Era noche cerrada. Normal, si tenemos en
cuenta que eran las 5.30 de la mañana. La hora habitual de levantarme para ir a
trabajar.
Sin embargo, a través de la ventana del
cuarto de baño, que daba a la calle, se atisbaba un pálido reflejo. Y no era la
luz de la farola. Abrí con más miedo que vergüenza un poco la ventana para
comprobar a qué se debía ese resplandor, y sí, efectivamente, tal y como
sospechaba, era nieve. Cerré inmediatamente la ventana, por la que entraba un
cuchillo de frío. Sensación nada apetecible cuando estás desnudo. Afortunadamente,
el agua hirviendo de la ducha empezó a normalizar la situación.
En San Lorenzo de El Escorial era (y es)
frecuente que nieve. Con mayor o menor copiosidad o insistencia, pero es raro
el invierno que no nieva. En aquellas fechas, las empinadas calles del Muy
Ilustre pueblo, estaban repletas de nieve, lo que obligaba a los paisanos a
utilizar las cadenas en sus coches para poder moverse sin complicaciones. El
problema era que al llegar a la autopista A-6, lo normal era tener que
quitarlas porque la calzada estaba totalmente limpia. Eso era lo habitual, pero
no lo fue ese día.
A la nieve acumulada durante los días anteriores,
comenzó a sumarse la que empezó a caer apenas una hora antes. La intensidad era
grande. Tanta, que en contra de lo habitual, comenzó a cuajar rápidamente en el
asfalto, lo que motivó que al llegar a la A-6, en vez de parar para quitar las
cadenas que llevaba puestas, decidiera dejarlas por si acaso. Después comprobé
que realmente fue una buena decisión.
Una vez inmerso en la circulación de la
autopista camino de Madrid, al poco de avanzar unos pocos kilómetros, nos vimos
todos obligados a parar. Algo habitual en los atascos mañaneros camino del
trabajo. Aunque en este caso, el parón se produjo en una zona poco habitual. Y
además, se iba prolongando hasta convertirse en algo muy especial, porque
todavía ni siquiera habíamos llegado a Collado Villalba.
Fue la radio la que nos fue dando pistas
sobre lo que estaba ocurriendo. Al parecer, varios trailers, se habían cruzado
en diversos puntos de la vía debido a la nieve caída en el firme e impedían el
tráfico.
Atrapados en un atasco monumental y ante la
imposibilidad de llegar al trabajo, ni siquiera a una hora decente, y sin poder
de maniobra alguno, sólo nos quedaba como alternativa, dar la vuelta y volver a
casa. Cuando se pudiera dar la vuelta.
Aquella insólita situación, planteaba
sensaciones contrapuestas. Por un lado, la imposibilidad de acudir al trabajo
de miles de personas. Resultaba hasta dramático comprobar cómo los 3 carriles
de la autovía estaban repletos de vehículos parados. Y lo mismo cabía decir de
la vía de servicio que corre paralela a la central.
Por otro, la indiscutible belleza del
paisaje, todo vestido con un grueso manto blanco que recordaba al típico
ambiente navideño.
El recorrer los 5 o 6 kilómetros que teníamos
por delante hasta poder dar la vuelta y volvernos a casa, me costó unas 3
horas. Tiempo en el que de vez en cuando, apagaba el motor para luego volver a
encenderlo y mantener la calefacción del coche. Al cabo de una o dos horas, los
conductores allí atrapados y sus acompañantes, empezábamos a tener necesidades
fisiológicas imposibles de aplazar. Afortunadamente, al otro lado de la mediana
que separa la calzada central de la vía de servicio, apareció la salvación para
muchos: una gasolinera.
Fue muy curioso observar cómo todas las damas
saltaban con mejor o peor estilo al otro lado de la mediana y corrían - algunas
literalmente - hacia los baños de la gasolinera. Algunos, incluso, regresaban
de allí con un café y algún dulce. Hasta que lo uno y lo otro, se les acabaron
a los sorprendidos empleados de la estación.
La ventaja en muchas ocasiones de ser hombre,
es que en situaciones límite como ésta, no es absolutamente imprescindible cumplir
con el protocolo de buenas costumbres y acudir a los - por otra parte-
abarrotados lavabos de la gasolinera, que lógicamente se vieron desbordados por
una horda de damas ansiosas por utilizar sus baños. Los hombres - incluido un
servidor - lo tuvimos más fácil. Con la mayor naturalidad del mundo y todos muy
bien vestidos con nuestros trajes y corbatas, salimos de nuestros vehículos y
nos arrimamos a la mediana, de la manera más elegante posible y dejamos nuestra
humeante micción, como indeleble recuerdo de nuestro paso - lento, eso sí - por
dicho lugar.
Una vez alcanzamos el punto de retorno,
procedimos a dar la vuelta, de regreso a casa. Era mediodía y no habíamos
podido avanzar más de unos 5 kms desde las 7 de la mañana.
El camino de vuelta a casa por la autovía,
estaba todavía mucho peor. Dado el nulo transitar de vehículos en dirección
norte, la calzada tenía nieve suficiente como para haberse comprado un 4x4.
