Como es tradición periodística en estas fechas hay que abordar el asunto de la vuelta al colegio, de los gastos que suponen para los padres y lo que me resulta más incomprensible, de la supuesta alegría de los estudiantes por retomar la rutina y la felicidad del reencuentro con los compañeros.
A
mí, ni siquiera me pasa como a Leo Harlem que cuenta que cuando fue al colegio por
primera vez, le encantó. Todo estaba nuevo, hizo un montón de amigos y todo era
fantástico. Justo hasta el momento en el que el profesor dijo “hasta mañana”,
lo que, sin duda alguna, significaba que al día siguiente había que volver.
Pues en mi caso ni eso.
Mi
primer día de colegio, siempre lo he comparado con llegar a una prisión.
Para
empezar, me acompañó mi tía Nany. Nunca se me ocurrió preguntar la razón de
aquel “abandono” prematuro a una criatura por parte de mis padres. El tiempo y
algunas deducciones por mi cuenta, me llevaron a disponer de alguna sospecha,
pero poco más que eso.
El
caso es que aquella experiencia me superó. Me sentí totalmente perdido y
desubicado. Estaba a punto de cumplir los seis años y nadie me había preparado
adecuadamente para semejante trauma: encontrarme con cientos de personas
desconocidas, un griterío ensordecedor y unos señores que vestían con una
sotana negra, que ya de entrada, impresionaban.
Supongo
que sería como consecuencia de todo aquel alboroto. El caso es que tuve que ir
al baño. El problema me lo encontré un poco más tarde cuando fui a echar mano
del papel higiénico y no había. Situación que no le deseo a nadie.
Así
las cosas, no me quedó más remedio que llamar a gritos a mi tía, que se
encontraba a una distancia considerable y en medio de un griterío de cientos de
niños que impedían que mi petición de auxilio llegara a sus oídos. Yo insistí
una y otra vez, hasta que mis gritos se convirtieron en aullidos. Finalmente,
alguien que pasaba por delante de los baños, me escuchó gritar. Después de
aclararle que necesitaba urgentemente contactar con mi tía que estaba en la
puerta de entrada, el hombre fue a buscarla y la trajo. Finalmente, me llegaron
los suministros necesarios en forma de periódico y se pudo solventar la tensa
situación. Muy malamente empezaba el día.
Poco
después, los señores de negro decidieron que ya se había terminado el
cachondeo. Entonces uno de ellos, se sacó del bolsillo un silbato y se dejó los
pulmones haciéndolo sonar como si hubiera pitado penalti en el minuto 95 de la
final de la Champions. Otro gesto que establecía una comparación directa con
una prisión o un campo de concentración. Los años venideros, lo confirmarían.
El
mismo que había utilizado el silbato - que debió escucharse en todo Madrid-, no
contento con ello, se agenció un megáfono y empezó a vociferar y dar órdenes.
El objetivo era agrupar a los miles de alumnos que estábamos en el patio, en
función de los diferentes cursos. Nos hicieron formar por filas, igual que muchos
años más tarde tuve que hacer en el ejército.
Desde
luego, no tenía una pinta muy agradable todo aquello. A lo de encontrarse con
unos señores vestidos de negro hasta los pies, había que añadir el trauma de lo
del papel higiénico, lo de las órdenes a base de silbato y ahora megáfono. La
idea del campo de concentración iba tomando cuerpo.
Una
vez que ya estábamos todos ordenaditos y en formación, fuimos entrando a las
tripas del colegio para ir ocupando las distintas aulas.
De repente, me vi metido en un grupo con otros cuarenta o cincuenta niños de mi misma edad, en una habitación con una pizarra enorme, y sentado en un pupitre con otro niño a mi lado que no conocía de nada.
Comenzaron
a decir nuestros apellidos y así nos fuimos sentando en los pupitres. Yo, como
siempre, en la última fila.
En
aquellos años no existían los jardines de infancia ni nada que se le pareciera.
Pasabas de estar en casa al centro educativo, ya fuera público o privado. Por
eso, para mí fue un hándicap no haber jugado con ningún niño jamás.
Tal
fue el impacto que me causó aquella primera experiencia, que, a la hora del
recreo, intenté salir por la puerta de la calle y me la encontré cerrada. La
puerta, por si faltaba algún detalle, tenía unos barrotes gruesos, que hacían
que se asemejara más a una cárcel que a un colegio. Me agarré a ellos con
fuerza y con la misma ansia de libertad de cualquier presidiario. Y comencé a
llorar, con una angustia desconocida y rezando para que mi tía me sacara de
aquel infierno.
Entonces,
se acercó otro niño que debió preocuparse de verme en semejante estado de
depresión y me preguntó qué me pasaba, que porqué lloraba. Le respondí que no
quería estar allí, que no me gustaba ese sitio, y también le solté una frase
lapidaria:
- Dentro de doce años, saldré de aquí para
siempre y no volveré jamás.
Por
todo lo antedicho se comprenderá mejor lo que decía al comienzo de estas líneas,
cuando mostraba mi extrañeza de que a los niños les encante eso de no estar de
vacaciones, volver al colegio y encontrarse con los profesores y sus
compañeros. Supongo que, como dice el refrán: “para gustos los colores”.
En
otro orden de cosas, cumplí mi palabra. Estuve doce años allí, que ríete tú del
de “Doce años de esclavitud”. Desde que salí sólo regresé un año para
jugar al fútbol, aunque la verdad, es que pasé más tiempo lesionado que
jugando. Como Bale, pero sin ser zurdo.
Pero lo más importante es que, desde entonces, lo primero que hago cuando entro en un baño es mirar si hay papel higiénico.
1 comentario:
Traumática experiencia. Creo que ahora los niños entienden mejor como es la escuela . Al menos eso espero 😉
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