domingo, julio 13, 2025

Las bicicletas son para matarse.

Hace un tiempo veía un vídeo de un enajenado bajando una montaña en bicicleta a velocidad terminal. Al verlo pensé que el tipo estaba ejecutando una suerte de suicidio exclusivo. Sólo de verlo a uno se le cierra el píloro como a Ignatius J. Reilly. Al ver cómo se jugaba la vida de una manera tan absurda, me recordó a un individuo que conocí hace muchos años.



Corrían los primeros años de la década de los 70. Las vacaciones de verano transcurrían mortalmente aburridas y monótonas en un secarral a unos kilómetros de El Escorial. Las únicas que parecían disfrutar de lo lindo eran las chicharras, que cantaban alegremente, cuanto más calor, mejor. Los días pasaban en un “dolce far niente” desde finales de junio hasta septiembre. A los pocos días, una vez superado el stress de los exámenes de fin de curso y vuelta el cuerpo a un ritmo normal, aquello empezaba a resultar bastante tedioso. Así es que, en vista de la escasez de alicientes externos, Fernando ideó un sistema que aumentara el flujo de adrenalina en vena.

Uno de los escasos métodos de diversión que tenía a su alcance era una vieja bicicleta. Un elemento que había sobrevivido a los años y que convenientemente tuneada, subiendo el sillín al máximo y haciendo lo propio con el manillar, todavía seguía prestando un buen servicio, al margen de la pobre imagen - casi de circo - que pudiera provocar. Sobre todo, porque el resto de los amigos de su pandilla solía moverse en moto.

El caso es que eso de dar pedales estaba bien, pero el secarral en sí, era un conjunto de cuestas, alguna de las cuales era directamente inasequible para un no profesional o alguien sin una bicicleta con cambios de marcha. Claro que siempre que hay una cuesta arriba, tarde o temprano hay una cuesta abajo.

La mente de un adolescente de 16 años, como la de Fernando, es una máquina de hacer estupideces y sin sentidos. En una de esas excursiones que realizaba de vez en cuando con la sana intención de “ampliar horizontes”, había descubierto un trayecto en el que, a partir de cierto punto, todo era cuesta abajo. Era un trayecto bastante largo, de un par de kilómetros y de hecho era la vía de comunicación entre dos urbanizaciones de chalets, colindantes la una con la otra. Lo malo era llegar hasta allí, pero una vez alcanzado ese punto, dejarse llevar cuesta abajo por aquel camino asfaltado - aunque lleno de arena en muchos tramos - y con curvas amplias, constituía toda una aventura.

Con ese espíritu tan inquieto como inconsciente, Fernando urdió un plan que iba más allá de la simple aventura. Se adentraba - sin saberlo - en el terreno del suicidio.

Al igual que hace Alonso con los circuitos, una vez que Fer se lo supo de memoria, podía anticipar los movimientos, mejorar la toma de las curvas, prestar atención a la posible salida de vehículos y finalmente, llegar sano y salvo al final, donde, tras volver a pedalear un poco, regresaría a casa. Tal dominio llegó a tener, que en cada pasada intentaba tocar los frenos lo menos posible. Hasta que consiguió realizar el trayecto en más de una ocasión sin frenar nada; a tumba abierta. Igual que hacen los profesionales en el Tour.

Y con una lógica cartesiana, aunque discutible, se dijo para sí: “Y si no frenas, ¿para qué quieres los frenos?” Dicho y hecho. A partir de ese día, a la bici le quitó las zapatas de los frenos.

Sin red. Como Pinito del Oro.

Para tirarse en bicicleta por un recorrido largo, sobre asfalto, con arena y polvo en muchas partes del mismo, sin frenos y la mayoría de las veces, en traje de baño, hace falta estar tan chalado como el de la bici bajando por la montaña. O tener 16 años, que viene siendo lo mismo. Al final, todo el mundo se echaba las manos a la cabeza cuando les hablaba de lo que, para Fernando, más que una hazaña, no era más que una forma de añadir algo de excitación o interés al tórrido y aburrido verano.

Ya fuera por sus habilidades como ciclista, por simple suerte, o por la Divina Providencia, el caso es que el descerebrado de Fernandito, Fer, para sus amigos, nunca tuvo ningún contratiempo.

Pero como todo buen artista que se precie, uno nunca está del todo satisfecho con su obra. Siempre necesita ir un poco más allá, superarse a sí mismo, batir su propia marca. Y eso fue lo que hizo.

El chalet donde vivía estaba en un altozano de donde tomaba el nombre: “La Colina”. Para introducir el coche en el garaje, la subida era muy pronunciada y para favorecer el agarre del vehículo, se había solventado con cemento grumoso. Es decir, no se había alisado. Así es que, cada vez que salía de expedición con su bicicleta tuneada, lo único que tenía que hacer era abrir la verja de entrada y salir disparado cuesta abajo, como el hombre del cañón en el circo. Sin casco, sin traje protector, sin frenos, con chanclas y en bañador. Es decir, que en caso de caída es probable que se habría quedado sin piel, como si hubiera sido víctima de una bomba de napalm.

