jueves, julio 12, 2018

El laxante


Un viaje siempre es una promesa de nuevas experiencias. En aquella ocasión, además, tenía el aliciente de compartir con unos amigos el interés común de visitar y conocer una tierra hasta entonces desconocida para las tres parejas del grupo: Cantabria. Más concretamente la costa oriental de Cantabria. El plan tuvo que ajustarse a un espacio de tiempo corto, pues el itinerario con origen y regreso en Madrid, debía efectuarse entre el viernes por la tarde y el domingo.

Como es fácil de entender, seis personas no podían compartir el mismo vehículo y resultaba estúpido y escandalosamente caro que cada pareja llevara su propio coche, por lo que se acordó por unanimidad que un servidor, que era el que tenía el vehículo más modesto, lo dejara aparcado en su casa y fuera de ocupa en cualquiera de los otros dos.

En el viaje hacia el norte, decidimos acompañar en su vehículo a Enrique y su mujer - ya divorciados como todas las personas decentes- . Enrique tenía por entonces un Alfa Romeo 133, pero el bueno de Enrique, debía pensar que por sus venas corría sangre de Fangio y que su coche era una especie de Lotus con motor de F1.

No recuerdo con exactitud la fecha del mencionado viaje, pero guardo entre mis recuerdos con perturbadora nitidez, que la carretera estaba atestada de coches, que en una interminable caravana, avanzaban a paso de tortuga, o al menos, a una velocidad a la que Enrique, no estaba dispuesto continuar. Confieso que fue la experiencia más aterradora de mi vida dentro de un coche, pues mi amigo parecía poseído por algún tipo de espíritu demoníaco, desprovisto del más elemental sentido de la supervivencia. No he visto jamás incumplir tantos artículos del código de la circulación en menos tiempo.

Enrique - o el espíritu que le hubiere ocupado su cuerpo mortal - decidió salirse de la caravana y adelantar  a cuantos coches que su temeraria conducción y la velocidad de su Alfa Romeo le permitieran, justo antes de frenar, hasta con paracaídas si fuera necesario, para regresar a la caravana y meterse deprisa y corriendo en un hueco y así evitar el impacto con el vehículo que venía en sentido contrario, el cual, supongo, que aunque en su sentido había poco o nada de tráfico, iría rezando para que algún loco - como el propio Enrique - no se estampara contra él. Esta situación se reprodujo durante todo el camino y mi grado de excitación era tal, que decidí encomendar mi alma a quien tuviera a bien acogerla en su seno, mientras miraba por mi ventanilla el paisaje, pero sobre todo, lo que veía era la cara de susto de los otros conductores en cuyos rostros se adivinaba la sorpresa y vaticinaban nuestro fatídico fin.

Decía Einstein:” Dos cosas son infinitas: la estupidez humana y el universo; y no estoy seguro de lo segundo". Es importante tener esto en consideración pues por muy inverosímil que pudiera parecer, cundió el mal ejemplo de Enrique entre otros vehículos de la caravana, de tal suerte que, a la vez que nuestro coche se salía de la caravana para adelantar de manera suicida a todos los que permanecían en su lugar, otros coches, seguían el ejemplo y así, de facto, se producía otra especie de caravana de coches que intentaban adelantar a los que circulaban con la precaución debida. Por lo tanto, el problema ya no era encontrar un hueco donde meterse deprisa y corriendo, es que todos los coches que realizaban la misma operación, debían encontrar su hueco, so pena de catástrofe.

En uno de estos movimientos masivos de adelantamientos, llegamos al paroxismo cuando nuestro vehículo se salió de la caravana, a nuestra izquierda se situó otro vehículo de mayor cilindrada y potencia que pretendía adelantarnos a todos y por el arcén del sentido contrario a nuestra marcha, una moto con dos ocupantes, nos adelantaban a todos. Y mientras todo esto ocurría, venía en sentido contrario un vehículo al que se le debió nublar la vista cuando vio que todo el espacio de la calzada de la carretera nacional, estaba ocupado por coches y hasta una moto, que le impedían el paso.

