lunes, julio 16, 2018

Sólo los ricos compran barato


Fue hace tantos años que tengo la sensación de que fue en una reencarnación anterior. Por aquel entonces, allá por los años 80 del siglo pasado, tuve la ocasión de conocer a un empresario catalán, multimillonario y perteneciente a una familia relacionada con el mundo de la hostelería, aunque hoy en día, su cadena hotelera no atraviesa su mejor momento.

Fue en uno de esos domingos en los que solíamos acudir como invitados a comer a su casa de veraneo en Valldemosa.  Mientras esperábamos a que el cocinero-mayordomo (casado pero gay a tope)  terminara de preparar la paella, primero jugábamos una partida a la petanca y después, bajo la sombra que proporcionaba una parra centenaria,  junto a la piscina, tomábamos el aperitivo, a base de coca de trampó y un gintonic. Junto a Felipe - que así se llamaba - y su esposa, formaban parte de la fiesta, sus hijos, nueras, yernos y nietos. O sea, un auténtico clan.

Felipe - como buen anfitrión - solía amenizar a sus amigos con una conversación entretenida, chistes, anécdotas e historias mil, a fin de hacernos a todos la estancia tan agradable como fuera posible. Fue en uno de esos momentos, entre chupito de gintonic y trozo de coca,  cuando nos contó su última experiencia.

Había decidido invitar a toda la familia antes descrita a Disneyland Orlando. En total, contando a toda la patulea, salía un número no muy alejado de unas 15 personas, con sus correspondientes equipajes y demás. Evidentemente, el traslado de un grupo tan numeroso de personas, en un país extranjero y por sus carreteras, requería de una infraestructura acorde y para solventarlo, no se le ocurrió mejor idea que alquilar una súper furgoneta, al más puro estilo americano, o sea, hipermegaextra grande. Y para no tener problemas de ninguna clase, la alquiló con conductor. Luego estaba el hecho de que, lógicamente, todos querrían tener un recuerdo gráfico de aquella aventura en familia y para evitar que fuera uno u otro el único responsable o que al final el señalado con el dedo acabara harto de ejercer de falso Spielberg, pues también decidió alquilar los servicios de un fotógrafo profesional, que cámara en mano, les acompañaba como una sombra y filmaba sin denuedo todos los detalles de tan fasto evento.

Como propietario de una cadena hotelera, le interesó mucho conocer los más refinados y sofisticados gustos y sensaciones que los americanos pudieran ofrecer a sus clientes en los exclusivos hoteles de 5 estrellas en los que se alojaron y como consecuencia de tales experiencias, quedó prendado, por ejemplo, al comprobar que podía cambiar a voluntad, el color del agua que salía de la ducha o la presteza con la que el mayordomo de la suite, acudía a su llamada para satisfacer los deseos de cualquiera de la familia.

Después de una pormenorizada lista de detalles y sorpresas con las que se mostró complacido, vino la parte más interesante de su intervención y que es el motivo de esta larga introducción.

- ¿Y todo eso cuánto te costó? - le preguntó su íntimo amigo Enrique.
- Barato. Todo, absolutamente todo, billetes de avión, alquiler de vehículo, fotógrafo, hoteles, comidas en restaurantes, entradas a Disneyland…todo, han sido unos 3 millones de pesetas. Barato.

A algunos de los presentes, nos costó un poco asimilar el concepto de “barato” cuando alguien acababa de mencionar esa cifra en relación a un viaje de vacaciones para unas quince personas. Pero aún así, Felipe - q.e.p.d. - remató con una frase que se me ha quedado grabada en la memoria:

- Sólo los ricos compran barato.

Es una frase que no he olvidado jamás y es algo que he podido comprobar a lo largo de todos estos años transcurridos. Sólo los ricos compran barato.

Por ejemplo, si te compras un coche por - digamos- unos dos mil euros, deberías ser consciente de que más pronto que tarde vas a tener problemas. De hecho, es casi ineludible que los tengas. Y si decides seguir adelante y continuar con la compra, al margen de todos los factores que te puedan condicionar, prácticamente estás renunciando a la posibilidad de protestar por tu supuesta mala suerte. Así, si un día - pongamos por caso - ves que la dirección del coche se vuelve tan dura que es inmanejable y por mucha fuerza que hagas, eres incapaz de hacer girar el volante, - aparte de rezar todo lo que sepas y de jugar a la ruleta rusa esperando que eso que te sucede mientras aparcas en el garaje, no te suceda en carretera - debes ser consciente del valor que has pagado por ese coche. Después, cuando lo lleves al taller y te digan que tienes que cambiar la dirección de cremallera y que por unos miserables 800 euros está resuelto, es entonces, cuando vuelves - una vez más - a acordarte de Felipe y de su frase lapidaria: “sólo los ricos compran barato”.

