viernes, junio 21, 2024

La ventana.

Las ventanas del salón y los dormitorios eran exteriores. No así las de la cocina, el baño y el estudio, que daban al patio de luces interior, en el que las amas de casa, habían trenzado un complejo entramado de cuerdas que viajaban de unas ventanas a las de la vecina de enfrente, para poder tender a secar la colada.

La carpintería de las ventanas era de madera. Estaba ajada por los años, lo que, en invierno, se convertía en un auténtico cuchillo de aire frío, tan solo mitigado por un burlete alrededor del marco y por la calefacción central de carbón. Aun así, si te fijabas con atención, las noches de mucho viento podías ver cómo bailaban levemente los visillos.

En verano esa ventana se convertía en la única posibilidad de libertad que tenía a su alcance. Sin amigos y sin recursos económicos para poder salir de su casa para ir al cine, a una piscina o tomar un refresco, esa ventana representaba su único horizonte.

Justo al otro lado de la calle que corría por debajo - cortada al tráfico -, le saludaba un solar abandonado. En ese espacio ahora vacío, hubo una vez una casa muy antigua, tan antigua, que las vigas de su estructura eran de madera. Con el paso de los años esa estructura estaba a punto de colapsar y hubo que derruir el edificio antes de que cayera y enterrase a sus vecinos. El método que se utilizó para ello fue el clásico de pico y pala.

Recordaba cómo en su día, a través de los cristales de esa misma ventana, pudo ver a un obrero subido en lo alto del muro de la fachada principal, a una altura de unos 6 u 8 metros, tal vez más, clavando su pico en la pared, una y otra vez, con la misma precisión con la que trabaja un aizcolari, sólo que, en este caso, si el obrero calculaba mal el equilibrio, daba un traspié o sucedía cualquier imprevisto, el hombre caería al vacío y moriría o sufriría daños irrecuperables. Además, el sitio en donde hincaba con fuerza su pico, estaba a unos palmos por debajo de sus propios pies, por lo que, tenía que manejar con extremo cuidado la herramienta no fuera a darle tan fuerte que, al hincar el pico, se desmembrara el trozo de muro que le sustentaba y le arrastrara en la caída. Era tan evidente el riesgo de accidente que no comprendió cómo era posible que alguien pudiera trabajar en esas condiciones.

El aire estaba inundado por el piar de docenas de pájaros que, realizando mil escorzos y piruetas imposibles, se afanaban en conseguir el sustento para ellos y su prole, cazando al vuelo cuantas moscas y mosquitos eran capaces. Parecía que estuvieran allí como parte de un espectáculo con el que divertirlo a él.

Mientras observaba la vida pasar lentamente por su ventana, pensó que aquello era toda una alegoría de su propia vida. El edificio en el que vivía estaba enclavado entre dos calles, la que daba a la fachada principal y la posterior, en la que él estaba, y ambas estaban cerradas al tráfico, con lo que el bloque se podría decir que era una isla.

Él pensaba que vivir en un edificio “aislado” y flanqueado por dos calles muertas, era lo más parecido a Alcatraz. Al menos la sensación de agobio, de cierta claustrofobia, de confinamiento, se hacía cada vez más intensa. Tardó mucho en percatarse que tal vez esa sensación claustrofóbica no se debiera a la ubicación de la casa.

Siempre pensó que esos pájaros que revoloteaban justo frente a su ventana, tenían la enorme suerte de ser libres, de volar a su antojo, de regresar a su nido y salir a conocer mundo. De volar por donde les apeteciera. Les envidiaba. Como envidiaba a los que, bajo su ventana, jugaban al fútbol en la calzada, compartiendo a duras penas ese espacio con las autoescuelas que lo usaban para sus prácticas. Ambas partes, los futbolistas y las autoescuelas, reclamaban para sí el derecho excluyente de utilizar la vía pública para sus fines.

Dos piedras bastaban para marcar los límites de las porterías. Estaba prohibido tirar fuerte, no había fuera de juego y no se podían hacer paredes contra el muro aislado del edificio derruido. Y por supuesto, se aplicaba a rajatabla la ley de la botella: el que la pierde, va a por ella.

Después de permanecer parado allí, durante horas, el día se iba terminando. El Sol se acostaba. Los pájaros se recogían. La oscuridad se iba adueñando de esa calle tan muerta como su vida; una calle tan sólo iluminada por un par de faroles que en su día fueron de gas. En las zonas donde su luz no alcanzaba, algunas parejas intentaban encontrar un espacio de intimidad.

La ventana no se cerraba por la noche. Se necesitaba abierta para la entrada de aire fresco. Pero la noche hacía que el espectáculo de la ventana, se terminara. Hasta el día siguiente y el siguiente, cuando se repetiría de forma monótona y cansina el baile de los pájaros, el de los deportistas y el de las autoescuelas.

Y tal vez esa sensación claustrofóbica no se debiera a la ubicación de la casa.

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