Se llamaba Juan, pero le pusimos el apodo de Johnny
Walker, aunque también era conocido por el General Custer. Lo de General
Custer, se lo pusimos basados en una película de Dustin Hoffman, que aquí en
España se llamó “Pequeño gran hombre”. En ella, Dustin Hoffman hacía de
explorador y en un momento de la peli, sirvió a las órdenes del Gral.
Custer. En la película, el General,
aparece con un penacho de plumas enorme y grotesco, adornando su sombrero
militar, al tiempo que sobre la pechera, lucía toda clase de condecoraciones y
chatarra inimaginable. Ese aire de pomposo fútil, era el que emanaba de Johnny
Walker, incluso en los escasos momentos en los que se encontraba sobrio.
El aspecto desaliñado, era algo cotidiano. Con pinta
de no saber el significado de la palabra peine, solía llevar los puños de las
camisas desabrochados, el forro de las americanas de color rojo, la panza sobresaliendo ampliamente por encima del cinturón, la corbata a la altura del ombligo y los botones de
arriba de la camisa desabrochados, lo que además de dejar ver la pelambrera
indecorosa de su intimidad, mostraba sin demasiado recato, un colgante, a modo
de collar, que quería simular de oro, al más puro estilo Jesús Gil. Aunque
todavía no se había inventando, Johnny Walker, era el vivo retrato de Torrente,
el brazo tonto de la ley y probablemente, bastante más lerdo que el propio
personaje.
Pero tenía el poder. Nadie sabía por qué, ni
siquiera el cómo, pero lo cierto es que, méritos supuestos aparte, era el jefe.
Y su poder, lo ostentaba de modo omnímodo, como si de Nerón se tratara.
En aquellos años, en todos los centros de cálculo
existentes en España, existían una enormes impresoras, con las – por ejemplo –
Telefónica imprimía cada mes las facturas de sus millones de abonados. De igual
forma, multitud de usuarios internos, utilizaban esos servicios centralizados
de impresión, usando para ello, cientos y miles de hojas, que una vez
analizadas convenientemente, o era enviadas a quien procediera o bien, eran
desechadas por no útiles. Ese papel impreso e inservible, se iba almacenando en
cajas, hasta que en algún momento, - tanto por razones de seguridad como por de
capacidad física -, se tomaba la decisión de desprenderse de todo ese material
inservible.
Había la costumbre generalizada de que todo ese
papel sobrante, que habían escupido sin cesar las gigantescas impresoras de la
instalación, se vendiera al peso a unas empresas que se encargaban de su
recogida, pesaje y compra, para después, hacerlo desaparecer. En aquellos años,
no existía la Ley de Protección de Datos, ni las empresas de reciclaje ni
siquiera el concepto. Así es que la medida de desprenderse de todo ese papel,
era al tiempo una decisión de seguridad – tener tanto papel almacenado era un
riesgo en sí mismo – y un avance en lo que posteriormente se conocería como
conciencia cívica o de reciclaje.
El fruto de la venta de ese material, era comúnmente
aceptado que quedaba en poder de los operarios que se dedicaban a trabajar
directamente con él, es decir, de aquellos que día tras día, acarreaban
físicamente con esas pesadas cajas, colocaban el papel original en las
impresoras para ser impreso y apilaban posteriormente y con cuidado, las cajas
con el papel inservible. El importe de la venta de esas cantidades de papel reciclado, se iba
guardando en una cuenta corriente, abierta única y exclusivamente para tal fin,
y en la que los trabajadores más antiguos del departamento y que eran al mismo
tiempo, los más respetados, ostentaban la firma para poder operar. Luego, en un
momento determinado cuando el dinero depositado en la cuenta empezaba a ser
respetable, se procedía a organizar una cena de todos los compañeros. Cena en
la que, por supuesto, todos los gastos estaban sufragados por dicha cuenta. Era
“la cena del papel”, un sencillo acto de auto homenaje, que la última escala
laboral de las empresas, se auto otorgaban a sí mismos en clave de recompensa
por sus esfuerzos (literalmente).
