sábado, septiembre 14, 2024

La jornada lectiva.

No tenía la más mínima intención de volver a hablar en mi blog sobre el colegio y menos aún, a continuación de mi último post. Ya abordé este tema en una serie que titulé “Sinatra y mis recuerdos”. Pero es que acabo de leer una noticia en la que se afirma que la jornada partida «mejora el rendimiento y reduce las desigualdades», y claro, después de leer ese tipo de estupideces de los sabios, me he arrancado como un Miura cuando le agitan un trapo rojo.

Vamos por partes, como dijo Jack el destripador.

Yo tuve que sufrir la jornada partida durante los doce años que estuve en el maldito colegio. Así es que, en realidad, no puedo comparar un horario con el otro ni sus supuestas ventajas. Reconozco que mi caso particular nada tiene que ver con la mayoría de aquellos que fueron mis compañeros de clase. Muchos de ellos vivían cerca del colegio, mientras que yo lo hacía en la otra punta de Madrid.

La primera consecuencia de ello, y no la menos importante, era que, saliendo a las 13.30 y teniendo que regresar a las 15.30, me resultaba físicamente imposible atravesar Madrid para llegar a casa, comer y volver a clase, aunque fuera con el buche lleno. Un servidor no llegaba a tiempo a la clase que empezaba a las 15.30, lo cual, me acarreó no pocos problemas de incomprensión por parte de los “sotánicos”. Por otra parte, a fuer de ser sincero, aquello que yo hacía no podía llamarse comer, sino más bien, engullir.

Continuando con el tema, la jornada lectiva terminaba a las 18.00, que, por cierto, en invierno en Madrid, prácticamente es de noche. Entonces comenzaba la segunda migración del día camino de los cuarteles propios, lo que en pocas palabras significaba llegar a mi casa a las 19.30 o más. Y todavía tenía que hacer los deberes.

¡Ah!, se me ha olvidado un dato importante: hablo de un niño de unos 11, 12 años, y en adelante, que se había levantado a las 07.00 de la mañana.

Así es que, analizando esa supuesta teoría de los llamados “expertos” de que el horario partido mejora el rendimiento y reduce las desigualdades, me voy a permitir el lujo de ciscarme en sus teorías porque hasta el momento no le he visto ninguna ventaja. De todas formas, lo que más me ha llamado la atención ha sido eso de que “reduce las desigualdades”. Me gustaría que me lo explicasen.

Pero bueno, hasta ahora sólo he mencionado mi triste experiencia y alguien podría hablar de afán de protagonismo. Por eso, ahora voy a mencionar uno de los sistemas educativos con mayor éxito, como así queda reflejado año tras año en el tristemente famoso Informe PISA, en el que España, al igual que la historia aquella de los remeros japoneses y los españoles, hacemos el ridículo año tras año. Me refiero a Finlandia.

El primer dato que me sorprende es el siguiente: la educación desde el nivel preescolar hasta la educación superior es gratuita en Finlandia. (Ministerio de Educación y Cultura).

Hay que ver la cantidad de cosas que podríamos hacer en España si no nos dedicásemos a robar.

Los jóvenes finlandeses son los mejores lectores del mundo.

El Programa para la Evaluación Internacional de los Alumnos (PISA) es un estudio internacional lanzado por la OCDE en 1997. El objetivo es evaluar los sistemas educativos a nivel mundial cada tres años evaluando las competencias de los alumnos de 15 años en las principales asignaturas: lectura, matemáticas y ciencias. Hasta la fecha 70 países y economías han participado en el estudio PISA.

Finlandia ha estado entre los primeros países en el ranking de PISA desde la primera evaluación en 2000. Según los resultados de la última edición del estudio global de educación PISA, Finlandia es el único país donde las niñas tienen más probabilidades de tener un rendimiento máximo en ciencias que los niños.

¿Qué es tan especial en la educación en Finlandia?

