jueves, marzo 23, 2017

De afiladores y serenos, a Halloween



La pálida luz del invierno de Madrid, se filtraba a duras penas, a través del mar de nubes que cubría la ciudad. La atmósfera era una mezcla de olores, entre las calefacciones de carbón y los efluvios provenientes de la lonja de pescado, situada entonces en la Puerta de Toledo, y cuya sirena ponía a todo el distrito en alerta, cada mañana a las 06.00.

Frente a las ventanas de la casa, algo empañadas por la diferencia de temperatura con el exterior, se exhibían los restos de lo que en su día fue un bloque con vigas de madera, derruida a golpe de pico, por obreros que incomprensiblemente eran capaces de mantener el equilibrio sobre el muro que estaban derribando, y lo hacían sin arneses, sin red y sin casco.

La calle, sin salida y cortada al tráfico, servía tanto a las parejas que buscaban su intimidad al anochecer, como de aparcamiento a los escasos vehículos de los vecinos. Por ella, caminando lentamente al lado de su bicicleta, anunciaba su presencia el afilador, haciendo sonar su flauta de pan y con característico ritmo y tono. Aquellos que se requerían sus servicios, se lo anunciaban por la ventana. Entonces, el hombre, colocaba la bicicleta sobre una pata de cabra y convertía su método de transporte, en su herramienta de trabajo. Allí mismo, al frío de cualquier mañana, en plena calle, el afilador afilaba los cuchillos y las tijeras de las amas de casa que, abrigadas de la mejor manera posible y según sus posibilidades, bajaban a poner al día sus propias herramientas de trabajo, para continuar después con la faena doméstica.

Una de esas tareas, consistía en acudir cada día a comprar al mercado o a las tiendas del barrio,  los productos que se iban a consumir. Más frescos, imposible. Por entonces y en aquel barrio, no era nada común disponer de frigoríficos como los conocemos hoy en día. A lo sumo, un habitáculo más o menos espacioso, que daba generalmente al patio interior de las viviendas y que con mucha generosidad, recibía el nombre de fresquera. Lo más sofisticado eran unas neveras de tamaño king size, que había que alimentar con barras de hielo.

Así es que, otra de las responsabilidades del ama de casa de entonces, era pasarse por la fábrica de hielo cada dos días y pedirle al obrero de turno, que con su picahielos, le sirviera el cuarto de barra necesario, en una acción mucho menos libidinosa que la de Sharon Stone. Tras comprar el hielo, adquirido a última hora para que no se deshiciera más de lo previsto antes de llegar a casa, e introducido convenientemente en el carrito de la compra, se regresaba al hogar a preparar la comida.

Antes, podías haber pasado por la droguería de Antonio, un hombre que a pesar de su juventud - 26 años- era prácticamente calvo, lo que añadía docenas de años postizos. Allí, además de jabones, esponjas, productos para el hogar, peines y colonias, las señoras podían dejar sus medias con carrerilla, para que les cogieran los puntos. La chica, una mujer joven, con unos inmensos ojos azules, una sonrisa eterna, con una cierta atrofia en una mano y siempre en su silla de ruedas, atendía a sus clientas con eficacia, y con una máquina especial que parecía un punzón, reconstruía en un pis-pas el desperfecto y dejaba las medias como nuevas.

Alrededor de mediodía, aunque siempre de manera indeterminada, hacía su aparición el cartero. Cargado como una mula, con una enorme cartera de cuero colgada de su hombro y repleta de todo tipo de cartas y paquetes, recorría a pie todas las calles, hiciera frío, lluvia, viento o un calor de justicia. Al entrar en el largo portal del bloque de viviendas, se dirigía al final, y por el hueco de la escalera, voceaba su presencia para que los vecinos que lo desearan, bajasen a ver si tenían correspondencia o no. Todavía no se habían inventado los buzones.

De cualquier forma, aquellas cartas y paquetes que no fuesen certificados y que no hubieran sido retirados por sus destinatarios, se dejaban en manos de Pepe, - el portero- o de Marisa, su mujer, que siguiendo con la tradición nunca escrita ni explicada, eran gallegos, como la mayoría de los porteros de Madrid. Ellos, antes o después, pasarían a entregar esas cartas a sus vecinos cuando lo consideraban oportuno, o bien, cuando, sentados en su habitáculo a la entrada del portal, vieran entrar a alguno de ellos.

