domingo, enero 14, 2018

¡Qué nevada la de aquel día!

Era noche cerrada. Normal, si tenemos en cuenta que eran las 5.30 de la mañana. La hora habitual de levantarme para ir a trabajar.

Sin embargo, a través de la ventana del cuarto de baño, que daba a la calle, se atisbaba un pálido reflejo. Y no era la luz de la farola. Abrí con más miedo que vergüenza un poco la ventana para comprobar a qué se debía ese resplandor, y sí, efectivamente, tal y como sospechaba, era nieve. Cerré inmediatamente la ventana, por la que entraba un cuchillo de frío. Sensación nada apetecible cuando estás desnudo. Afortunadamente, el agua hirviendo de la ducha empezó a normalizar la situación.

En San Lorenzo de El Escorial era (y es) frecuente que nieve. Con mayor o menor copiosidad o insistencia, pero es raro el invierno que no nieva. En aquellas fechas, las empinadas calles del Muy Ilustre pueblo, estaban repletas de nieve, lo que obligaba a los paisanos a utilizar las cadenas en sus coches para poder moverse sin complicaciones. El problema era que al llegar a la autopista A-6, lo normal era tener que quitarlas porque la calzada estaba totalmente limpia. Eso era lo habitual, pero no lo fue ese día.

A la nieve acumulada durante los días anteriores, comenzó a sumarse la que empezó a caer apenas una hora antes. La intensidad era grande. Tanta, que en contra de lo habitual, comenzó a cuajar rápidamente en el asfalto, lo que motivó que al llegar a la A-6, en vez de parar para quitar las cadenas que llevaba puestas, decidiera dejarlas por si acaso. Después comprobé que realmente fue una buena decisión.

Una vez inmerso en la circulación de la autopista camino de Madrid, al poco de avanzar unos pocos kilómetros, nos vimos todos obligados a parar. Algo habitual en los atascos mañaneros camino del trabajo. Aunque en este caso, el parón se produjo en una zona poco habitual. Y además, se iba prolongando hasta convertirse en algo muy especial, porque todavía ni siquiera habíamos llegado a Collado Villalba.

Fue la radio la que nos fue dando pistas sobre lo que estaba ocurriendo. Al parecer, varios trailers, se habían cruzado en diversos puntos de la vía debido a la nieve caída en el firme e impedían el tráfico.

Atrapados en un atasco monumental y ante la imposibilidad de llegar al trabajo, ni siquiera a una hora decente, y sin poder de maniobra alguno, sólo nos quedaba como alternativa, dar la vuelta y volver a casa. Cuando se pudiera dar la vuelta.

Aquella insólita situación, planteaba sensaciones contrapuestas. Por un lado, la imposibilidad de acudir al trabajo de miles de personas. Resultaba hasta dramático comprobar cómo los 3 carriles de la autovía estaban repletos de vehículos parados. Y lo mismo cabía decir de la vía de servicio que corre paralela a la central.

Por otro, la indiscutible belleza del paisaje, todo vestido con un grueso manto blanco que recordaba al típico ambiente navideño.

El recorrer los 5 o 6 kilómetros que teníamos por delante hasta poder dar la vuelta y volvernos a casa, me costó unas 3 horas. Tiempo en el que de vez en cuando, apagaba el motor para luego volver a encenderlo y mantener la calefacción del coche. Al cabo de una o dos horas, los conductores allí atrapados y sus acompañantes, empezábamos a tener necesidades fisiológicas imposibles de aplazar. Afortunadamente, al otro lado de la mediana que separa la calzada central de la vía de servicio, apareció la salvación para muchos: una gasolinera.

Fue muy curioso observar cómo todas las damas saltaban con mejor o peor estilo al otro lado de la mediana y corrían - algunas literalmente - hacia los baños de la gasolinera. Algunos, incluso, regresaban de allí con un café y algún dulce. Hasta que lo uno y lo otro, se les acabaron a los sorprendidos empleados de la estación.

La ventaja en muchas ocasiones de ser hombre, es que en situaciones límite como ésta, no es absolutamente imprescindible cumplir con el protocolo de buenas costumbres y acudir a los - por otra parte- abarrotados lavabos de la gasolinera, que lógicamente se vieron desbordados por una horda de damas ansiosas por utilizar sus baños. Los hombres - incluido un servidor - lo tuvimos más fácil. Con la mayor naturalidad del mundo y todos muy bien vestidos con nuestros trajes y corbatas, salimos de nuestros vehículos y nos arrimamos a la mediana, de la manera más elegante posible y dejamos nuestra humeante micción, como indeleble recuerdo de nuestro paso - lento, eso sí - por dicho lugar.

Una vez alcanzamos el punto de retorno, procedimos a dar la vuelta, de regreso a casa. Era mediodía y no habíamos podido avanzar más de unos 5 kms desde las 7 de la mañana.

