He buscado en el diccionario el término correcto que defina a una persona con un amor desmedido por los animales, y ni siquiera el DRAE lo contempla. Hay un vocablo, “petofilia”, pero entiendo que es un derivado de un barbarismo: PET, en inglés es mascota, así que, petofilia, es una mezcla de inglés y de griego.
El caso es que, se llame como se
llame, en esta vida, como en casi todas las cosas, hay un término medio. Lo
digo porque a alguno se le ha ido la pinza con esto del ecologismo, la pasión
por los animales y la defensa de sus derechos. Me explico.
A ver. A mí me gustan los
animales. En general. Perros, gatos, caballos, en fin, lo normal. Yo no he
tenido caballo en casa porque no vivía como Pipi Langstrum, pero sí he tenido
gato. El Soroyo. En mi mano izquierda una casi invisible cicatriz atestigua la
existencia del Soroyo.Y mis tíos, que vivían en la puerta de enfrente, han
tenido perro toda la vida.
Procuro respetar la naturaleza y
a las personas. Jamás he disparado contra un ser vivo, pero no soy miembro de
ninguna asociación contra la caza. No me gustan los toros, pero tampoco persigo
a los aficionados. Y tampoco fumo ni he fumado nunca y no llevo un sifón para
empapar con él a los que fuman en lugares públicos.
Eso sí, me pongo enfermo cada vez
que, en el aparcamiento del súper, me encuentro con los carritos en la plaza de
aparcamiento, en vez de en su sitio. No creo que ese tipo de gente respete nada
cuando vaya a pasear por el campo.
Pero me pasa como a Indiana
Jones: odio a muerte a las serpientes.
Lo que ya me cuesta más trabajo
es soportar los ladridos de los perros de los vecinos. Y es que parece que hay
un virus que se extiende como la peste, según el cual en cuanto alguien siente
que está en el campo – aunque sea en su terraza – lo primero que hace es
plantar césped y comprarse un perro. La
cosa va bien, sin problemas, hasta que el perro comienza a ladrar. Y si lo hace
con frecuencia, es aún peor. Es entonces, cuando me entran ganas de recomendar
al dueño que se vea todas las temporadas del programa de César Millán y aprenda
a educar al animal, o bien, de comprarme un M-16.
Hasta ahí, podríamos decir que
las cosas no se han salido de madre. Ahora viene lo complicado.
En toda comunidad de vecinos hay
gente a la que podríamos calificar como “especial”; vale, pues en la mía
estamos atiborrados. Yo creo que podríamos montar un circo porque esto es un
esperpento.
Hace unos días un vecino se
quejaba de que cerca de su terraza anidaba una gaviota. Las gaviotas pueden ser
una fuente de problemas debido a su ruido, suciedad y potencial transmisión de
enfermedades. Por todo ello, el vecino denunciaba, no sin cierta razón, que, si
hay una y no se hace nada para evitar su anidamiento en un lugar inadecuado, es
que, sin duda, en un futuro no muy lejano habrá más. Este principio tan
elemental ya lo entendieron perfectamente los Apaches, los Sioux y todos los
demás y ya sabemos cómo terminó la historia.
Pues bien, ante la petición del
vecino de que la junta de propietarios notificara al ayuntamiento la
circunstancia e intentara trasladar el nido a un lugar menos molesto para los
humanos, salta otra vecina en defensa de los derechos de las gaviotas a anidar
donde se les salga del pico.
El vecino en cuestión no ha
iniciado una guerra sin cuartel contra las gaviotas, ni ha solicitado su
exterminio; tan solo que el nido se traslade a una ubicación más adecuada para
todos o mejor aún, que se impida volver a anidar en esa zona.
Claro, que, para entender la
postura algo histriónica de la defensora de gaviotas, hay que mencionar que
ella convive con varios perros – molestos todos ellos -, varios pájaros, entre ellos
un loro, - que espero no se dedique a imitar los graznidos de las gaviotas – y tal
vez algún bicho más. Desconocemos en estos momentos si su actividad profesional
tiene relación con el tráfico de animales exóticos.
Pero su inusitado complejo de Noé
no se queda en las gaviotas. También se ha mostrado partidaria de realizar una
defensa activa en favor de unas ratas del tamaño de gatos hermosos y orondos, que
algunos vecinos han visto en algunas zonas de la urbanización. El argumento
principal que utiliza es que: “sólo por un par o tres de ratas, no constituyen
una plaga y que no pasa nada. Que son animalitos de Dios y que tienen derecho a
existir”. Incluso ha manifestado que estaría dispuesta a atrapar a las ratas y
devolverlas al campo…que por otra parte es de donde provienen. Con lo cual, a
la rata la va a ocasionar un trastorno de desplazamiento obligatorio y de
reubicación geográfica, y nosotros, los vecinos normales, vamos a tener que
hacernos acompañar de una escopeta del calibre 12, porque cuando vuelva y
además lo hará cabreada, por el tamaño que dicen que tienen los que las han
visto, no parece que haya otra alternativa que apuntar bien. Tal vez no
tengamos una segunda oportunidad.
Parece ser que la única neurona
de esta señora confunde los ratones de laboratorio, con la rata de campo. Por
eso, ante la estúpida insistencia de que “las ratas no hacen nada”, ha habido
que recordarle que, entre otras cosas, son las transmisoras de la peste, una
enfermedad que provocó unos treinta millones de muertos en Europa.
Yo me he permitido sugerirle que,
para resultar más eficientes, podríamos contratar a un flautista y a ver qué
pasa. De paso, también le he dejado caer, así como quien no quiere la cosa, que
ella podría acompañar al músico y a la troupe hasta el fin del mundo, tocando
un tambor.
Puestos a elucubrar con la
adopción de extrañas medidas, se me ha ocurrido que podría comprar un boa
constrictor y que se alimente de las ratas. Y ya de paso, de los molestos
perros de la susodicha. Incluso de la susodicha.
Mientras tanto, espero que no se le ocurra a nadie depositar unas pirañas en la piscina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario