La principal lección como recluta que debes aprender durante el servicio militar, es que no debes presentarte como voluntario a nada. Pero a nada de nada. Ni a comer. De ahí que la frase “voluntario ni para comer” sea de obligado cumplimiento.
Pero yo, que una de mis señas de
identidad es pasarme de listo, traicioné ese principio. Y, por supuesto, me
arrepentí.
Un día cualquiera mientras
hacíamos la instrucción y faltaba poco para la jura de bandera, llega el
suboficial y nos comenta que necesita a un reducido grupo de voluntarios para
rendir honores a no sé quién. Que no era obligatorio y que el que se apuntase
no debía esperar ningún premio de ninguna clase. Que se trataba solo de
esperarlo, desfilar y ya está.
Allí no se movió nadie. Nadie dio
un paso al frente. Pero el suboficial se mantuvo firme. De allí tenía que salir
con un número determinado de reclutas y finalmente, lo consiguió.
No fui el único gilipollas que se
presentó voluntario. Llegué a pensar que el mensaje de que no habría recompensa
era en realidad una artimaña para evitar que hubiera una aglomeración y tener
que dar días libres – por ejemplo – a demasiada gente. Tal vez fuera el calor,
el cansancio o simplemente las ganas de que ocurriera algo diferente a lo que
venía sucediendo desde hacía semanas. El caso es que di el paso al frente y me
apunté.
Para no aburrir al personal, la
experiencia fue exactamente como había anunciado el suboficial. Una formación
dispuesta a ser revistada, desfilar y se terminó la juerga. Lo peor de todo fue
esperar al sol, con el uniforme de invierno, en formación, aunque en descanso y
sin saber cuánto tiempo. Y una vez cumplimos con nuestra misión, vuelta a la
Compañía y a aguantar las típicas bromas de los colegas: “ya te lo dije”.
De los errores se aprende. Voluntario,
ni para comer.