lunes, octubre 06, 2014

El Grande de España



El dúplex era un piso normal, en una urbanización normal, situado en una localidad normal del noroeste de Madrid. A simple vista, nadie podría imaginar que en una de esas viviendas, vivía un Grande de España y que el propietario legal del piso de al lado, pertenecía a una familia de las llamadas de rancio abolengo y con pariente, reina, nada menos. Pero así son las cosas. O mejor dicho, eran. Caprichos del destino.

Por azares y circunstancias, quiso el mismo destino que las relaciones de simple vecindad con la familia del Grande, se fueran convirtiendo en otra de amistad. Estar invitado a comer  todos los fines de semana, era más un gesto de caridad y de cariño, que de simple vecino. A ello contribuyó en gran medida la actitud de la esposa, la más inteligente y sensata de los dos, Isabel. Así poco a poco, se fueron dando a conocer.

Lucas Álvarez del Retortillo y Benjumea, era el portador del título nobiliario. Y nada más. La clase de verdad, la inteligencia, el saber estar, el sentido común y probablemente la pasta, corrían a cargo de su esposa, Isabel, con la carrera de Psicología en Salamanca, debajo del brazo.

El bueno de Lucas, se dedicaba a las labores propias de su título nobiliario. O sea, nada. Bueno sí, hacía de amo de casa, mientras Isabel, aun a costa de ser severamente criticada por su familia y por su círculo de amistades y conocidos más cercano, trabajaba en un negocio de camisería a medida que había abierto junto con una amiga, en el exquisito barrio de Salamanca, en Madrid. Eso de las camisas, la verdad es que era un chollo, porque en más de una ocasión, caía de rebote alguna, con iniciales personalizadas y todo, lo cual, daba aun mayor caché a la prenda y a su portador.

Esa independencia y libertad de Isabel, era el origen y la causa de más de un roce en el matrimonio, no tanto por la imagen tan mundana de que la esposa de un Grande de España, tuviera que trabajar, - algo que por estos lares siempre ha sido considerado una auténtica deshonra, como bien atestigua nuestra historia. Recordemos que fue en tiempos de Carlos III, cuando el Rey, permitió de manera opcional, que los nobles españoles dejaran de ser tan menesterosos como hasta entonces, y si lo consideraban oportuno, se dedicaran a trabajar un poquito – sino por la imagen que se proyectaba del propio Lucas, que se quedaba en su casa mientras su esposa bajaba por sus propios medios a Madrid, a trabajar como una obrera, y en transporte público.

Esta situación, tan común y normal para tantos millones de hogares, en el mundo paralelo de estos individuos, estaba sólo un peldaño por debajo del escándalo.

Dada la incomodidad que le suponía esta situación, Lucas, intentaba justificar su presencia en tan plebeyo lugar y la vida tan plebeya que se veía obligado a llevar. Lo hacía, como si a los demás, nos importara algo esa justificación. Pero claro, hay que entender que en los círculos donde habita esta casta, todo tiene que ser justificado, bendecido y aceptado por el resto. A pesar de que nadie le había pedido explicaciones, digo, él intentó convencer a todos de que la razón última, había sido un serio revés financiero que había sufrido por culpa de un socio desleal, que había huido con toda la pasta, hacia un lugar desconocido. La verdad, es que tiempo después, empecé a sospechar que el que había huido con la pasta era él y esa era la razón de “esconderse” en un lugar donde nadie pudiera sospechar que viviría un Grande España.

De cualquier forma, las comidas de los sábados y domingos, eran amenas, divertidas y distendidas. Frecuentaban la casa una pareja, amigos del matrimonio, y fijos como Cristiano Ronaldo en el R. Madrid. Lucas era el encargado de preparar la comida y de iniciar la bendición de la mesa, donde además, se sentaban los dos hijos adolescentes del matrimonio.

Después de la comida, venía el café, las pastitas, las copas, el brandy y la pareja de recién casados que vivían en el piso de abajo. Él, era hijo de un alto directivo del At.de Madrid y ella, abogada, acérrima seguidora del R. Madrid. Y cuando ya estábamos todos, era cuando se empezaba a jugar al mus. Por turnos, claro, porque como había más gente que en el camarote de los hermanos Marx, no había más remedio que establecer un estricto orden. El que perdía, se levantaba y entraba la siguiente pareja.

En el momento de la despedida, sin hora predeterminada, era Isabel la que sistemáticamente invitaba a repetir el siguiente fin de semana. Así una vez tras otra y un mes detrás de otro.

Semejante generosidad, tenía que verse recompensada de alguna forma y en alguna ocasión, me ofrecí gustoso a evitar el traslado en transporte público de Isabel, desde la gran ciudad hasta su domicilio. De paso, nos hacíamos todos, un favor, porque al tardar menos, empezábamos a comer antes.

De cualquier forma, se antojaba escaso ese gesto y con motivo de un hecho especialmente señalado, consideré que estaba moralmente obligado a, por lo menos, invitarles a cenar en un restaurante. Y así lo hice. Elegí el restaurante que estaba más de moda por aquel entonces por la zona y reservé mesa, incluyendo a unos amigos míos que ellos no conocían, de Madrid.

Tanto mis amigos como, por supuesto yo, llegamos a tiempo y nos dispusimos a esperar su llegada. Estuvimos esperando y esperando, mientras el maître, nos insistía en saber si iban a venir o no, porque era tal la demanda, que necesitaba una de las mesas que teníamos asignadas. Una vez transcurrido un tiempo más que prudencial, comenzamos a cenar, con la remota esperanza de que tardaran poco en llegar.

El Grande de España, se presentó una hora y media más tarde de lo acordado, junto con Isabel y la pareja de amigos de siempre, los cuales, por cierto, no estaban invitados, pues con ellos, no tenía ninguna deuda de ninguna clase. Si bien en el restaurante no se exigía etiqueta, lo cierto es que la indumentaria con la que se presentó Lucas, contrastaba con la mayoría. Unos vaqueros sucios, los zapatos blancos de polvo, una camisa de leñador remangada, con más de medio faldón fuera del pantalón y unos ojos enrojecidos por la ingesta de alcohol desde hacía varias horas, era una imagen como para llamar la atención.

Exigió entonces el Grande de España, con voz profunda y alcoholizada, sentarse y comenzar a cenar, cuando los demás, estábamos ya en el postre. Le dije que esas no eran horas de llegar y que su mesa, había tenido que ser utilizada para otras personas. El restaurante, estaba a reventar. No cabía un alma más. Levantó algo el tono de voz protestando por lo que consideraba un desplante, molestando sobremanera a Isabel y le respondí que la hora de la cita, estaba perfectamente clara y que era inadmisible presentarse una hora y media tarde, sin ninguna razón justificada.

Se marchó protestando, mientras Isabel, en su sitio, como la  auténtica dama que era, masculló una leve disculpa. 

Y así fue como desde ese día, nunca más supe de Lucas, un Grande España, con aspiraciones de chef.