Pero yo iba seguro con mis cadenas. Hasta que llegué a las inmediaciones de mi
casa. Allí, me fue imposible dar la vuelta a la manzana debido a la acumulación
de nieve que había. Las ruedas comenzaron a patinar y sorprendido, me bajé del
coche y comprobé que por algún motivo, una de las cadenas, se había roto. Dada
la imposibilidad de recorrer los escasos 100 metros que me separaban del garaje
y ante la rotura de una de las cadenas, la solución pasaba por comprar una
pala, y allanar el camino a casa. Para ello, había que ir a la ferretería.
Hacia allí me encaminé. A pesar de la
acumulación de nieve, el coche pudo subir la empinada cuesta, incluso con una
sola cadena en vez de dos. Pero al llegar a la primera rotonda, se había
producido una acumulación, que mi coche fue incapaz de superar. Al no poder ir
hacia adelante, intenté dar marcha atrás y coger impulso. Y para atrás, tampoco
andaba. Tenía que improvisar.
La circulación por el interior del pueblo,
era nula. Mi coche, estaba inmovilizado en mitad de una pequeña rotonda. Tenía
que comprar una pala, ponerme a la faena y de momento, seguía con el traje y la
corbata. Así es que prioricé. Pondría las luces de warning, dejaría el coche “abandonado”
en mitad de la rotonda. Iría a casa a cambiarme, ponerme “el uniforme de nieve”,
con botas, chubasquero y demás. Compraría la pala, desatascaría el coche y
después, iría a comprar otras cadenas. Y así lo hice.
Mientras tanto, había llamado a mis amigos
Katja y Daniel que también se vieron afectados por la nevada; que tampoco
pudieron llegar a sus trabajos y para poder soportar mejor el trauma, quedamos
en comer juntos en La Cueva. No todo iba a ser malas noticias, pensé yo. Una
vez más, me volví a equivocar. El día no había terminado.
Efectivamente, me cambié de uniforme y dejé
el disfraz de oficinista por el de peón caminero. Conseguí la pala en la
ferretería. El hombre que me la vendió, era un tipo simpático. Comenzamos a
hablar del asunto que era la noticia del día en toda España y le comenté que se
me había roto una cadena y que ahora, tenía que comprar otras y no sabía dónde.
-
Pues a la gasolinera que hay camino de la A-6.
-
Ah, claro! - Respondí yo. Pero es que sin cadenas no puedo ir hasta
allí.
-
No se preocupe. Yo le llevo.
-
Muchas gracias - respondí sorprendido por su generosidad. Pero es que
el problema es que una vez que usted me lleve, no tengo cómo regresar.
-
No se preocupe. Yo le llevo y le traigo.
-
Pero hombre, cómo va a estar haciendo viaje para allá y otra vez para
acá…
-
Que no se preocupe, hombre. Que no pasa nada. Mire, yo cierro la
tienda a las 13.30. Le llevo, usted compra las cadenas, y le traigo. Sin
problemas.
Desde luego, el plan era perfecto. Parecía
que las cosas se iban arreglando. Además, con Katja y Daniel no había quedado a
comer hasta las 14.30, o sea que tenía tiempo.
Después de comprar la pala, fui hasta el
coche, conseguí eliminar la tonelada de nieve que bloqueaba las ruedas y una
vez sacado del atasco, el objetivo era encontrar un lugar donde aparcarlo, a la
espera de conseguir unas nuevas cadenas y poder trasladarlo al garaje de casa.
Tuve suerte y pude dejarlo cerca del
restaurante en el que había quedado con mis amigos. Después, entre unas cosas y
otras, eran casi las 13.30, así es que me encaminé hacia la ferretería a
esperar a que el buen samaritano me hiciera de chófer y me llevara hasta la
gasolinera, para después, me devolviera al lugar de partida.
Al terminar la comida con mis amigos, de
repente echo en falta mi móvil. Los de la época, he de decir, que tenían
aspecto más de ladrillo que de otra cosa. O sea, que para perderlo había que
ser un poco torpe. Y el caso es que no lo tenía. Me puse a pensar y repasar los
lugares por los que había estado, visualizando todo. Y finalmente llegué a la
conclusión de que me había dejado el móvil en el coche de mi samaritano. ¿Cómo
comprobarlo? Pues fácil: llamando.
Al cabo de pocos segundos, oigo una voz que
atiende a mi teléfono y le explico lo sucedido. Efectivamente, era el dueño de
la ferretería. La ventaja era que abría de nuevo a eso de las 16.30. Así es que
sólo tenía que pasarme de nuevo por su tienda, y recoger el teléfono.
Como ya tenía las cadenas nuevas, lo primero
que hice fue colocárselas al coche. A la hora indicada, me pasé por la
ferretería, cogí mi teléfono, le di mil gracias a mi nuevo amigo y me dispuse a
encerrar mi coche en mi garaje.
Y así terminó aquel día inolvidable, que
había comenzado como todos los anteriores, a las 5.30 de la mañana.
¡Qué nevada la de aquel día!
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