Lo normal era que a la mencionada cena, fueran sólo
los “curritos”, los esclavos, la chusma, la plebe. Pero en cuanto los “señoritos”
empezaron a tener noticias de este tipo de eventos, empezaron también a cambiar
las costumbres.
Para empezar, fueron ellos mismos los que comenzaron
a auto invitarse, con la excusa de que era un momento de confraternizar “con los del sub mundo”. Yo siempre he creído que si no lo haces a diario, hacerlo un día al año
o dos, no va a mejorar la relación. Antes al contrario, el normal de los
mortales, les consideraba un estorbo, unos entrometidos y unos caraduras, por
auto invitarse a un evento que se consideraba exclusivo de los “gladiadores” y
no parecía tener sentido invitar también a los leones a la misma mesa.
Pero ahí no quedó la cosa. Con el tiempo, a medida
que las “cenas del papel” se fueron instituto-nacionalizando, los propios
“amos”, comenzaron a jugar sus propias cartas. Y fue así como un día, nos
encontramos por sorpresa con que a la fiesta, se había apuntado el Director General de la
empresa, invitado por Johnny Walker, que antes de empezar a cenar, ya hacía los
honores a su apodo.
No era un mal tipo el Director General. Era un tipo
educado, inteligente, accesible, abierto, sociable, y sabía hacer su papel de
embaucador de voluntades. Solía apuntarse todos los años al torneo de tenis que
se organizaba en la empresa y que todos los años, ganaba el mismo. Pero su
presencia allí, no era del todo bien recibida. La cena, fundamentalmente,
servía como acto de reunión entre compañeros y sobre todo, la
posibilidad de poner en común hechos, rumores, tendencias, cotilleos, chanzas y
demás. O sea, servía para poner a caldo a todos los que no estaban allí. Pero
claro, si de pronto un día, empiezan a compartir con nosotros la mesa y las
copas de después de la cena, la gente se veía en la obligación de cortarse un
poco, de medir sus palabras y sus comentarios y eso, coartaba la libertad y
transgredía el espíritu de la convocatoria inicial. Pero lo peor, estaba aún
por llegar.
El General Custer, henchido al máximo de sí mismo y
en un gesto que le caracterizaba, no se limitó a invitar a quien a él le
pareció oportuno y procedente, en función de sus propios y torticeros intereses.
Llegó un momento en el que simplemente, el día que se procedía a la venta del
papel reciclado, le pedía el dinero en metálico al trabajador – compañero
nuestro – encargado de su venta. O sea, dicho en román paladino: se quedaba con
la pasta.
Por supuesto que el uso que posteriormente
daba a tales “extras”, no estaba relacionado con el bienestar de sus empleados.
Antes al contrario, le servían para agenciarse más volumen de whisky y a mejor
precio, y por descontado, poder pagar los servicios profesionales más acorde a
sus gustos sexuales, que el dinero le podía permitir.
La primera vez, algunos bien pensados, supusieron
que semejante bochorno no se volvería a repetir, pero como suele ser frecuente,
si no pones coto a un sinvergüenza, te acaba tomando el codo en vez de la mano.
La situación se fue repitiendo una vez y otra también, hasta convertirse en
costumbre y fue ahí, cuando la cosa empezó a molestar. Una cosa era que
vinieran los jefes a cenar y beber gratis, con la excusa de congeniar con los
empleados. Otra, que se invitara a algunos “peces gordos” de la compañía para
medrar en la empresa a expensas del reciclaje del papel. Pero lo de quedarse
con el dinero y gastárselo en putas y alcohol, estaba reservado a los de la
Junta de Andalucía, muchos años después. Además, los curritos, nos quedamos sin
cena y sin copas gratis.
