Si todo divorcio es siempre un duro y amargo trance para cualquiera, para una persona como ella, con sus firmes creencias religiosas, practicante y convencida de que su matrimonio sería para siempre, supuso un auténtico trauma.
Ser la esposa de un notario de
Madrid era lo más cercano a poseer un título nobiliario. De ahí que, para
Pilar, -una mujer atractiva, inteligente, culta, con carrera, con clase, de
familia bien y consagrada a criar y mantener la familia del notario -,
supusiera un especial fracaso. Era un brusco giro para lo que la vida no la
había preparado.
A pesar de que su abogada consiguió
sin demasiados esfuerzos, una cuantiosa asignación mensual que cubría con
creces las necesidades tanto de ella como de los niños, Pilar, tras su
divorcio, se sumió en una profunda depresión que intentó superar a base de
alcohol, principalmente, y sustituyendo las visitas a su confesor, por las del
psicólogo. No había mucha diferencia entre ellos, si exceptuamos que el primero
trabajaba gratis y el segundo, recibía unos nada despreciables emolumentos.
Superar su divorcio, aunque fuese a
duras penas, fue duro. Lo de su nueva afición al alcohol, eso ya era harina de
otro costal, pero recordaba una frase que leyó en alguna parte y que encajaba
perfectamente con su estado de ánimo: «El sueño, es el refugio del pobre».
Sea como fuere, Pilar fue soltando
lastre y se fue despojando de un montón de principios. De todos esos principios
que, según le habían inculcado, si los seguía, sería feliz. Ella fue fiel a esa
formación y un día se encontró con que estaba en mitad de la vida de otra
persona y desde luego, no era nada feliz. Así es que, a partir de ese momento,
como mujer inteligente que era, decidió seguir los principios de Albert
Einstein quien decía: «No hay nada tan estúpido como pretender que las cosas
cambien, haciendo lo mismo de siempre». Y Pilar se puso en marcha, se echó la
manta a la cabeza y cambió.
A través de uno de esos portales de
citas que se autodenominaban “para gente con clase”, contactó con un hombre, de
edad madura, - como ella -, divorciado – por supuesto – y proveniente de una
larga y gloriosa familia de militares, lo que le proporcionaba una sensación de
robustez, de solidez, de seguridad. Para él su divorcio también supuso un duro
trago, tanto a nivel personal como familiar. Se encontraron dos náufragos en
mitad de una tempestad e intentaban salvarse el uno al otro.
Esa nueva relación tuvo un efecto
muy beneficioso para Pilar. Le proporcionaba una seguridad económica y
sentimental. Se sintió nuevamente útil, deseada, y como consecuencia, su auto
estima volvió a donde solía. Abandonó la bebida y dedicó su nueva vida a su
nuevo amor. Vació todas las botellas de alcohol en el fregadero y las dejó
expuestas en la cocina para enviar un mensaje nítido a su compañero. El mensaje
le llegó y puso las suyas vaciadas junto a las de ella. La vida le había
concedido una segunda oportunidad y no iba a desaprovecharla. Se dedicaría a él
todavía con más ahínco que en su primer matrimonio. No estaba dispuesta a
perder otra vez. No se lo podía permitir. Su divorcio había provocado ya
bastantes disgustos en sus seres más allegados. Podía decir, por fin que, otra
vez, era feliz.
Un día mientras ella estaba en la
cocina preparando la cena para ambos, escuchó un estruendo en el salón que hizo
que diera un respingo del susto. Acudió espantada al lugar preguntándose qué
podría haber originado ese espanto. Su grito desgarró el silencio del domingo
en el bloque de viviendas, provocando que algunos de sus vecinos se presentaran
en su puerta llamando al timbre para interesarse por lo ocurrido. En el salón,
sentado en el sofá, yacía muerto, él. Había cogido su arma reglamentaria y se
había pegado un tiro en la boca, esparciendo la sangre y los sesos por toda la
habitación.
Cuando la policía entró en la
vivienda tirando la pesada puerta blindada abajo, encontró dos cadáveres. Los
dos con sendos disparos en la boca.