El dúplex era un piso normal, en
una urbanización normal, situado en una localidad normal del noroeste de
Madrid. A simple vista, nadie podría imaginar que en una de esas viviendas,
vivía un Grande de España y que el propietario legal del piso de al lado,
pertenecía a una familia de las llamadas de rancio abolengo y con pariente,
reina, nada menos. Pero así son las cosas. O mejor dicho, eran. Caprichos del
destino.
Por azares y circunstancias,
quiso el mismo destino que las relaciones de simple vecindad con la familia del
Grande, se fueran convirtiendo en otra de amistad. Estar invitado a comer todos los fines de semana, era más un gesto
de caridad y de cariño, que de simple vecino. A ello contribuyó en gran medida
la actitud de la esposa, la más inteligente y sensata de los dos, Isabel. Así
poco a poco, se fueron dando a conocer.
Lucas Álvarez del Retortillo y
Benjumea, era el portador del título nobiliario. Y nada más. La clase de
verdad, la inteligencia, el saber estar, el sentido común y probablemente la
pasta, corrían a cargo de su esposa, Isabel, con la carrera de Psicología en Salamanca,
debajo del brazo.
El bueno de Lucas, se dedicaba a
las labores propias de su título nobiliario. O sea, nada. Bueno sí, hacía de
amo de casa, mientras Isabel, aun a costa de ser severamente criticada por su familia
y por su círculo de amistades y conocidos más cercano, trabajaba en un negocio
de camisería a medida que había abierto junto con una amiga, en el exquisito
barrio de Salamanca, en Madrid. Eso de las camisas, la verdad es que era un
chollo, porque en más de una ocasión, caía de rebote alguna, con iniciales personalizadas
y todo, lo cual, daba aun mayor caché a la prenda y a su portador.
Esa independencia y libertad de
Isabel, era el origen y la causa de más de un roce en el matrimonio, no tanto
por la imagen tan mundana de que la esposa de un Grande de España, tuviera que
trabajar, - algo que por estos lares siempre ha sido considerado una auténtica
deshonra, como bien atestigua nuestra historia. Recordemos que fue en tiempos de
Carlos III, cuando el Rey, permitió de manera opcional, que los nobles
españoles dejaran de ser tan menesterosos como hasta entonces, y si lo consideraban
oportuno, se dedicaran a trabajar un poquito – sino por la imagen que se proyectaba
del propio Lucas, que se quedaba en su casa mientras su esposa bajaba por sus
propios medios a Madrid, a trabajar como una obrera, y en transporte público.
Esta situación, tan común y
normal para tantos millones de hogares, en el mundo paralelo de estos individuos,
estaba sólo un peldaño por debajo del escándalo.
Dada la incomodidad que le
suponía esta situación, Lucas, intentaba justificar su presencia en tan plebeyo
lugar y la vida tan plebeya que se veía obligado a llevar. Lo hacía, como si a
los demás, nos importara algo esa justificación. Pero claro, hay que entender
que en los círculos donde habita esta casta, todo tiene que ser justificado,
bendecido y aceptado por el resto. A pesar de que nadie le había pedido
explicaciones, digo, él intentó convencer a todos de que la razón última, había
sido un serio revés financiero que había sufrido por culpa de un socio desleal,
que había huido con toda la pasta, hacia un lugar desconocido. La verdad, es
que tiempo después, empecé a sospechar que el que había huido con la pasta era
él y esa era la razón de “esconderse” en un lugar donde nadie pudiera sospechar
que viviría un Grande España.
De cualquier forma, las comidas
de los sábados y domingos, eran amenas, divertidas y distendidas. Frecuentaban
la casa una pareja, amigos del matrimonio, y fijos como Cristiano Ronaldo en el
R. Madrid. Lucas era el encargado de preparar la comida y de iniciar la
bendición de la mesa, donde además, se sentaban los dos hijos adolescentes del matrimonio.
Después de la comida, venía el
café, las pastitas, las copas, el brandy y la pareja de recién casados que
vivían en el piso de abajo. Él, era hijo de un alto directivo del At.de Madrid
y ella, abogada, acérrima seguidora del R. Madrid. Y cuando ya estábamos todos,
era cuando se empezaba a jugar al mus. Por turnos, claro, porque como había más
gente que en el camarote de los hermanos Marx, no había más remedio que
establecer un estricto orden. El que perdía, se levantaba y entraba la
siguiente pareja.
En el momento de la despedida,
sin hora predeterminada, era Isabel la que sistemáticamente invitaba a repetir
el siguiente fin de semana. Así una vez tras otra y un mes detrás de otro.
Semejante generosidad, tenía que
verse recompensada de alguna forma y en alguna ocasión, me ofrecí gustoso a
evitar el traslado en transporte público de Isabel, desde la gran ciudad hasta
su domicilio. De paso, nos hacíamos todos, un favor, porque al tardar menos,
empezábamos a comer antes.
De cualquier forma, se antojaba
escaso ese gesto y con motivo de un hecho especialmente señalado, consideré que
estaba moralmente obligado a, por lo menos, invitarles a cenar en un
restaurante. Y así lo hice. Elegí el restaurante que estaba más de moda por
aquel entonces por la zona y reservé mesa, incluyendo a unos amigos míos que
ellos no conocían, de Madrid.
Tanto mis amigos como, por
supuesto yo, llegamos a tiempo y nos dispusimos a esperar su llegada. Estuvimos
esperando y esperando, mientras el maître, nos insistía en saber si iban a
venir o no, porque era tal la demanda, que necesitaba una de las mesas que
teníamos asignadas. Una vez transcurrido un tiempo más que prudencial,
comenzamos a cenar, con la remota esperanza de que tardaran poco en llegar.
El Grande de España, se presentó una
hora y media más tarde de lo acordado, junto con Isabel y la pareja de amigos
de siempre, los cuales, por cierto, no estaban invitados, pues con ellos, no
tenía ninguna deuda de ninguna clase. Si bien en el restaurante no se exigía
etiqueta, lo cierto es que la indumentaria con la que se presentó Lucas,
contrastaba con la mayoría. Unos vaqueros sucios, los zapatos blancos de polvo,
una camisa de leñador remangada, con más de medio faldón fuera del pantalón y
unos ojos enrojecidos por la ingesta de alcohol desde hacía varias horas, era
una imagen como para llamar la atención.
Exigió entonces el Grande de
España, con voz profunda y alcoholizada, sentarse y comenzar a cenar, cuando
los demás, estábamos ya en el postre. Le dije que esas no eran horas de llegar
y que su mesa, había tenido que ser utilizada para otras personas. El
restaurante, estaba a reventar. No cabía un alma más. Levantó algo el tono de
voz protestando por lo que consideraba un desplante, molestando sobremanera a
Isabel y le respondí que la hora de la cita, estaba perfectamente clara y que
era inadmisible presentarse una hora y media tarde, sin ninguna razón
justificada.
Se marchó protestando, mientras
Isabel, en su sitio, como la auténtica
dama que era, masculló una leve disculpa.
Y así fue como desde ese día, nunca
más supe de Lucas, un Grande España, con aspiraciones de chef.
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