El camino de vuelta a casa por la autovía, estaba todavía mucho peor. Dado el nulo transitar de vehículos en dirección norte, la calzada tenía nieve suficiente como para haberse comprado un 4x4. Pero yo iba seguro con mis cadenas. Hasta que llegué a las inmediaciones de mi casa. Allí, me fue imposible dar la vuelta a la manzana debido a la acumulación de nieve que había. Las ruedas comenzaron a patinar y sorprendido, me bajé del coche y comprobé que por algún motivo, una de las cadenas, se había roto. Dada la imposibilidad de recorrer los escasos 100 metros que me separaban del garaje y ante la rotura de una de las cadenas, la solución pasaba por comprar una pala, y allanar el camino a casa. Para ello, había que ir a la ferretería.

Hacia allí me encaminé. A pesar de la acumulación de nieve, el coche pudo subir la empinada cuesta, incluso con una sola cadena en vez de dos. Pero al llegar a la primera rotonda, se había producido una acumulación, que mi coche fue incapaz de superar. Al no poder ir hacia adelante, intenté dar marcha atrás y coger impulso. Y para atrás, tampoco andaba. Tenía que improvisar.

La circulación por el interior del pueblo, era nula. Mi coche, estaba inmovilizado en mitad de una pequeña rotonda. Tenía que comprar una pala, ponerme a la faena y de momento, seguía con el traje y la corbata. Así es que prioricé. Pondría las luces de warning, dejaría el coche “abandonado” en mitad de la rotonda. Iría a casa a cambiarme, ponerme “el uniforme de nieve”, con botas, chubasquero y demás. Compraría la pala, desatascaría el coche y después, iría a comprar otras cadenas. Y así lo hice.

Mientras tanto, había llamado a mis amigos Katja y Daniel que también se vieron afectados por la nevada; que tampoco pudieron llegar a sus trabajos y para poder soportar mejor el trauma, quedamos en comer juntos en La Cueva. No todo iba a ser malas noticias, pensé yo. Una vez más, me volví a equivocar. El día no había terminado.

Efectivamente, me cambié de uniforme y dejé el disfraz de oficinista por el de peón caminero. Conseguí la pala en la ferretería. El hombre que me la vendió, era un tipo simpático. Comenzamos a hablar del asunto que era la noticia del día en toda España y le comenté que se me había roto una cadena y que ahora, tenía que comprar otras y no sabía dónde.

      -        Pues a la gasolinera que hay camino de la A-6.
      -        Ah, claro! - Respondí yo. Pero es que sin cadenas no puedo ir hasta allí.
      -        No se preocupe. Yo le llevo.
     -        Muchas gracias - respondí sorprendido por su generosidad. Pero es que el problema es que una vez que usted me lleve, no tengo cómo regresar.
      -        No se preocupe. Yo le llevo y le traigo.
      -        Pero hombre, cómo va a estar haciendo viaje para allá y otra vez para acá…
     -        Que no se preocupe, hombre. Que no pasa nada. Mire, yo cierro la tienda a las 13.30. Le llevo, usted compra las cadenas, y le traigo. Sin problemas.

Desde luego, el plan era perfecto. Parecía que las cosas se iban arreglando. Además, con Katja y Daniel no había quedado a comer hasta las 14.30, o sea que tenía tiempo.

Después de comprar la pala, fui hasta el coche, conseguí eliminar la tonelada de nieve que bloqueaba las ruedas y una vez sacado del atasco, el objetivo era encontrar un lugar donde aparcarlo, a la espera de conseguir unas nuevas cadenas y poder trasladarlo al garaje de casa.

Tuve suerte y pude dejarlo cerca del restaurante en el que había quedado con mis amigos. Después, entre unas cosas y otras, eran casi las 13.30, así es que me encaminé hacia la ferretería a esperar a que el buen samaritano me hiciera de chófer y me llevara hasta la gasolinera, para después, me devolviera al lugar de partida.

Al terminar la comida con mis amigos, de repente echo en falta mi móvil. Los de la época, he de decir, que tenían aspecto más de ladrillo que de otra cosa. O sea, que para perderlo había que ser un poco torpe. Y el caso es que no lo tenía. Me puse a pensar y repasar los lugares por los que había estado, visualizando todo. Y finalmente llegué a la conclusión de que me había dejado el móvil en el coche de mi samaritano. ¿Cómo comprobarlo? Pues fácil: llamando.

Al cabo de pocos segundos, oigo una voz que atiende a mi teléfono y le explico lo sucedido. Efectivamente, era el dueño de la ferretería. La ventaja era que abría de nuevo a eso de las 16.30. Así es que sólo tenía que pasarme de nuevo por su tienda, y recoger el teléfono.

Como ya tenía las cadenas nuevas, lo primero que hice fue colocárselas al coche. A la hora indicada, me pasé por la ferretería, cogí mi teléfono, le di mil gracias a mi nuevo amigo y me dispuse a encerrar mi coche en mi garaje.

Y así terminó aquel día inolvidable, que había comenzado como todos los anteriores, a las 5.30 de la mañana.

¡Qué nevada la de aquel día!

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