Como dice el famoso adagio: “todo lo que pueda salir mal, saldrá mal”. Y en mi caso se cumplió a rajatabla.
Corría el año de nuestro Señor de
1967. En octubre cumpliría la avanzada edad de once años y ese fue el momento
elegido para decidir que ya era hora de que fuera solo al colegio. Una vez más
las circunstancias marcaron su ley. Al fin y al cabo, el plan era sencillo.
Sólo debía levantarme a eso de las siete de la mañana, tomar un desayuno ligero
y muchas veces sin desayunar, coger cerca de casa un autobús que me dejaría en
la Puerta del Sol, para allí tomar otro autobús en la cabecera de línea y
bajarme en la última parada. Después, sólo tenía que andar unos 300 metros para
llegar al colegio. Al mediodía, a la salida de clase a las 13.30, viaje de
regreso a comer a casa y con el último bocado en la boca y después de engullir
como un pavo, vuelta a los viajes en autobús para entrar a las 15.30, algo,
que, por supuesto, jamás ocurría. Era metafísicamente imposible cuadrar los
tiempos, lo cual, me suponía que cada vez que llegaba tarde a clase, tenía que
explicar que vivía muy lejos. Aun así, de vez en cuando al profe de turno no le
convencía la explicación y terminaba castigado. Después, cuando la jornada
escolar terminaba a las 18.00, sólo quedaba volver a realizar el tour por
Madrid para llegar a casa pasadas las siete de la tarde y ponerte a hacer los
deberes. Y así un día detrás de otro.
No había socialización con los
compañeros de clase. No había juegos. No había actividades extra escolares. No
había fútbol. Era un adulto atrapado en el cuerpo de un niño.
Pero este año, además, tuve una
desgracia añadida. Se llamaba Jesús Montoya. El hermano Montoya para sus víctimas.
Este cura me sometió a tal
persecución sicológica que me diagnosticaron principio de úlcera de estómago,
lo cual, si tenemos en cuenta el estrés habitual al que estaba sometido y
añadimos el que sumó este hijo de puta, el resultado fue de lo más lógico.
Era tal el odio, la rabia y la
frustración que tenía hacia mi enemigo declarado que repetía sin cesar: “Juro
que bailaré sobre su tumba el día que muera”. Mi compañero de pupitre debió
pensar que estaba poseído por alguna clase de demonio, por la cara que ponía
cada vez que lo escuchaba, que fueron varias.
La persecución era diaria:
castigos constantes e injustificados, desprecio, agresiones físicas, y presentarme
al resto de la clase como objeto de burla y mofa, formaban parte de sus métodos
didácticos.
Un día cualquiera el hermano
Montoya interrumpió la clase y me hizo levantar de mi asiento, algo obligado
cuando te dirigías al cura o profesor de turno o viceversa, pero, sobre todo,
cuando lo que se pretendía era colocar a un alumno frente a todos sus
compañeros e intentar acomplejarle, humillarle o ponerle en ridículo. Entonces
el hermano Montoya, empezó una retahíla de ataques, acusaciones y un sinfín de
supuestas faltas cometidas por mí, aunque la mayor parte de todos esos aspectos
entraban dentro del terreno personal.
-
Es que siempre llegas tarde a clase por las
tardes.
-
Es que vivo muy lejos.
-
¿Y por
qué no comes en el comedor del colegio?
(¿y qué pasa si la razón es que en mi casa no hay
dinero para ese concepto?)
-
Hable
usted con mi madre – fue mi respuesta.
-
Pero
también tienes unos tíos que viven cerca. ¿Por qué no vas a comer a su casa?
(¿y quién era él para organizar a mi familia?)
-
Hable
usted con mi madre.
Estaba claro que el individuo
estaba bien enterado de mi vida y quería meterse donde no le había llamado
nadie. Y le salió el tiro por la culata.
-
Pero
vamos a ver, aquí, ¿quién manda, tu madre o yo?
-
Mi madre,
por supuesto, que es la que paga.
El cura se quedó estupefacto ante
la respuesta de un niño de once años, pero mis compañeros estaban acojonados
esperando que en cualquier momento se rifara una hostia y yo llevaba bastantes
papeletas.
-
Sí, pero tu madre paga para que te eduquemos
nosotros - respondió torpemente el cura.
-
No. Mi
madre paga para que me eduquen como ella quiere, no como usted quiere.
-
Pues
entonces márchate de este colegio.
-
Hable
usted con mi madre.
Y se terminó la discusión.
Otro día teníamos una hora de
estudio hasta la salida. Cada uno podía estudiar lo que quisiera, pero en
silencio. Yo ese día estaba hecho polvo y por más que intentaba concentrarme en
lo que estaba leyendo, tenía que volver al inicio una y otra vez. Necesitaba
descansar, dormir, relajarme.