(Dirección Nacional Finlandesa de Educación)

  • La enseñanza es una profesión muy popular
  • No hay inspecciones
  • No hay exámenes nacionales
  • No hay evaluación de profesores
  • Los profesores se sienten valorados por la sociedad
  • Jornadas escolares cortas
  • La cantidad de deberes es baja

 

Por los datos reseñados, parece que España va en la dirección opuesta a la de países que deberíamos imitar.

Por otra parte, todavía no he visto ninguna mención a que la jornada partida sea lo mejor para los alumnos, ya sean finlandeses o de Tomelloso.

En cuanto a esa afirmación de que dicha jornada partida reduce las desigualdades, no hay nada tan desigual como el tener 17 sistemas educativos diferentes, alguno de los cuales, por cierto, tiene como objetivo fundamental erradicar al español de su sociedad.

“Un secreto a voces del éxito del sistema finlandés de educación es que el mismo alto estándar educativo está a disposición de los alumnos en todo el país, al margen de su situación geográfica o su origen socioeconómico. La ministra de Educación, Li Andersson, lo recalcó en una rueda de prensa celebrada en Helsinki, señalando que los resultados del informe PISA mostraban que las diferencias entre las numerosas escuelas que habían participado eran mínimas.”

Resumiendo, que es gerundio. La noticia me parece una completa estupidez y tan solo se pretende mantener a los niños encerrados en el colegio, mientras sus padres se juegan su empleo intentando compaginar su vida laboral y familiar.

Pero ese es otro tema.

lunes, septiembre 09, 2024

Mi primer día de colegio.

Como es tradición periodística en estas fechas hay que abordar el asunto de la vuelta al colegio, de los gastos que suponen para los padres y lo que me resulta más incomprensible, de la supuesta alegría de los estudiantes por retomar la rutina y la felicidad del reencuentro con los compañeros.

A mí, ni siquiera me pasa como a Leo Harlem que cuenta que cuando fue al colegio por primera vez, le encantó. Todo estaba nuevo, hizo un montón de amigos y todo era fantástico. Justo hasta el momento en el que el profesor dijo “hasta mañana”, lo que, sin duda alguna, significaba que al día siguiente había que volver. Pues en mi caso ni eso.

Mi primer día de colegio, siempre lo he comparado con llegar a una prisión.

Para empezar, me acompañó mi tía Nany. Nunca se me ocurrió preguntar la razón de aquel “abandono” prematuro a una criatura por parte de mis padres. El tiempo y algunas deducciones por mi cuenta, me llevaron a disponer de alguna sospecha, pero poco más que eso.

El caso es que aquella experiencia me superó. Me sentí totalmente perdido y desubicado. Estaba a punto de cumplir los seis años y nadie me había preparado adecuadamente para semejante trauma: encontrarme con cientos de personas desconocidas, un griterío ensordecedor y unos señores que vestían con una sotana negra, que ya de entrada, impresionaban.

Supongo que sería como consecuencia de todo aquel alboroto. El caso es que tuve que ir al baño. El problema me lo encontré un poco más tarde cuando fui a echar mano del papel higiénico y no había. Situación que no le deseo a nadie.

Así las cosas, no me quedó más remedio que llamar a gritos a mi tía, que se encontraba a una distancia considerable y en medio de un griterío de cientos de niños que impedían que mi petición de auxilio llegara a sus oídos. Yo insistí una y otra vez, hasta que mis gritos se convirtieron en aullidos. Finalmente, alguien que pasaba por delante de los baños, me escuchó gritar. Después de aclararle que necesitaba urgentemente contactar con mi tía que estaba en la puerta de entrada, el hombre fue a buscarla y la trajo. Finalmente, me llegaron los suministros necesarios en forma de periódico y se pudo solventar la tensa situación. Muy malamente empezaba el día.