Por algún extraño sortilegio del destino, conseguimos llegar sanos y salvos a Castro Urdiales, justo a la hora de la cena. Después de besar el suelo al bajarme del coche y de dar gracias a todos los ángeles del Cielo por habernos permitido llegar vivos a pesar de los innumerables retos que les habíamos planteado,  encontramos un mesón o tasca o lo que fuera, en su puerto pesquero, en el que a pesar de lo tardío de la hora, nos podían dar de cenar.

Después de reponer fuerzas y sobre todo el resuello, nos dirigimos a Laredo, base de nuestra pequeña expedición y centro de nuestras previstas excursiones por los alrededores, pero un servidor, decidió cambiar de coche. Más que nada por no tentar demasiado ni a la suerte ni a las estadísticas. No volví a subir en el coche de Enrique.

A la mañana siguiente, quedamos todos en la cafetería del hotel para desayunar y comenzar a hacer los planes de las excursiones. Después del desayuno, que imagino generoso, nos dirigimos  a Santoña. Entre pitos y flautas, llegamos más o menos a la hora del aperitivo, con lo cual, allí no había mucho más que hacer que comprar una lata de anchoas y hacer los honores al aperitivo.
Continuamos nuestro peregrinar turístico-gastronómico por diversos rincones y lugares de espléndida belleza y mejores viandas. El tiempo acompañaba, y mi habitual estado de dieta hipocalórica, hacía tiempo que había saltado por los aires. Temía la iracunda reacción del endocrino de Sanitas, que ya de por sí era un saborío y un poco borde.

De tanto yantar aquí y acullá, y de tanto ir de la ceca a la meca, queriendo abarcar en un fin de semana corto lo que llevaría alguna semana entera, hace que el cuerpo se resienta y hay que ayudar  al tránsito intestinal. Para ello, un servidor, había previsto semejante circunstancia y me había provisto de unos polvos laxantes que debían tomarse por la noche, disueltos en agua caliente, con la feliz promesa de que al día siguiente, antes de desayunar, tendría una venturosa y placentera visita al (mal llamado) inodoro. La idea tuvo su acogida entre el resto de los miembros del grupo y finalmente todos decidieron que seguirían el ejemplo. Ahora tan sólo se trataba de llegarse hasta la cafetería del hotel, que además estaba abierta al público en general, y proceder.

La verdad es que nos daba un poco de corte, pedir al camarero una tetera de agua hirviendo y unas tazas, y tener que darle explicaciones que entrarían en un terreno demasiado íntimo. Así es que se decidió por unanimidad que la mejor opción era solicitar seis tazas de té. De esta forma, tendríamos el agua hirviendo y en vez de usar las bolsitas de té, pondríamos los polvos del laxante.

Desde que nos sentamos a la mesa y dado que teníamos que abordar un asunto delicado, nuestras conversaciones se desarrollaban en un tono de voz ligeramente superior al murmullo. Es evidente que la situación, ya de por sí era cómica y absurda, por lo que entre las risas contenidas que nos provocaba, el tono de nuestra voz y la actitud casi de conspiradores que teníamos para que no se notara mucho que íbamos a espolvorear un laxante, comenzamos a despertar un cierto recelo entre las mesas vecinas, como si fuéramos a drogarnos en un establecimiento público y a la vista de todos, lo cual, además, nos provocaba más risa.  

El problema surgió cuando el camarero nos trajo los tés servidos, con las bolsitas dentro. Supusimos que debía ser una costumbre Cántabra, pero el caso es que nos chafaron la genial idea. Y nos dio por reír aún más. Pero con risas o sin risas y con el mosqueo generalizado de todos los que estaban alrededor, nosotros teníamos un problema. Parecía un guión de una de estas series americanas de la TV, donde una simpleza se va complicando y haciendo como una bola de nieve imparable.  Finalmente, llamamos al camarero le hicimos partícipe de nuestra problemática gastro intestinal y le aseguramos que, por supuesto, abonaríamos los seis tés que nunca llegamos a tomar. El descojone general de nuestra mesa ante semejante situación, kafkiana por demás, no hacía sino acrecentar las suspicacias de nuestros vecinos del local.

Finalmente, y después de proceder a la ingesta del laxante, cada uno se fue a su habitación.

A la mañana siguiente, la promesa del laxante se hizo realidad de forma puntual. Justo antes de bajar a desayunar y encontrarnos con el mismo camarero de la noche anterior.

En el viaje de regreso a Madrid, Enrique viajó solo con su (entonces) esposa.

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