Cuando llega la hora de salir, el
hermano Montoya toma la palabra y dice que todos pueden irse excepto fulano,
mengano, zutano y yo. Entonces, yo me levanto y le pregunto la razón de que me
deje allí y me responde: “has estado una hora sin pasar la página del libro”.
Es cierto, le respondí, pero ¿qué debo hacer si no soy capaz de concentrarme y
entender lo que estoy leyendo?
La respuesta tampoco le gustó,
pero yo, a pesar de todo, tomé las de Villadiego y me marché a mi casa. Cuando
estaba en casa el hermano Montoya se tomó la molestia de llamar y hablar con mi
madre para quejarse de que me había saltado un castigo y de paso soltar a mi
madre la misma lista de acusaciones que me había hecho a mí en clase. Intenté
hacer comprender a mi madre de qué iba la película, sin mucho éxito.
Por otra parte, el hermano
Montoya, al parecer, desconocía que era absolutamente ilegal dejar a unos
alumnos encerrados con llave en una clase, y, sobre todo, más allá del horario
lectivo. Eso estaba tajantemente prohibido por las normas del colegio. Ni
siquiera se podía hacer a la hora del recreo, que algunos profesores castigaban
sin recreo a algún alumno y los encerraban en la clase con llave. Alguien
podría considerarlo secuestro y en caso de algún tipo de incidente, quién sabe
lo que la compañía de seguros o el propio Ministerio de Educación podrían
opinar al respecto.
El caso es que entre unas cosas y
otras cada vez que entraba por la puerta de aquel penal, yo tenía unos dolores
de tripa tremendos. No entendía lo que me pasaba, pero algunos días, lo que no
consiguieron pegándome con la regla en las manos o en el culo, lo conseguía ese
dolor intenso en la tripa: hacerme llorar.
Durante varios meses, de todos
los profesores y curas que fueron testigos de mis dolores, tan sólo dos se
preocuparon realmente por mí. Un cura, que con cariño me recomendó que me
pusiera el abrigo en la tripa para darme calor y un profesor, que al menos, se
interesaba, aunque poco podía hacer. Se ofreció incluso a proporcionarme alguna
medicina que estuviera tomando, pero no tomaba nada.
Cuando yo le decía a mi madre que
me dolía mucho y que casi lloraba, la respuesta suya fue la de considerarme
sospechoso de urdir una patraña para no ir al colegio. Según ella, todo formaba
parte de una estrategia encaminada a ese fin.
Imagino que debió ser alguien del
colegio que llamó a casa para hablar con ella y ponerla al corriente. Sólo así
puedo llegar a entender que un día – por fin - fuera a visitar a un médico, que
me hizo tragar una papilla asquerosa. El diagnóstico: gastritis, es decir, la
inflamación del revestimiento del estómago. La inflamación de la gastritis
generalmente se produce por la misma infección bacteriana que provoca la
mayoría de las úlceras estomacales o por el uso habitual de ciertos analgésicos.
Conjuntamente con el diagnóstico médico y la ingesta de alimentos suaves, venía
una seria recomendación de otro tipo: que no fuera al colegio durante tres
meses.
Aquel momento lo viví como si se
tratara de la rendición de Alemania en el 45. Mi guerra había terminado.
Entonces no tenía la capacidad de analizar lo sucedido y cómo fue posible que
pasara de ser un potencial culpable, a ser la víctima de una enfermedad, que,
por cierto, ya había atacado tanto a mi padre como a mi tío. Con el transcurrir
de los años he reflexionado sobre ello y he llegado a la conclusión de que
debió de producirse algún contacto entre aquel cura que me veía sufrir – casi
llorar - en silencio en clase y mi casa, al tiempo que esta información también
debió de llegarle al médico.
La principal preocupación de mi
madre consistió en que el jamón de york que me había recetado el doctor, era
muy caro.
Mi reincorporación a las clases
fue todo un acontecimiento entre mis compañeros que pensaban que me había
muerto. Desde ese momento, el hermano Montoya desaparece de mis recuerdos.
Desconozco si alguien se tomó la molestia de informar a la dirección del
colegio sobre lo sucedido y sus consecuencias, pero el caso es que el hermano
Montoya no supuso más problemas.
Otro dato a destacar es que, a
pesar del largo período de ausencia de las clases, aprobé el curso en junio.
Supongo que habrá que incluir algo de benevolencia a la hora de puntuar mis
exámenes, e incluso – tal vez – un cierto sentimiento de culpa colectiva por la
poca atención que recibí de quienes se supone están más obligados a
proporcionar cariño y ayuda.
Al menos pasaría un verano
tranquilo, sin preocuparme de tener que examinarme en septiembre. Aunque desde
que dejamos de ir a Foz, los veranos en Miraflores de la Sierra estaban bien,
pero no eran lo mismo.
Ese año tampoco fue lo que se
dice un buen año.