Poco después, los señores de negro decidieron que ya se había terminado el cachondeo. Entonces uno de ellos, se sacó del bolsillo un silbato y se dejó los pulmones haciéndolo sonar como si hubiera pitado penalti en el minuto 95 de la final de la Champions. Otro gesto que establecía una comparación directa con una prisión o un campo de concentración. Los años venideros, lo confirmarían.

El mismo que había utilizado el silbato - que debió escucharse en todo Madrid-, no contento con ello, se agenció un megáfono y empezó a vociferar y dar órdenes. El objetivo era agrupar a los miles de alumnos que estábamos en el patio, en función de los diferentes cursos. Nos hicieron formar por filas, igual que muchos años más tarde tuve que hacer en el ejército.

Desde luego, no tenía una pinta muy agradable todo aquello. A lo de encontrarse con unos señores vestidos de negro hasta los pies, había que añadir el trauma de lo del papel higiénico, lo de las órdenes a base de silbato y ahora megáfono. La idea del campo de concentración iba tomando cuerpo.

Una vez que ya estábamos todos ordenaditos y en formación, fuimos entrando a las tripas del colegio para ir ocupando las distintas aulas.

De repente, me vi metido en un grupo con otros cuarenta o cincuenta niños de mi misma edad, en una habitación con una pizarra enorme, y sentado en un pupitre con otro niño a mi lado que no conocía de nada.

Comenzaron a decir nuestros apellidos y así nos fuimos sentando en los pupitres. Yo, como siempre, en la última fila.

En aquellos años no existían los jardines de infancia ni nada que se le pareciera. Pasabas de estar en casa al centro educativo, ya fuera público o privado. Por eso, para mí fue un hándicap no haber jugado con ningún niño jamás.

Tal fue el impacto que me causó aquella primera experiencia, que, a la hora del recreo, intenté salir por la puerta de la calle y me la encontré cerrada. La puerta, por si faltaba algún detalle, tenía unos barrotes gruesos, que hacían que se asemejara más a una cárcel que a un colegio. Me agarré a ellos con fuerza y con la misma ansia de libertad de cualquier presidiario. Y comencé a llorar, con una angustia desconocida y rezando para que mi tía me sacara de aquel infierno.

Entonces, se acercó otro niño que debió preocuparse de verme en semejante estado de depresión y me preguntó qué me pasaba, que porqué lloraba. Le respondí que no quería estar allí, que no me gustaba ese sitio, y también le solté una frase lapidaria:

- Dentro de doce años, saldré de aquí para siempre y no volveré jamás.

Por todo lo antedicho se comprenderá mejor lo que decía al comienzo de estas líneas, cuando mostraba mi extrañeza de que a los niños les encante eso de no estar de vacaciones, volver al colegio y encontrarse con los profesores y sus compañeros. Supongo que, como dice el refrán: “para gustos los colores”.

En otro orden de cosas, cumplí mi palabra. Estuve doce años allí, que ríete tú del de “Doce años de esclavitud”. Desde que salí sólo regresé un año para jugar al fútbol, aunque la verdad, es que pasé más tiempo lesionado que jugando. Como Bale, pero sin ser zurdo.

Pero lo más importante es que, desde entonces, lo primero que hago cuando entro en un baño es mirar si hay papel higiénico.

domingo, septiembre 01, 2024

El ligar no se va a acabar, pero las piñas, sí.

La imaginación del ser humano es desbordante, sobre todo, cuando se trata de ciertos aspectos relacionados con el sexo. Ahora, según dicen, se ha puesto de moda que para ligar hay que ir a Mercadona, a una hora determinada, coger una piña, y colocarla de cierta forma en el carrito. Si haces eso, estás enviando un mensaje de que estás disponible.

Hay que reconocer que es un método bastante explícito y directo. No se necesita saber idiomas, con lo que, de entrada, superas esa barrera. Ya puestos, me atrevo a sugerir, que para ahorrarme la piña – que, además, después me la tengo que comer – podría llevar un cartel, como los que se llevan en las manifestaciones, con mi nombre y el móvil, y me pongo en la entrada, o paseando por dentro, que si hace mucho calor con el aire acondicionado se está mejor.