Fer siempre tenía la precaución de comprobar que la verja estuviera abierta. Uno podía estar loco pero otra cosa era ser gilipollas. Pero hubo un día, en el que, entre la comprobación de la apertura y el momento de salir disparado se produjo un evento inesperado que cambió el statu quo de la situación.

Como era su costumbre, se subió en la máquina de la muerte y a pesar de lo pronunciado de la cuesta y de que ésta, además estaba en curva ciega, dio una pedalada. Se ve que ese día, o tenía prisa o quería una dosis extra de adrenalina. Y ¡vive Dios! que la tuvo.

Justo al girar la curva para enfilar la verja y salir disparado, comprobó que la verja estaba casi cerrada. Sólo se mantenía entreabierta la hoja de la izquierda, mientras en la derecha había un coche aparcado. El coche pertenecía al “evento inesperado” y era lo que obligaba a cerrar la verja.

Durante unos nanosegundos analizó las diferentes alternativas de las que disponía, antes de estamparse contra la verja, contra el coche, contra ambos o contra el muro de piedra.

 

    A. Abandonar el proyecto, tirándose en marcha de la bici. Esta opción fue descartada de inmediato, toda vez que había alcanzado el “punto de no retorno” y que la indumentaria del kamikaze - además de en bañador, iba con chanclas - lo hacían altamente desaconsejable. Los daños de una caída sobre el grumoso cemento, podrían dejar marcas de por vida.

     B.  Chocar contra la verja, saltar sobre ella, sobre el coche aparcado e intentar no estamparse contra el muro de piedra de enfrente. Demasiado arriesgado, incluso para un enajenado.

      C.  Entrar por el hueco que quedaba.

 

En efecto. La opción elegida, fue la C.

 

La hoja de la verja, la izquierda, había dejado un escaso hueco con respecto al coche. El objetivo consistía en hacer una finta, casi una auténtica filigrana con la máquina del infierno que llevaba bajo sus piernas, pasar por el hueco, y en todo caso, si no fuera posible evitarlo, que el seguro de accidentes del propietario del vehículo - un tío suyo - , se hiciera cargo de los daños. Ahora, sólo se trataba de verificar si por ese minúsculo espacio, cabía la bici y Fer sobre ella, sin que por el camino se dejara atrás ninguna costilla ni ninguna rodilla enganchada ni con la verja, ni con el coche.

Por algún extraño sortilegio, consiguió pasar por el hueco, sorteando la verja, al coche aparcado y de paso, dar un susto mortal al vehículo que venía por la calle tranquilamente, a sus espaldas, y que vio cómo repentinamente, apareció de la nada un tarado montado en una bici suicida, incorporándose a la calzada a velocidad de Match 1. Instintivamente, el conductor frenó en seco al tiempo que hizo sonar el claxon, más asustado que el propio Fernando, quien, según confesó más tarde, debía tener las pulsaciones a 200, como mínimo. Los exabruptos del conductor no los escuchó, pero se los imaginó. Pero entre la velocidad que llevaba Fer y el frenazo que tuvo que dar el pobre hombre - que nunca llegó a saber quién era - se alejó de él como un rayo, mientras ambos se recuperaban de sus correspondientes ataques cardiacos.

Una vez que recuperó el ritmo cardíaco, regresó a casa inmediatamente.

Lo primero que hizo fue colocar de nuevo las zapatas de los frenos en la bici. A partir de ese día, la usó poco. Eso sí, fue el centro de atención de todos los amigos de la pandilla durante una semana.

Pero al parecer, estaba en deuda con el destino y éste lo sabía.

Habiendo abandonado las prácticas suicidas utilizando métodos sofisticados, como una bici trucada, a partir de entonces, sólo se trasladaba a pie. Pensó que, con ese sistema, el nivel de riesgo de accidente era cero. Se equivocó.

A los pocos días, había quedado con un amigo para jugar al tenis en las pistas centrales de la urbanización. Así es que, cogió la bazofia de raqueta de tenis que tenía, se calzó las zapatillas adecuadas, el consabido bañador y bajó corriendo la maldita cuesta de cemento grumoso. Con tan mala fortuna, que tropezó. Debió ser la falta de costumbre. El caso es que, cuando iba por el aire, en bañador, camino de meterse un leñazo de campeonato contra el cemento grumoso, y con la raqueta en una mano, pensó “qué burlón es el destino”.

Cuando le vieron aparecer en la casa con el resultado del accidente, no lo podían creer. Pensaban que se había caído de algún avión.

La mercromina se la dieron a brochazos. Tenía las dos muñecas dislocadas, arañazos en las manos, en los muslos y en la espalda. Tuvo que llevar ambas muñecas vendadas durante varios días y las heridas escocían lo suyo. Sobre todo, cuando se metía en la piscina con el cloro. Si ya les costaba un esfuerzo entender lo que había pasado mientras bajaba a pie la cuesta del garaje, no tenía mucho sentido comentarles lo de la bici de unas semanas atrás.

Al verle sus colegas de la pandilla con esas pintas, que parecía haberse peleado con un león en el Serengueti, todos dieron por hecho que la culpable era la bici o en su defecto, un accidente de moto. Cuando les contó que no, que iba corriendo, y no en bici ni en moto, la reacción básica fue de descojone general.

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