Pepe, además, era el responsable de echar las paladas de carbón necesarias en la caldera, para que la calefacción funcionara a pleno rendimiento. Y cuando terminaba su jornada y antes de subir a la vivienda asignada a la familia, cerraba la verja forjada que daba acceso a la finca. Se cerraba el portal.

Por tanto, no era de extrañar, que en cada Navidad, llamaran a cada puerta, tanto el cartero como el portero, a solicitar el aguinaldo. Se lo habían ganado con creces.

Si por alguna extraña razón se te habían olvidado las llaves del portal, sólo tenías que dar unas palmadas y gritar ¡sereno! Al cabo de unos pocos minutos, podías escuchar cómo el aludido anunciaba a lo lejos su pronta presencia, golpeando el suelo con un chuzo de madera que, a modo de báculo, reverberaba en el silencio de la noche, acompañado de un ¡ya voy!

Eran otros tiempos. Eran tiempos en los que la noche antes de partir de vacaciones de verano, camino de Galicia, podías dejar todas las maletas y los baúles subidos en la baca del seiscientos, y solicitar del sereno - previo abono de una modesta propina - que le echara un ojo de vez en cuando. Eso, ahorraría un tiempo precioso cuando pocas horas después, a las 4 de la madrugada, iniciaras un viaje que en nada envidiaba a las aventuras de Marco Polo, con gato mosqueado y todo (el sorollo) metido casi a la fuerza en su cesta y maullando en tono de cabreo monumental.

La televisión marcó un hito en la historia de España. El aparato, un pedazo de televisor de la marca MARCONI, de tamaño descomunal debido a la tecnología que usaba, en blanco y negro - por supuesto - y sin mando a distancia, claro, ocupaba el lugar preferente del salón. Un único canal que con el tiempo se amplió a dos - el famoso UHF, especialmente dedicado a deportes - era la magnífica oferta televisiva de aquellos años.

El problema lo constituía el lugar elegido para colocar la antena individual en la terraza del edificio. Al instalador, aparte de haber destruido alguna teja que otra, no se le ocurrió una idea más feliz que colocarla al lado de una línea de alta tensión. La consecuencia directa fue que todos los aparatos electrónicos del Ambulatorio de la Seguridad Social, a 100 metros de la vivienda, ejercían tal volumen de interferencias, que hasta que no cerraban el centro, era casi imposible ver la tele.

Ya no hay afiladores, ni serenos, ni nadie compra barras de hielo en ninguna parte, ni las calefacciones son de carbón, ni nadie lleva medias. Y la lonja de pescado, está en Merca Madrid.

Hoy, los carteros van motorizados, llevan teléfonos inteligentes y te llevan a casa los certificados, cuando a ellos se les pone en sus santos…santos…bueno, en sus santos.

Hoy, los porteros ya no son porteros, son conserjes y como mucho, te abren la puerta si te ven cargado con bolsas. Y si les das un sobresueldo, puede que te bajen la basura desde tu puerta, hasta el cubo de la calle, que recogerán los del Ayuntamiento.

Hoy, nadie llama a tu puerta en Navidad para pedirte el aguinaldo, pero te llaman en Jalogüin para pedirte truco o trato.

Hoy, los "sorollos", terminan abandonados porque sus dueños no pueden llevarlos consigo de vacaciones. O en el mejor de los casos, en un alojamiento para mascotas, de modo temporal.

Hoy tienes televisión con pantalla plana y sensurround, por cable, por internet, por parabólica, de pago, gratuita, con fútbol, sin fútbol, con películas, para amantes del golf, del ciclismo, el badmington o del snooker.

Hoy, ya no hay seiscientos, auténticos héroes de la carretera. Sobre todo, de aquellas carreteras con socavones y baches del tamaño de elefantes, que más parecían el efecto de un bombardeo que un simple desperfecto ocasionado por el desgaste y la falta de inversión. Hoy, puedes viajar cómodamente a Galicia, con tu coche con aire acondicionado, utilizando autopistas y con las maletas cómodamente colocadas en su lugar o en el portaequipajes del techo, eliminando así, la triste imagen de “moro emigrante” que dabas antaño, mucho antes de que nadie imaginara siquiera, semejante concepto. Entre otras cosas, porque los emigrantes éramos los españoles.