Sin duda alguna, el protocolo de cortejo del macho hacia la hembra – o viceversa, que no quiero herir susceptibilidades – en la especie humana, es ya de por sí bastante complejo, pero si a partir de ahora vamos a tener que añadir este nuevo método, la cosa se va a complicar bastante. Bien mirado, yo creo que la idea ha surgido del director de Marketing de Mercadona, que no sabía cómo dar salida a las toneladas de piñas que tenían almacenadas y se ha inventado esto.

En una sociedad invadida de redes sociales de todo tipo, incluidas las de ligar, tener que recurrir a métodos como éste, me parece frío, deshumanizado, le quita todo el calor, el glamour y la delicadeza y me parece un retroceso de décadas y un dispendio económico. Además, vamos a conseguir que el precio de la piña natural se dispare y sea tan caro como un litro de aceite de oliva.

Y aquellos que no lleguen a tiempo porque Mercadona se ha quedado sin piñas, ¿qué deben hacer? ¿comprarla en bote? ¿y en ese caso, qué debes hacer con el bote, mostrarlo de manera ostensible o se lo tienes que tirar a alguien a la cabeza? No sé. Yo creo que habría que darle una vuelta. Le veo fallos.

Yo recuerdo que antaño, cuando no existía internet, ni los móviles, ni guasap, ni Meetic, ni nada de esto, la gente se conocía cara a cara, en una cena con amigos, una fiesta en una casa particular, o en un pub. A mí me llevó un amigo a un pub.

- Te voy a presentar a un montón de gente, que son todos divorciados como nosotros, separados y separadas, viudos y de todo.

A mí, aquella presentación, me inquietó.

- ¿Oye, macho, de qué me estás hablando? ¿Qué es eso, un club, una asociación o algo por el estilo? Porque yo, paso, ¿eh?

 No, no, qué va. Es un grupo de gente que nos reunimos en un pub, a charlar. Si ves a alguien que te gusta, pues tú mismo, y si no, nada. Sin problemas.

La idea no es que me entusiasmara, pero bueno, salir de la rutina, tomar una copa y charlar con alguien, tampoco era la peor de las opciones. Acepté, pero con muchas reticencias.

Al igual que antiguamente, las chicas de servir tenían su día de asueto, también había un día determinado de la semana para acudir al mencionado pub.

Por alguna razón que no soy capaz de explicar, yo me había hecho a la idea de que, en el famoso pub, reinaría una atmósfera tranquila, romántica, un aforo reducido, con música suave de esa que permite que escuches lo que te dice el que tienes al lado sin necesidad de gritar al oído. En definitiva, un lugar que invitaba a la intimidad, al recogimiento y a la comunicación social.

Cuando llegamos a ese sitio y mi amigo abrió la puerta del local, creí que acababa de llegar al inframundo.

El pub estaba atestado de personas hasta hacer prácticamente imposible moverse y llegar a la barra. El griterío era ensordecedor, pero la idea que me turbó fue la de pensar que todos los que estaban ahí, querían lo mismo: ligar. Aunque fuera sólo por una noche. No pude evitar asociar aquel lugar con un antiguo mercado en donde se compraba y vendía la carne en estado salvaje. Me recordaba a los antiguos mercados de esclavos, con la diferencia de que, en éste, todos eran libres y voluntarios. Tal vez, me había hecho una idea excesivamente romántica y la cruda realidad me dio un sopapo para que espabilara.

Creo recordar que después de esa primera e inolvidable experiencia, mi amigo me arrastró una o dos veces más y ya no regresé. Pero, a pesar de la decepción, si lo comparo con esto de acudir a un supermercado, coger una piña y todo lo demás, lo cierto es que prefiero aquel viejo sistema.

No deberíamos deshumanizar aún más las relaciones entre las personas.

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