La pálida luz del invierno de Madrid, se
filtraba a duras penas, a través del mar de nubes que cubría la ciudad. La
atmósfera era una mezcla de olores, entre las calefacciones de carbón y los
efluvios provenientes de la lonja de pescado, situada entonces en la Puerta de
Toledo, y cuya sirena ponía a todo el distrito en alerta, cada mañana a las
06.00.
Frente a las ventanas de la casa, algo
empañadas por la diferencia de temperatura con el exterior, se exhibían los
restos de lo que en su día fue un bloque con vigas de madera, derruida a golpe
de pico, por obreros que incomprensiblemente eran capaces de mantener el
equilibrio sobre el muro que estaban derribando, y lo hacían sin arneses, sin
red y sin casco.
La calle, sin salida y cortada al tráfico, servía
tanto a las parejas que buscaban su intimidad al anochecer, como de aparcamiento
a los escasos vehículos de los vecinos. Por ella, caminando lentamente al lado
de su bicicleta, anunciaba su presencia el afilador, haciendo sonar su flauta
de pan y con característico ritmo y tono. Aquellos que se requerían sus
servicios, se lo anunciaban por la ventana. Entonces, el hombre, colocaba la
bicicleta sobre una pata de cabra y convertía su método de transporte, en su
herramienta de trabajo. Allí mismo, al frío de cualquier mañana, en plena
calle, el afilador afilaba los cuchillos y las tijeras de las amas de casa que,
abrigadas de la mejor manera posible y según sus posibilidades, bajaban a poner
al día sus propias herramientas de trabajo, para continuar después con la faena
doméstica.
Una de esas tareas, consistía en acudir cada día
a comprar al mercado o a las tiendas del barrio, los productos que se iban a consumir. Más
frescos, imposible. Por entonces y en aquel barrio, no era nada común disponer
de frigoríficos como los conocemos hoy en día. A lo sumo, un habitáculo más o
menos espacioso, que daba generalmente al patio interior de las viviendas y que
con mucha generosidad, recibía el nombre de fresquera. Lo más sofisticado eran
unas neveras de tamaño king size, que había que alimentar con barras de hielo.
Así es que, otra de las responsabilidades del
ama de casa de entonces, era pasarse por la fábrica de hielo cada dos días y
pedirle al obrero de turno, que con su picahielos, le sirviera el cuarto de
barra necesario, en una acción mucho menos libidinosa que la de Sharon Stone.
Tras comprar el hielo, adquirido a última hora para que no se deshiciera más de
lo previsto antes de llegar a casa, e introducido convenientemente en el
carrito de la compra, se regresaba al hogar a preparar la comida.
Antes, podías haber pasado por la droguería
de Antonio, un hombre que a pesar de su juventud - 26 años- era prácticamente
calvo, lo que añadía docenas de años postizos. Allí, además de jabones, esponjas,
productos para el hogar, peines y colonias, las señoras podían dejar sus medias
con carrerilla, para que les cogieran los puntos. La chica, una mujer joven,
con unos inmensos ojos azules, una sonrisa eterna, con una cierta atrofia en
una mano y siempre en su silla de ruedas, atendía a sus clientas con eficacia, y
con una máquina especial que parecía un punzón, reconstruía en un pis-pas el
desperfecto y dejaba las medias como nuevas.
Alrededor de mediodía, aunque siempre de
manera indeterminada, hacía su aparición el cartero. Cargado como una mula, con
una enorme cartera de cuero colgada de su hombro y repleta de todo tipo de
cartas y paquetes, recorría a pie todas las calles, hiciera frío, lluvia,
viento o un calor de justicia. Al entrar en el largo portal del bloque de
viviendas, se dirigía al final, y por el hueco de la escalera, voceaba su
presencia para que los vecinos que lo desearan, bajasen a ver si tenían correspondencia
o no. Todavía no se habían inventado los buzones.
De cualquier forma, aquellas cartas y
paquetes que no fuesen certificados y que no hubieran sido retirados por sus
destinatarios, se dejaban en manos de Pepe, - el portero- o de Marisa, su mujer,
que siguiendo con la tradición nunca escrita ni explicada, eran gallegos, como
la mayoría de los porteros de Madrid. Ellos, antes o después, pasarían a
entregar esas cartas a sus vecinos cuando lo consideraban oportuno, o bien,
cuando, sentados en su habitáculo a la entrada del portal, vieran entrar a
alguno de ellos.
