Hace unas pocas semanas supe de la existencia de este libro titulado “Mapa de soledades”, de Juan Gómez Bárcena, y enseguida me llamó la atención; y lo hizo por varias razones.
La
primera, porque me atrae el estudio que hace precisamente sobre todos los tipos
de soledades que los seres humanos podemos sufrir. No creo que haya nadie que
jamás se haya sentido solo, desamparado. De una manera o de otra, con mayor o
menor intensidad, hemos padecido la soledad.
Como
se dice en la propia presentación del libro: “Se puede estar solo por muchos
motivos. Hay solitarios forzosos y solitarios por elección; hay soledades
pasajeras y eternas; soledades que desembocan en la locura y otras que nos
llevan al placer y la creación. Se puede estar solo en una isla, como el capitán
Pedro Serrano, que inspiró la figura de Robinson Crusoe tras un naufragio en
1526, y también está sola el ama de casa que plancha mientras espera, la
estrella del pop que se refugia en su habitación de hotel y la llamada «ballena
de 52 hercios», que lleva treinta y cinco años cantando en una frecuencia que
ninguna otra ballena puede oír.”
Mientras
Juan Gómez en su libro se centra en la soledad entorno a las personas, esa
soledad que, en ocasiones, son ellas mismas quienes las generan, y en otras son
víctimas de la soledad creadas por otros, yo he querido centrarme en la soledad
de algunos trabajos.
Otra
de las razones por las que me interesaba tener el libro es porque este tema de
la soledad, está íntimamente ligado a mi post anterior en el que hablaba de la
necesidad de amar y ser amado que tenemos las personas y que, en ocasiones
constituye un problema con nombre propio.
Además,
también se da una circunstancia anecdótica.
Durante
la pandemia mi mujer me convenció para hacer un curso online de escritura
creativa. Confieso que era bastante escéptico, pero al terminar, me alegré
mucho de haberlo hecho. Tal vez, porque tuve a la mejor de las profesoras,
Irene Cuevas.
Pues
bien, hace poco volví a entrar en la web de la academia buscando a Irene,
porque al fin, se ha animado a publicar su primera novela. Y la sorpresa es que
no encontré a Irene, pero entre el profesorado sí encontré al autor del libro
que he mencionado al principio, Juan Gómez Bárcena. Así es que era otro
aliciente más para hacerme con el libro.
Y
finalmente, porque cuando se menciona la palabra soledad, enseguida me vienen a
la mente algunas imágenes de personas que desempeñan trabajos que resultan
especialmente solitarios.
Así
es que tengo motivos más que suficientes para leer el libro y establecer algún
puente con algunas de mis ideas.
Por
ejemplo, siempre que dejo el coche en un parking y veo a una persona tras los
cristales de la caja central, intento imaginarme a mí mismo desempeñando ese
trabajo. ¿Sería capaz de soportar ocho horas diarias, enterrado en vida, en una
atmósfera insana, sin más luz que la que proporcione la artificial de la
oficina; sin más conversaciones que las de aquellos que no saben usar los
cajeros automáticos o los que quieren abonar con un billete de gran valor? Sinceramente,
me parece más que un trabajo una condena.
He
puesto como primer ejemplo el del parking porque es el que más frecuento, pero
hay muchos otros; y para mí el paradigma de todos ellos es el del mítico
farero; ese hombre – otra vez la mayoría son hombres – solitario, aislado en un
lugar sin comodidades, soportando tempestades y con escaso contacto humano
pocas veces por semana.
Probablemente,
hoy en día esta imagen romántica del farero, de trato hosco, taciturno, mal
aseado, parco en palabras, haya mutado hacia un ingeniero treintañero que
maneja, controla y gestiona el funcionamiento del faro a través de su ordenador
portátil, o mediante una APP instalada en su móvil, mientras él se dedica a
investigar en la paz y el sosiego que le proporciona el silencio, los agujeros
negros.
