Todo el mundo se muestra encolerizado, escandalizado, por los constantes insultos racistas que tanto Vinicius como otros jugadores de fútbol, han sufrido ahora y antes. Y estoy de acuerdo en que ese tipo de comportamientos hay que erradicarlos de raíz y de modo inmediato. Sin embargo, la violencia en el fútbol, por desgracia, no es algo nuevo. Santillana, el que fuera jugador del Real Madrid, ya mostraba su inquietud hace muchos años cuando decía: “no entiendo por qué hay gente que va a un campo de fútbol con cadenas”.
Dentro del terreno de juego,
entre los jugadores se dicen de todo. Materazzi usó a la hermana de Zidane para
sacarle de sus casillas y éste terminó por darle un cabezazo en el pecho, como
se lo podía haber dado en plena cara y le hubiera desfigurado el rostro.
Juanito, el inefable Juanito, en un partido de Copa de Europa en el Bernabéu,
intentó pisar la cabeza de Lottar Mathaus mientras éste estaba en el suelo
fingiendo una lesión y perdiendo tiempo. Por suerte para el alemán del Bayern
de Munich, lo vio venir y apartó la cabeza a tiempo. Si no, todavía estarían
buscando restos del cerebro. Míchel, también del Real Madrid, le tocó sus
partes más innobles al colombiano jugador del Real Valladolid, Valderrama. Lo
repitió varias veces, pero Valderrama, en vez de enfadarse dio la impresión de
que disfrutaba con el magreo y hasta casi se le podía ver invitando a Míchel a
que continuara con sus toqueteos. Pero una cosa es que un jugador rival te
insulte o te provoque de cualquier manera y otra que un campo entero te
insulte. Hay una línea roja que no debe traspasarse nunca.
Es de destacar, como ya he dicho
en otra ocasión, que este tipo de comportamientos sólo se dan en el fútbol.
Nadie recuerda que en un partido de tenis los espectadores se dedicaran a
lanzar improperios contra Yanick Noa, por ser negro, o contra McEnroe, por ser
un borde, o más recientemente en contra de Kyrgios, que es del estilo del
americano. A lo sumo que se llega en una pista de tenis es a silbar a un
jugador, a aplaudir a rabiar sus fallos y poco más. Yo no he visto tirarle
botellas ni cabezas de cerdo a la pista en ningún torneo a ningún jugador. Y lo
mismo cabe decir de otros deportes, incluso más violentos que el fútbol, como
el rugby.
Sin embargo, hay un entorno en el
que los insultos, las vejaciones y la persecución sicológica a las personas
campa a sus anchas. Me refiero al mundo laboral. Allí, con métodos más o menos
tortuosos, sibilinos o brutalmente directos, también se falta al respeto a las
personas. Y allí, no hay cámaras de televisión, ni VAR, ni árbitros. Ahí el
sujeto está solo, en mitad de la selva, luchando contra un monstruo que,
además, juega con ventaja, porque te puede dejar sin trabajo. No es que te
griten ¡negro!, pero hay otras formas.
Son docenas los ejemplos que
todos conocemos acerca de este tipo de situaciones. En el fondo, aun siendo una
actitud inaceptable, los futbolistas tienen a su favor la publicidad de esas
vejaciones y las instituciones para poder defenderse.
Las impertinentes preguntas a
cualquier mujer candidata a un puesto relacionadas con su situación sentimental
o si pensaba tener hijos, fueron, lamentablemente, tan corrientes que casi se
convirtieron en parte del guion. Luego, cuando ya eras una empleada y tenías
hijos, la empresa – lo he vivido personalmente – te presionaba para que
abandonaras el trabajo o directamente te rescindía el contrato.
La idea de un director comercial
de establecer unas suculentas comisiones por la venta de los productos de la
compañía, no terminaron de convencer al director general. En su opinión,
algunos de esos comerciales, ganaban más que él y eso era inaceptable. El
director comercial argumentó que la diferencia era que los comerciales estaban
todo el día en la calle y el director general, no salía de su despacho. Como
represalia, al director comercial no le echaron, pero le quitaron todas sus
responsabilidades, le sacaron de su despacho, y le colocaron en una mesa, al
lado de los lavabos. El hombre aprovechó para asesorar al comité de empresa en
sus negociaciones y cuando la empresa quiso echarle, se montó una huelga
general. No le echaron y aprovechó el tiempo para sacarse la carrera de
psicología.
En cierta ocasión unos compañeros
me contaron que el viernes anterior, a eso de la medianoche, vieron salir
llorando a un hombre, de unos cincuenta años y con el pelo canoso, del despacho
de un directivo del banco. Ya hay que poner empeño para conseguir algo así.
En cierta ocasión alguien me dijo
que tenía las puertas de un cliente cerradas y repliqué que si acaso eso era
malo. Mi interlocutora se sorprendió de mi postura y repliqué que
personalmente, no tenía ningún interés en trabajar en un sitio donde me
faltaban al respeto. Que eso no estaba incluido en mi nómina. Tampoco lo
entendió.
Por desgracia, el maltrato a los empleados, además de provocar una atmósfera cada vez más irrespirable, genera toda una serie de problemas de salud, tanto en la propia empresa como en la sociedad. Unos problemas que, en el fondo, terminamos pagando todos, con la saturación de los servicios de asistencia sicológica de la Seguridad Social – casi inexistentes – o en el peor de los casos, con el despido del trabajador.