Al llegar
al área de Consultas Externas del Hospital Clínico de Málaga, aquello parecía
El Corte Inglés el primer día de las rebajas. Era mediodía y por el volumen de
personal que allí había sentado esperando su turno, se presentía que la visita
al oftalmólogo iba a durar bastante. Lástima - pensé yo - que el Hospital de
Benalmádena, lleve 10 años esperando una ampliación de servicios, debido a lo
cual, tenemos que trasladarnos hasta Málaga y sufrir los agobios y la pérdida
de tiempo que ello conlleva.
Presidiendo
la pared contra la que están orientados todos los asientos, hay dos grandes
carteles. Uno de ellos, ruega silencio. El otro, por no usar el teléfono móvil.
Ninguno de ellos, parece ejercer demasiada influencia en el personal, porque
allí lo que se respira es una atmósfera de corrala.
El trasiego
de personas entrando y saliendo de la calle y de las consultas, junto con el
atronador volumen con el que se llama a los pacientes por los altavoces,
confiere al lugar un carácter más de feria de pueblo que de hospital.
Mientras
aguardas paciente a que te llamen, además, la sala se convierte en una suerte
de escaparate de la miseria. Ya tenemos asumido que mientras estás en un vagón
del metro en Madrid o en un chiringuito de la playa tomando una cerveza, te
asalten varios senegaleses, por riguroso orden secuencial, bien sea con un
cargamento de gafas de sol de dudosa procedencia y calidad, bien con relojes
que vaya usted a saber si alguna vez han dado siquiera la hora, o bien, con bolsos
de señora de marcas trabajadas en el Polígono Cobo Calleja de Madrid, o de
relojes, o de CD’s tan piratas como Drake. Pero que esta misma situación te la
encuentres en la sala de espera de un hospital, da como para pensar. Y sin
embargo, es así.
De repente,
de entre las docenas de personas que transitan de un lado a otro, aparece un
vendedor de lotería nacional anunciando que tiene el 15 y el 17, aunque la
verdad sea dicha, sin demasiado éxito. Un poco más tarde, aparece otro
vendiendo cupones de la ONCE, con el mismo éxito que el anterior. Y después,
hace su aparición un señor que directamente pide para comer. Y éste sí que
tiene más acogida en el personal. Yo me preguntaba, por qué razón, si lo que
necesita es comer, no acude a alguno de los comedores sociales existentes, a
Cruz Roja - tengo amigos que lo hacen con frecuencia - o alguna organización
caritativa que bien podría proporcionarle una ayuda más estable que no la de depender
de la misericordia de los pacientes de un hospital.
Pero el
tema no acaba ahí. Unos minutos más tarde y mientras tú estás deseando que por
lo menos el oftalmólogo pronuncie el nombre esperado por los altavoces, aparece
un hombre de unos 30 años, alto y más largo que un día sin pan. Es entonces
cuando dirigiéndose a los espectadores - ya hace rato que hemos dejado de ser
pacientes - comienza a dar el guión preparado y a buen ritmo. Dada mi posición
en primera fila del patio de butacas, no he tenido otra opción que asistir en
silencio a la representación.
Lo más
llamativo es que el individuo comienza su monólogo explicando que, a pesar de
las apariencias, él no es drogadicto. “Excusatio non petita, accusatio
manifesta” he pensado. Después ha seguido contando una historia de supuesto desalojo
de una supuesta vivienda junto con su pareja - real o ficticia - y ha
continuado afirmando algo parecido a “es triste pedil, pero más triste es de
robal”, afirmando que prefiere no pedir en la calle y que su pareja, que es muy devota, se ha hecho
con unas estampitas de la Virgen de Santa Gema, que como todos saben es buena
para todo: la salud, la felicidad, el dinero, la fe, la esperanza, la caridad y
un sinfín de bienaventuranzas que casi igualan a las del bálsamo de fierabrás. Que
él no las vendía ni por un euro ni por medio. Que las ofrecía para ver si le
podían ayudar.
Me ha
sorprendido que no hubiera mencionado si estaba buscando trabajo o recibiendo
algún subsidio. Al fin y al cabo, el que pedía para comer era un señor mayor,
pero éste, era un mocetón joven y aunque delgado, se veía que gozaba de buena
salud.
En ese
momento he estado a punto de levantarme y de intentar ayudarle. Le hubiera
indicado que volviendo la esquina, si se dirigía al descampado donde aparcan
todos los coches, allí, al aire libre, en invierno y en verano, hay dos
personas con un chaleco amarillo, que se encargan de recoger el donativo de 1
euro por aparcar el coche sin tiempo de permanencia. Esas personas, que van
variando con el tiempo, trabajan en una ONG que tiene su sede en Málaga y que
precisamente se encarga de dar trabajo a personas en riesgo de exclusión
social. No ganan mucho, pero los que allí están, no les falta comida.
Digo que he
estado a punto de indicarle el camino para entrar en contacto con dicha ONG,
pero luego he pensado que lo mismo daba al traste con su montaje.
Después de media
hora de espera, finalmente llaman por megafonía a la paciente. Y cuando regresa
a los dos minutos, me dice:
- La ATS
quería ponerme las gotas en los ojos y le he dicho que no podía ser. Que si me
dilataba las pupilas era imposible que pudieran medirme las dioptrías. Y la
chica se ha quedado con la boca abierta. Como si fuera la primera vez que
alguien le dijera tal cosa. Es que entonces, aquí en Málaga, ¿no le miden las
dioptrías a nadie? Porque si lo primero que te hacen es dilatar las pupilas y
nadie dice nada…En Madrid no es así.
- O sea,
que tienen que volver a llamarte?
- Sí. Y lo
mismo por díscola, me llaman la última.
No ha sido
la última y la aventura en el Clínico, nos ha costado sólo 1 hora y media.
Por lo
menos, la doctora ha sido amable, algo que no suele ser habitual y el resultado
del examen, tan bueno como los anteriores. Pero no deja de ser chocante que
mientras ponen carteles de “guarde silencio”, y “no use el móvil” se permita la
entrada de pedigüeños. Supongo que lo siguiente será alguien vendiendo “malacatones”
o seguros de vida.
1 comentario:
Muy buen relato. Un espejo de nuestra sociedad. Y nuestras peores vivencias, sin respetar normas, sin preocuparnos si lo q hacemos molesta o incluso si es permisible
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