Algunos
de los empleos que identifico con la soledad están anclados a mi más lejana
infancia y como consecuencia, la inmensa mayoría, ha desaparecido o han
cambiado notablemente su carácter de aislamiento. Me refiero, por ejemplo, a
los serenos.
Para
los más jóvenes explicaré quiénes eran los “serenos”.
En
aquella España gris, en blanco y negro, con un solo canal de TV, al anochecer,
como si de murciélagos se tratara, aparecía una especie que con el tiempo se
extinguió. Era el sereno.
El
sereno era una figura respetada en el vecindario. Era una especie de policía de
barrio que actuaba en solitario, sin uniforme y sin más armas que su garrota o
chuzo, una especie de lanza corta compuesta por un palo con un pincho en la
punta. Estaba a cargo de un barrio, una serie de manzanas, alrededor de las
cuales vigilaba la noche impidiendo con su presencia que se produjeran robos de
coches, altercados, o se alterara la paz de los durmientes. Era una especie de
súper héroe de Marvel, pero más castizo y sin tanto marketing.
Para
hacerse notar golpeaba el cayado contra el suelo. Si llegabas a casa y te
encontrabas con tu portal cerrado y por casualidad, no tenías llave, sólo
tenías que dar unas palmadas y gritar tan fuerte como pudieras ¡sereno!
Dependiendo de dónde estuviera en esos momentos y de su capacidad de
orientación, al cabo de unos minutos escuchabas al sereno anunciando su llegada
con un ¡ya va! al tiempo que emitía señales acústicas con su palo. En caso
necesario usaban un silbato, al más puro estilo Bobby londinense, para dar la
señal de alarma.
Su
trabajo se esfumaba cuando asomaban los primeros rayos de luz.
Sin
embargo, originariamente, el cuerpo de serenos no nació con el fin de
salvaguardar a los ciudadanos, como comúnmente se piensa, sino más bien para
encender, apagar y mantener los faroles en óptimo estado. Su misión
principal consistía en resguardar los citados elementos y evitar que los
gamberros los destrozasen. Un trabajo que se remonta a 1765, cuando Carlos
III liberó a la población de la obligación de cuidar los faroles, que
previamente mandó colocar en las calles. ([1])
Como
curiosidad cabe destacar que este cargo requería cumplir con una serie de
requisitos: tener 20 años cumplidos, medir -como mínimo- cinco pies de altura,
clara voz, robustez y agilidad además de no haber sido procesados por
embriaguez o camorrismo.
Esta
figura desapareció de nuestra geografía nocturna en 1977. Más de doscientos
años después de haber sido instaurada.
Pero
olvidémonos de los trabajos que ya han desaparecido; como el del sereno, el
vendedor de carbón para los braseros con los que muchos se calentaban en sus
casas cuando no había calefacción; el de la chica que arreglaba las “carreras”
en las medias de las señoras, el vendedor ambulante de lana de oveja para relleno de los colchones, o el afilador, un vagabundo que afilaba toda
clase de cuchillos, navajas y tijeras.
A
pesar de la evolución de la sociedad y de sus empleos, sigue habiendo trabajos
en los que la soledad puede provocar trastornos importantes en esos
trabajadores. Por ejemplo, los vigilantes nocturnos, los teletrabajadores, los
que hacen guardia nocturna en una gasolinera, etc.
Y
he dejado para el final -y no por menos importantes- a los estudiantes; a esos
jóvenes que en un momento dado, deben abandonar su entorno natural, su familia,
sus amigos, sus compañeros de colegio o instituto, y comenzar a vivir, de la
noche a la mañana, una vida radicalmente distinta, en una ciudad desconocida,
en un entorno hostil, lejos de sus seres queridos y enfrentados a los lugareños
que sí dominan el entorno.
Como bien dice el autor del libro, hay muchas clases de soledad. Yo añadiría que hay muchas personas que tienden a confundir la soledad con la independencia. La soledad, generalmente viene impuesta; la independencia es un ejercicio de tu libertad.
[1] Cristian Quimbiulco – ABC (02/07/2015)