En casa, la música es casi tan imprescindible como el oxígeno. Es rara la mañana en la que no se escuche nada. Sobre todo, los fines de semana. Además, el menú es variadito: puede sonar ABBA, Burt Bacharach, música celta, Ray Charles, los Beatles, música Country interpretada por el antiguo solista de “Los Monkees” o dependiendo del día, podemos escuchar a Silvio Rodríguez, por poner algunos ejemplos. Eso sí, si un servidor quiere escuchar jazz, ya me puedo ir poniendo los cascos y buscarme la vida.
Últimamente
nos ha dado por lo francés, de aquella época dorada de la música francesa,
cuando había música y los cantantes cantaban. No como ahora, que cualquiera con
una voz de cabra parturienta y monocorde, se agarra a un micrófono como si
fuera un salvavidas en una tormenta en mitad del océano y emite sonidos como si
hiciera esfuerzos porque está estreñido o en mitad de un orgasmo.
Hemos
vuelto a disfrutar del inefable Aznavour y sus míticas canciones: Venecia sin
ti, la Boheme, She, Hier encore, Et pourtant y tantas otras. Junto a él, no
podían faltar Edith Piaf, Gilbert Becaud, Yves Montand, etc.
Siempre
que escucho a Gilbert Becaud me viene a la memoria una actuación suya en
televisión, en aquella televisión con un único canal en blanco y negro. Allí,
Becaud, sentado frente a su inseparable piano, interpretaba su famosa canción
“Et maintenant”, pero a mí lo que me llamó la atención era, que la corbata de
topos le llegaba casi a los pies. Mucho tiempo después, hubo otros artistas que
siguieron su ejemplo vistiendo unas corbatas exageradamente largas. Tal fue el
caso de Fofó y sobre todo, otro ilustre cantautor llamado Luis Aguilé.
Pero
retomemos el hilo que me pierdo.
De
entre todos esos artistas franceses con sus clásicas melodías, hay dos que
despiertan en mí sensaciones contrapuestas, aunque he de decir que la culpa no
es directamente de ellos. Me refiero a Moustaki y a Jacques Brel.
Corría
el año 1970 o así y un servidor transitaba por en medio de la pubertad con unos
trece años. Mis tíos se habían construido una segunda residencia en una
urbanización del término municipal de Valdemorillo. Un pueblo de la provincia
de Madrid, situado a escasos kilómetros de El Escorial. Vamos, en mitad de
ninguna parte. Allí no había más que pinos, jaras y monte bajo.
Por
razones que mi memoria no alcanza a ubicar, se formó de manera espontánea – más
o menos – una pandilla de gente bastante heterogénea entre nosotros, aunque,
sin duda alguna, el más heterogéneo de todos era yo. Quien más quien menos,
tenía su Vespino, su moto de trial o de motocross; incluso alguno disponía de
coche más o menos propio. Y mientras este era el nivel del resto, un servidor
daba pedales a una bicicleta que hacía ya tiempo se me había quedado pequeña.
En
dicha pandilla coexistían, al menos en un primer momento, gente de edades muy
diferentes: había gente de 16, de 19 e incluso de más de 20. Y yo era el benjamín.
Por eso, de entre toda esa marabunta de personalidades distintas y distintos
grados de madurez, me pareció, que aquella chica con el pelo muy rizado, no muy
alta, simpática y con una edad parecida a la mía – era un poco mayor – era la
indicada para tirarle los tejos.
Llegados
a este punto he de confesar que mis habilidades sociales por aquel entonces constituían
todo un reto digno del mismísimo Pigmalión, toda vez que mi miserable vida de
adolescente, transcurría entre el colegio de curas - exclusivo para chicos -, los
autobuses cruzando Madrid de punta a punta y mi casa, con algún breve
paréntesis dedicado a los partidos de fútbol.
(Para más información visitar la colección de posts de
mi blog titulados SINATRA.)
