Mostrando entradas con la etiqueta Escritura creativa. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Escritura creativa. Mostrar todas las entradas

domingo, marzo 16, 2025

Los distintos tipos de soledad.

Hace unas pocas semanas supe de la existencia de este libro titulado “Mapa de soledades”, de Juan Gómez Bárcena, y enseguida me llamó la atención; y lo hizo por varias razones.


La primera, porque me atrae el estudio que hace precisamente sobre todos los tipos de soledades que los seres humanos podemos sufrir. No creo que haya nadie que jamás se haya sentido solo, desamparado. De una manera o de otra, con mayor o menor intensidad, hemos padecido la soledad.

Como se dice en la propia presentación del libro: “Se puede estar solo por muchos motivos. Hay solitarios forzosos y solitarios por elección; hay soledades pasajeras y eternas; soledades que desembocan en la locura y otras que nos llevan al placer y la creación. Se puede estar solo en una isla, como el capitán Pedro Serrano, que inspiró la figura de Robinson Crusoe tras un naufragio en 1526, y también está sola el ama de casa que plancha mientras espera, la estrella del pop que se refugia en su habitación de hotel y la llamada «ballena de 52 hercios», que lleva treinta y cinco años cantando en una frecuencia que ninguna otra ballena puede oír.”

Mientras Juan Gómez en su libro se centra en la soledad entorno a las personas, esa soledad que, en ocasiones, son ellas mismas quienes las generan, y en otras son víctimas de la soledad creadas por otros, yo he querido centrarme en la soledad de algunos trabajos.

Otra de las razones por las que me interesaba tener el libro es porque este tema de la soledad, está íntimamente ligado a mi post anterior en el que hablaba de la necesidad de amar y ser amado que tenemos las personas y que, en ocasiones constituye un problema con nombre propio.

Además, también se da una circunstancia anecdótica.

Durante la pandemia mi mujer me convenció para hacer un curso online de escritura creativa. Confieso que era bastante escéptico, pero al terminar, me alegré mucho de haberlo hecho. Tal vez, porque tuve a la mejor de las profesoras, Irene Cuevas.

Pues bien, hace poco volví a entrar en la web de la academia buscando a Irene, porque al fin, se ha animado a publicar su primera novela. Y la sorpresa es que no encontré a Irene, pero entre el profesorado sí encontré al autor del libro que he mencionado al principio, Juan Gómez Bárcena. Así es que era otro aliciente más para hacerme con el libro.

Y finalmente, porque cuando se menciona la palabra soledad, enseguida me vienen a la mente algunas imágenes de personas que desempeñan trabajos que resultan especialmente solitarios.

Así es que tengo motivos más que suficientes para leer el libro y establecer algún puente con algunas de mis ideas.

Por ejemplo, siempre que dejo el coche en un parking y veo a una persona tras los cristales de la caja central, intento imaginarme a mí mismo desempeñando ese trabajo. ¿Sería capaz de soportar ocho horas diarias, enterrado en vida, en una atmósfera insana, sin más luz que la que proporcione la artificial de la oficina; sin más conversaciones que las de aquellos que no saben usar los cajeros automáticos o los que quieren abonar con un billete de gran valor? Sinceramente, me parece más que un trabajo una condena.

He puesto como primer ejemplo el del parking porque es el que más frecuento, pero hay muchos otros; y para mí el paradigma de todos ellos es el del mítico farero; ese hombre – otra vez la mayoría son hombres – solitario, aislado en un lugar sin comodidades, soportando tempestades y con escaso contacto humano pocas veces por semana.

Probablemente, hoy en día esta imagen romántica del farero, de trato hosco, taciturno, mal aseado, parco en palabras, haya mutado hacia un ingeniero treintañero que maneja, controla y gestiona el funcionamiento del faro a través de su ordenador portátil, o mediante una APP instalada en su móvil, mientras él se dedica a investigar en la paz y el sosiego que le proporciona el silencio, los agujeros negros.