Cuando llegó a oídos de JW que comenzaban a
levantarse voces críticas y que alguno estaba pensando en poner en conocimiento
de la Dirección de Personal su comportamiento, fue cuando decidió adquirir una
nevera pequeña para los empleados. Lo de “para los empleados”, parecía una
broma porque el primer día la instaló en su despacho. Al fin y al cabo, no se iba a tomar el whisky sin
hielo, no? El argumento que utilizó era que “para aquellos que se traen la
comida, para que no se les estropee, que usen la nevera”. Y cuando se le indicó
que lo de tenerla en su despacho no parecía oportuno ni conveniente, al final,
tuvo que rendirse a la evidencia y admitir que “aunque la puerta de mi despacho
siempre estará abierta para vosotros”, no era de recibo que se interrumpiera
una reunión con un invitado y entrara un tipo en busca de un bocadillo de
mortadela. Fue entonces cuando la nevera, acabó donde tenía que acabar: en la
planta de abajo, donde habitaban los del sub mundo.
Con semejante medida, pretendió acallar las voces
que se cernían sobre él y amenazaban con denunciar su comportamiento. Pero este
tipo de gentuza, siempre disfruta de nuevas oportunidades para demostrar su
bajeza. No saben de límites.
Por circunstancias que no quiero comentar para no
dar pistas, un cierto día, todos los trabajadores del centro, debíamos hacer
unos turnos especiales extras. Esto, obligó a re planificar los horarios, los
días, etc y como consecuencia de ello, hubo gente que se incorporaba al trabajo
a las 22.00 de la noche.
El General Custer, a lomos de su montura, enjaezada
como si fuera a pasear por el Real de la Feria; vestido con su más esplendoroso
uniforme, repleto de medallas y condecoraciones y adornado con su penacho de
plumas multicolores sobre su sombrero militar, en uno de esos alardes que
le definían y en sospechoso estado de embriaguez, decidió, de modo unilateral,
- como corresponde a todo estúpido general que se precie- adquirir una ingente
cantidad de comida destinada a los trabajadores…del turno de noche! Y para
asegurarse de que nadie osara acceder a la nevera con semejantes manjares,
ordenó rodear la nevera con una cadena y cerrarla con un candado, cuya llave,
guardaría a buen recaudo entre su pechera al descubierto y sus dorados
colgantes de Torrente.
Por lo que, aquellos a los que les tocó trabajar
durante las horas del día, no sólo se vieron en la imposibilidad de disfrutar
de las viandas, bajo amenaza expresa de ser fusilados al amanecer, sino que, como
consecuencia de que la nevera estaba cerrada, tampoco pudieron introducir su
propia comida.
La broma fue que, al llegar el turno de noche, el
esclavo de turno, gentilmente, se ofreció para abrir la nevera a los recién
llegados. La abrió como si de un pastel de novios se tratara, diciendo: “esto
lo ha comprado la empresa para vosotros”.
-
Pues
muchas gracias, pero yo, ya he cenado en casa.
-
Y
yo.
-
Y
yo también, fueron respondiendo a la invitación todos y cada uno de los que
comenzaban el turno.
Aturdido por la situación, el esclavo, no atinaba a
comprender lo sucedido. La magnanimidad de la empresa, manifestada en un ágape
que él mismo consideraba impropio de quienes se lo iban a comer, se iba a
perder.
-
Pero
entonces, ¿qué pasa con esta comida? ¿Se va a tirar?
-
No
– sugirió uno. Te la puedes llevar tú a casa o dásela a JW. Al fin y al cabo,
la idea es suya, no?
Y así fue como Johnny Walker, alias General Custer,
terminó uno de los días más importantes y señalados para España entera: beodo e
impresentable en público - como siempre – y en ridículo por tomar las
decisiones más absurdas, incoherentes, injustas y despóticas, que individuo
alguno haya tomado jamás.
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