Era
tal mi grado de asilvestramiento, que en cierta ocasión una amiga de mi misma
edad, me hablaba de que sus padres le habían regalado un Hermés y yo estaba
convencido de que se trataba de un diccionario. Y eso me descolocó bastante,
porque no le encontraba la gracia de sentirse tan orgullosa de tener un
diccionario, que, por otra parte, parecía que era muy famoso por cómo me lo
dijo mi amiga. La confusión tardó varios minutos en ser resuelta cuando mi
amiga empezó a hablar de cómo combinar el pañuelo con la vestimenta.
Pues
bien, en ese caos mental andaba un servidor cuando a la chica del pelo rizado
comencé a comentarle algo que me pareció un tema de conversación apasionante,
como era la colección de cuchillos y machetes que hacía pocos días me había
enseñado mi padrino.
Cristina,
que así se llamaba – y se llama – aquella chica, sin embargo, no pareció captar
la enjundia del asunto. Hoy en día, con la perspectiva del tiempo y vivido lo
vivido, no me imagino la reacción de una chica a la que un desconocido le
empieza a hablar de cuchillos y machetes. Supongo que salir corriendo sería la
solución más rápida y eficaz. Sin embargo, Cristina, con una amplia sonrisa
dibujada en su cara, aguantó con estoicismo y educación, aquel pelmazo
desconocido y tan fuera de lugar como un garbanzo en una paella, que sin ton ni
son pretendía introducirla en el apasionante mundo de los matarifes.
A
pesar de mis limitaciones más que evidentes, fui capaz de darme cuenta de que
aquello había sido una cagada del tamaño de La Giralda y enseguida procedí a
cambiar de tercio. Torpe del todo no parecía que fuera. Fue entonces cuando se
me ocurrió que si el tema no atraía, había uno que seguro que íbamos a
coincidir: la música.
Hasta
donde alcanzan mis recuerdos musicales siempre he tenido una inclinación muy acusada
por la llamada música negra. Soul, jazz, R&B, gospel, etc. Los “Four Tops”,
“Temptations”, “Steve Wonder” …También había otros grupos que se distinguían
del resto y no sólo por no estar compuestos por gente de color. Recuerdo, por ejemplo,
que por aquella época había uno que se llamaba “Chicago” – en sus primerísimos
tiempos - y un tema en especial: 25 Or 6 To 4 ,
que me gustaba mucho; un estilo que nada tenía que ver con lo que se estilaba
en esos momentos en España. Así es que, decidido a rematar la faena con
Cristina, convencido de que mis gustos especiales terminarían por fascinarla y
sin perder un ápice de mi impulso candoroso, solté en el ruedo el tema de la
música, y esperé a ver qué tal se me daba la faena. Y fue ahí, justo en ese
momento, cuando Cristina, en contra de lo que yo había supuesto que serían sus
gustos, me empitonó, me desarboló como un Mihura y me dejó tirado en mitad del albero
y lleno de polvo. Fue en ese momento, cuando le pregunté por sus gustos
musicales, cuando Cristina me respondió que a ella el que más le gustaba era
Georges Moustaki.
La
cara de bobo que ya por naturaleza tiene uno, se debió de acentuar. No recuerdo
si, aparte de la mirada perdida, también se me quedó la boca abierta, pero
quedó patente que ella se dio cuenta y me preguntó: “¿No le conoces?”. Confesé
sin tapujos que en mi vida había oído hablar de él ni de ese otro que más tarde
sí llegué a escuchar, Jaques Brel.
En
un intento vano en mi descargo, debo añadir que Cristina, al igual que sus
hermanos, estudiaba en el Liceo Francés, lo cual podría explicar algo más la
razón de que la figura de Moustaki le resultara más familiar que a mí, aunque
mi colegio, fue fundado en Pau, Francia, y el idioma oficial del centro era el
francés. Pero en ninguna clase se nos mencionó al puto Moustaki.
Ni
que decir tiene que a partir de ese momento abandoné todo intento de
acercamiento a la tal Cristina, a pesar de que la veía con cierta frecuencia.
Muchos
años después, riéndonos los dos, ella todavía se acordaba de los cuchillos y
los machetes. Yo, además, asocio Moustaki con Cristina.
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