Algunos de los empleos que identifico con la soledad están anclados a mi más lejana infancia y como consecuencia, la inmensa mayoría, ha desaparecido o han cambiado notablemente su carácter de aislamiento. Me refiero, por ejemplo, a los serenos.

Para los más jóvenes explicaré quiénes eran los “serenos”.

En aquella España gris, en blanco y negro, con un solo canal de TV, al anochecer, como si de murciélagos se tratara, aparecía una especie que con el tiempo se extinguió. Era el sereno.

El sereno era una figura respetada en el vecindario. Era una especie de policía de barrio que actuaba en solitario, sin uniforme y sin más armas que su garrota o chuzo, una especie de lanza corta compuesta por un palo con un pincho en la punta. Estaba a cargo de un barrio, una serie de manzanas, alrededor de las cuales vigilaba la noche impidiendo con su presencia que se produjeran robos de coches, altercados, o se alterara la paz de los durmientes. Era una especie de súper héroe de Marvel, pero más castizo y sin tanto marketing.

Para hacerse notar golpeaba el cayado contra el suelo. Si llegabas a casa y te encontrabas con tu portal cerrado y por casualidad, no tenías llave, sólo tenías que dar unas palmadas y gritar tan fuerte como pudieras ¡sereno! Dependiendo de dónde estuviera en esos momentos y de su capacidad de orientación, al cabo de unos minutos escuchabas al sereno anunciando su llegada con un ¡ya va! al tiempo que emitía señales acústicas con su palo. En caso necesario usaban un silbato, al más puro estilo Bobby londinense, para dar la señal de alarma.

Su trabajo se esfumaba cuando asomaban los primeros rayos de luz.

Sin embargo, originariamente, el cuerpo de serenos no nació con el fin de salvaguardar a los ciudadanos, como comúnmente se piensa, sino más bien para encender, apagar y mantener los faroles en óptimo estado. Su misión principal consistía en resguardar los citados elementos y evitar que los gamberros los destrozasen. Un trabajo que se remonta a 1765, cuando Carlos III liberó a la población de la obligación de cuidar los faroles, que previamente mandó colocar en las calles. ([1])

Como curiosidad cabe destacar que este cargo requería cumplir con una serie de requisitos: tener 20 años cumplidos, medir -como mínimo- cinco pies de altura, clara voz, robustez y agilidad además de no haber sido procesados por embriaguez o camorrismo.

Esta figura desapareció de nuestra geografía nocturna en 1977. Más de doscientos años después de haber sido instaurada.

Pero olvidémonos de los trabajos que ya han desaparecido; como el del sereno, el vendedor de carbón para los braseros con los que muchos se calentaban en sus casas cuando no había calefacción; el de la chica que arreglaba las “carreras” en las medias de las señoras, el vendedor ambulante de lana de oveja para relleno de los colchones, o el afilador, un vagabundo que afilaba toda clase de cuchillos, navajas y tijeras.

A pesar de la evolución de la sociedad y de sus empleos, sigue habiendo trabajos en los que la soledad puede provocar trastornos importantes en esos trabajadores. Por ejemplo, los vigilantes nocturnos, los teletrabajadores, los que hacen guardia nocturna en una gasolinera, etc.

Y he dejado para el final -y no por menos importantes- a los estudiantes; a esos jóvenes que en un momento dado, deben abandonar su entorno natural, su familia, sus amigos, sus compañeros de colegio o instituto, y comenzar a vivir, de la noche a la mañana, una vida radicalmente distinta, en una ciudad desconocida, en un entorno hostil, lejos de sus seres queridos y enfrentados a los lugareños que sí dominan el entorno.

Como bien dice el autor del libro, hay muchas clases de soledad. Yo añadiría que hay muchas personas que tienden a confundir la soledad con la independencia. La soledad, generalmente viene impuesta; la independencia es un ejercicio de tu libertad.


[1] Cristian Quimbiulco – ABC (02/07/2015)