Y si en otro momento, las luces del vehículo se estropean y desgraciadamente para los conductores que vienen en sentido contrario, se quedan en modo “largas” - mientras regresas de un viaje a Madrid, de madrugada - en vez de maldecir tu mala suerte, debes dar gracias al cielo porque podía haber sido peor. Te podías haber quedado sin ningún tipo de luz y eso hubiera sido mucho más peligroso. De esta forma, con las largas, sólo sufrían los que venían de frente, los cuales, por cierto, asumes que se acordarían de todo tu árbol genealógico, hasta sus raíces en Azkoitia en 1.550. Además, por unos miserables 70 euros, has conseguido una pieza igual y has resuelto el problema.

Es muy posible que llegado un momento indeterminado, pudiera suceder que comenzaras a escuchar un ruido altamente sospechoso en el motor y que al cabo de unos minutos, en el panel del control del coche, se encienda el testigo en rojo del aceite. Entonces, en ese caso, sólo tendrías que llamar a tu servicio de asistencia de tu seguro, que raudo y veloz y en menos de media hora, se personaría donde has conseguido aparcar el vehículo sin que estorbe, a esperarle. El hombre, después de escuchar tus explicaciones, con la misma atención con la un médico escucha a su paciente, mira el nivel de aceite, ve que no está muy bajo, pero aún así, decide ponerle un poco hasta nivelarlo. Y como por arte de magia, el problema se soluciona. Y gratis.

Lo malo viene dos meses después, cuando a ti ya se te había olvidado aquel problemilla con el testigo del aceite y de repente, mientras vas en autopista camino de Cádiz, vuelves a escuchar ese ruido tan característico y vuelves a ver cómo se enciende el maldito testigo en rojo. Y cuando de nuevo, llamas a tu servicio de atención en carretera de tu seguro, y esperas que, como la vez anterior, el problema se resuelva con un poquito de aceite, resulta que en esta ocasión, el tío de la grúa, viene despendolado y casi ciego. Sin escuchar las explicaciones que pretendes darle, no pierde ni un segundo en maniobrar tu coche y subirlo a la grúa. Y tú te ves metido en la cabina del conductor, con el coche a tu espalda y pensando si esta es la definitiva. Si el coche ha muerto o sólo está en estado comatoso, aunque sin esperanzas. Y mientras te chupas los últimos 80 kilómetros del trayecto subido en una grúa y pensando cómo vas a volver a casa, y si la avería va a tener una solución “asequible”, encima no te queda otra que aguantar la radio del conductor, al que no se le ha ocurrido mejor idea que poner el partido del Barça contra el Levante. Menos mal que al final perdió. El Barça, digo.

Y una vez más, te acuerdas de Felipe y de su frase.

Y al día siguiente, lo primero que haces después de desayunar, es acercarte a un taller mecánico para que le echen un vistazo, y después de rezar como si se tratara de un hijo con peligro de apendicitis, el mecánico te apunta a tres posible causas. Una de las cuales, implica darle la extremaunción al coche.
- Hombre, - te dice el mecánico - puede llevar una lata de aceite, ir con cuidado, con mucho cuidado, y controlar mucho la temperatura del agua. Si le vuelve a suceder, pare inmediatamente, reponga agua o aceite y ver si puede continuar. Pero vamos, vaya pensando en una solución definitiva.

El viaje de regreso lo haces con los glúteos apretados como un novato en una prisión federal. Mirando más al cuadro de mandos del coche que a la carretera, sin correr mucho, rezando para que, por lo menos, puedas llegar por tus propios medios hasta tu domicilio y no subido a una grúa, escuchando un partido del Barça. Al día siguiente, de nuevo, lo llevas a un mecánico, ucraniano por más señas, que te da las mismas pistas que el de Cádiz. Y tú sigues temblando. Y ya, para finalizar, lo llevas a la casa matriz y el mecánico te da el certificado:

- La junta de la culata. El problema es que además, el aceite se ha estado mezclando con el circuito del agua y ahora, teóricamente, habría que desmontar todo el motor, pieza por pieza, para saber hasta dónde ha llegado el agua y limpiarlo. Resumiendo, señor, el arreglo vale más que el coche.
Y una vez más, vuelves a recordar al bueno de Felipe, que un día, mientras jugabais a la petanca en Valldemosa, te regaló una frase que nunca podrás olvidar: sólo los ricos compran barato.

Así es que en vista de la experiencia, decides que el próximo, va a ser uno a estrenar. Ni caro ni barato, pero nuevo. Y una vez más, tienes que dar la razón al sabio de Felipe y a su frase.

1 comentario:

Francisco J. Martín dijo...

Muy sabio este Felipe, saludos.