntos que atañe a los ciudadanos, al pobre Carlos, después de un agónico peregrinar por innumerables oficinas – la mayoría de las veces dispersas por diferentes Comunidades Autónomas -  de la Seguridad Social, del Ministerio de Trabajo, de la Tesorería de la Seguridad Social, etc. al cabo de un par de años de recopilar información y papeles, una de esas funcionarias con aspiraciones de diligente, a la que le dejó toda la documentación sobre su mesa “porque lo voy a tratar directamente con el Director”, le perdió todos los papeles. Y vuelta a empezar. 

Gracias a mis consejos, finalmente y no sin esfuerzo, conseguí convencer a mi amigo y compañero de casa, que procurara utilizar el certificado electrónico a la hora de comunicarse con la Administración. Sobre todo, como en su caso, cuando tenía que coordinar la información de distintos organismos, de diferentes CCAA. Eso, le ahorraría mucho tiempo y muchos gastos en desplazamientos a correos, faxes y buro faxes. Por supuesto, la instalación de dicho certificado, la hice yo, claro.

Mi amigo Carlos, se había instalado más que en una soledad, en un estado de aislamiento casi total del resto del mundo. El hecho de que habitase “el zulo” del chalet, no ayudaba mucho al optimismo, la verdad. Una de sus escasas aficiones era la de participar en partidas de póker online, algo que le llevaba a permanecer despierto hasta altísimas horas de la noche e incluso primeras horas de la mañana. Partidas de póker en la que después de tantas horas y de haber invertido a lo mejor 1€, salían ganando 35€. Sus dificultades económicas como consecuencia de la pensión insuficiente que recibía, por mor de esas anomalías laborales antes mencionadas, le tenían atado a no salir de casa. Bueno, eso y, por otro lado, dado su más que lamentable estado de salud, si alguna vez se veía en la necesidad de tener que salir no podía recorrer 50 metros si no descansaba de vez en cuando. La insuficiencia cardíaca y respiratoria no ayudaban mucho a sostener la idea de “pasear” con el único fin de que le diera el aire. Esta actitud, mitad asumida voluntariamente, mitad impuesta por las circunstancias, hacían de él un ser que vivía con el horario cambiado, levantándose a desayunar cuando los demás estaban comiendo – o incluso más tarde – y cenando cuando el resto, estaba ya casi retirado en sus habitaciones. 

Cuando José Luís, decidió dejar libre “la suite” que ocupaba para compartir piso en Madrid con su pareja sentimental, Carmen - la propietaria de la casa -al primero al que se le ofreció la posibilidad de trasladarse al nuevo sitio fue a Carlos. Tal vez, la mudanza a una estancia más alegre y luminosa, pudiera ejercer sobre él algún influjo beneficioso. La verdad es que no cambió mucho la cosa salvo por un detalle. En una de sus constantes visitas al médico, tuvo una charla algo más íntima de lo habitual. Es de suponer que, para un ojo acostumbrado, el comportamiento y la actitud de Carlos, no podía pasar desapercibido. Su escaso interés por su aspecto físico, su aislamiento de todo contacto con personas ajenas a las que convivían en la casa, su afición a permanecer frente a su ordenador jugando interminables partidas de póker para ganarse unos pocos euros extra, estaban hablando claramente de una persona en depresión o en vías de estarlo. Por eso, y teniendo en cuenta que en su juventud inició estudios de Arquitectura y no se le daba nada mal dibujar, le aconsejaron que se pusiera en contacto con la concejalía de bienestar social del ayuntamiento y tal vez, pudiera inscribirse en alguno de los programas que tenían para mayores. Carlos, sólo tenía unos 60 años, pero aparentaba 20 más, así es que, en todo caso, no iba a desentonar mucho.

Siguiendo el consejo, efectivamente se inscribió en uno de los programas de dibujo y pintura de su ayuntamiento. Con la ayuda de un carné especial y de innumerables descuentos, se fue haciendo con diverso material para desarrollar sus nada desdeñables habilidades artísticas. La frecuencia de su asistencia a clase fue aumentando progresivamente, hasta que, al cabo de un tiempo, asistía todos los días, toda la mañana, con lo que, al mismo tiempo, aumentaba su producción artística y mejoraba su autoestima.

La relación de Carlos con los restantes compañeros de vivienda se fue tensando a medida que iba pasando el tiempo. La tolerancia no era precisamente, una de las más y mejores virtudes de las que disfrutaba. Poco a poco, fue teniendo algún roce, primero de forma esporádica y cada vez más, de forma más continua. Ora con éste, ora con aquel. Ora por un tema, ora por un quítame allá esas pajas. Todo lo cual, hizo que se fuera granjeando la progresiva enemistad, ojeriza o aislamiento del resto de sus convecinos, salvo alguna excepción. 

Por otro lado, las variaciones de inquilinos que había sufrido la vivienda, con la marcha de unos y la llegada de otros, unido a todo lo anterior expuesto, exigía de todos los allí congregados una cierta capacidad de adaptación a nuevas mentalidades. Todos aquellos jóvenes, la mayoría de los cuales era la primera vez que vivían fuera del hogar familiar, pretendían hacer de su capa un sayo, y disfrutar de esa recién estrenada libertad conseguida a través de un primer trabajo más o menos estable y un primer salario. Por tanto, era difícil, aunque no imposible, que ambas mentalidades – la de unos recién salidos del nido – y la de Carlos – obligado por las circunstancias a refugiarse en esa cueva – pudieran convivir mucho tiempo. 

Una de las normas de la casa era que estaba prohibido fumar. Carlos, haciendo caso omiso de una norma que, en su opinión, vulneraba la libertad de los inquilinos, y que era contraria a la ley, fumaba cuando le apetecía. Cuando un día, uno de sus compañeros de casa, le llamó la atención, le dijo que, al margen de lo que dijera la ley, él no tenía por qué aguantar el olor a tabaco, a lo que Carlos respondió que a él tampoco le gustaba oler a su mierda cuando entraba en el baño que compartían. Otro día, el chef, que vivía en “el palomar o gallinero”, y que disponía de su propia cocina allí arriba, utilizaba la cocina del piso principal. Hasta que llegó Carlos y le dijo que esa cocina era para los demás y que él (el chef) tenía la suya arriba. Que se fuera de allí echando leches. Estas anécdotas y otras similares, terminaron por concederle el “premio limón” al vecino más cabrón.

Después, emigró a Jerez de la Frontera, por razones meramente económicas. Allí permaneció unos años, en una casa que estaba frente a la Catedral, hasta que su progresiva inmovilidad, aconsejó que se trasladara a una residencia en San Lúcar. Allí falleció de la misma forma que había vivido sus últimos años: solo.

Deja un hijo con el que no mantenía ninguna relación desde hacía muchos años, una nuera con la que había recobrado el contacto tras años perdido, y una nieta que le robó lo poco que le quedaba de corazón, aunque la niña, no sabe que ese señor era su abuelo. 
 
D.E.P.

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