Pepe, además, era el responsable de echar las
paladas de carbón necesarias en la caldera, para que la calefacción funcionara
a pleno rendimiento. Y cuando terminaba su jornada y antes de subir a la
vivienda asignada a la familia, cerraba la verja forjada que daba acceso a la
finca. Se cerraba el portal.
Por tanto, no era de extrañar, que en cada
Navidad, llamaran a cada puerta, tanto el cartero como el portero, a solicitar
el aguinaldo. Se lo habían ganado con creces.
Si por alguna extraña razón se te habían
olvidado las llaves del portal, sólo tenías que dar unas palmadas y gritar
¡sereno! Al cabo de unos pocos minutos, podías escuchar cómo el aludido
anunciaba a lo lejos su pronta presencia, golpeando el suelo con un chuzo de
madera que, a modo de báculo, reverberaba en el silencio de la noche,
acompañado de un ¡ya voy!
Eran otros tiempos. Eran tiempos en los que
la noche antes de partir de vacaciones de verano, camino de Galicia, podías
dejar todas las maletas y los baúles subidos en la baca del seiscientos, y
solicitar del sereno - previo abono de una modesta propina - que le echara un
ojo de vez en cuando. Eso, ahorraría un tiempo precioso cuando pocas horas
después, a las 4 de la madrugada, iniciaras un viaje que en nada envidiaba a
las aventuras de Marco Polo, con gato mosqueado y todo (el sorollo) metido casi
a la fuerza en su cesta y maullando en tono de cabreo monumental.
La televisión marcó un hito en la historia de
España. El aparato, un pedazo de televisor de la marca MARCONI, de tamaño
descomunal debido a la tecnología que usaba, en blanco y negro - por supuesto -
y sin mando a distancia, claro, ocupaba el lugar preferente del salón. Un único
canal que con el tiempo se amplió a dos - el famoso UHF, especialmente dedicado
a deportes - era la magnífica oferta televisiva de aquellos años.
El problema lo constituía el lugar elegido
para colocar la antena individual en la terraza del edificio. Al instalador,
aparte de haber destruido alguna teja que otra, no se le ocurrió una idea más
feliz que colocarla al lado de una línea de alta tensión. La consecuencia
directa fue que todos los aparatos electrónicos del Ambulatorio de la Seguridad
Social, a 100 metros de la vivienda, ejercían tal volumen de interferencias,
que hasta que no cerraban el centro, era casi imposible ver la tele.
Ya no hay afiladores, ni serenos, ni nadie
compra barras de hielo en ninguna parte, ni las calefacciones son de carbón, ni
nadie lleva medias. Y la lonja de pescado, está en Merca Madrid.
Hoy, los carteros van motorizados, llevan
teléfonos inteligentes y te llevan a casa los certificados, cuando a ellos se
les pone en sus santos…santos…bueno, en sus santos.
Hoy, los porteros ya no son porteros, son
conserjes y como mucho, te abren la puerta si te ven cargado con bolsas. Y si
les das un sobresueldo, puede que te bajen la basura desde tu puerta, hasta el
cubo de la calle, que recogerán los del Ayuntamiento.
Hoy, nadie llama a tu puerta en Navidad para
pedirte el aguinaldo, pero te llaman en Jalogüin para pedirte truco o trato.
Hoy, los "sorollos", terminan abandonados
porque sus dueños no pueden llevarlos consigo de vacaciones. O en el mejor de
los casos, en un alojamiento para mascotas, de modo temporal.
Hoy tienes televisión con pantalla plana y
sensurround, por cable, por internet, por parabólica, de pago, gratuita, con
fútbol, sin fútbol, con películas, para amantes del golf, del ciclismo, el
badmington o del snooker.
Hoy, ya no hay seiscientos, auténticos héroes
de la carretera. Sobre todo, de aquellas carreteras con socavones y baches del
tamaño de elefantes, que más parecían el efecto de un bombardeo que un simple
desperfecto ocasionado por el desgaste y la falta de inversión. Hoy, puedes
viajar cómodamente a Galicia, con tu coche con aire acondicionado, utilizando
autopistas y con las maletas cómodamente colocadas en su lugar o en el portaequipajes
del techo, eliminando así, la triste imagen de “moro emigrante” que dabas
antaño, mucho antes de que nadie imaginara siquiera, semejante concepto. Entre
otras cosas, porque los emigrantes éramos los españoles.
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