El fin de semana prometía ser interesante. Un improvisado viaje con amigos, aunque fuera durante un sencillo fin de semana, siempre despierta emociones y alimenta la ilusión por descubrir juntos paisajes y lugares hasta entonces desconocidos. La idea era salir de Madrid el viernes por la tarde en dirección a Cantabria, para después hacer un recorrido turístico por algunos lugares emblemáticos de la costa y regresar el domingo. El plan se antojaba exigente.
Como el grupo lo formábamos seis
personas se hacía imprescindible viajar en dos vehículos. Pronto comprendí que
la elección que había hecho de viajar con uno de mis amigos, más que un simple
error, entraba de lleno en lo que se podría calificar de intento de suicidio
colectivo. Así al menos cabría calificar el modo de conducción que usaba mi
amigo, que superaba el listón de conducción temeraria para adentrarse en un
mero cara o cruz, en un tipo de suerte en el que lo que estaba en juego era la
vida de todos los ocupantes de su Alfa Romeo 133. Si para un conductor habitual
siempre resulta algo incómodo dejarse llevar por otro, en mi caso opté por
cerrar los ojos, rezar algo de lo que me acordaba y ponerme el carné de
identidad entre los dientes, por si pudiera servir de ayuda a la hora de
identificar a los cadáveres calcinados en caso de accidente. En la primera
parada que hicimos en una gasolinera, decidí cambiarme de coche y nunca
regresé.
A pesar de los ímprobos esfuerzos
realizados por mi amigo como aspirante a kamikaze al volante, conseguimos
llegar sanos y salvos todos a Castro Urdiales. Era entorno a la medianoche y la
vida en el puerto pesquero se iba apagando, pero, aun así, tuvimos suerte y
pudimos encontrar un sitio en el que nos dieron de cenar. Después de cenar sólo
teníamos por delante unos minutos de autopista hasta llegar a Laredo, donde
habíamos reservado dos noches de hotel.
A la mañana siguiente, bien
descansados y bien desayunados, comenzamos un rápido peregrinar por la costa
cántabra empezando por Santoña. Nada más llegar y a pesar de que no hacía mucho
que habíamos dado buena cuenta del desayuno en el hotel, a mi amigo el kamikaze
no se le ocurrió otra idea mejor que “tomar el aperitivo”. Así es que, en vez
de realizar un sosegado paseo por la localidad, visitar los lugares más
pintorescos y hacer las fotografías de rigor, el resto de acompañantes nos
vimos sentados en un bar, pidiendo unas cervezas y unas raciones, a pesar de
que apenas era mediodía.
Nada más terminar de engullir el
aperitivo como si nos persiguiera un asesino con una sierra mecánica,
continuamos nuestra excursión por la costa camino de Noja e Isla. Al tratarse
de carreteras de costa y no de autopistas pudimos, afortunadamente, disfrutar
de la belleza del paisaje e incluso, en algunos momentos, detenernos a
inmortalizar el recuerdo en la cámara de carrete de 36 fotografías a color.
Al llegar a Isla, una localidad
por entonces desierta, el kamikaze dio muestras de una voracidad insaciable y a
pesar del desayuno en el hotel y del aperitivo en Santoña, insistió en que había
visto un sitio para comer que le inspiraba confianza. Y allí que nos dirigimos
como borregos, sin demasiado apetito.
Al entrar en el único
bar-restaurante que había nos encontramos el local vacío. Desde el otro lado de
la barra, un sorprendido camarero nos miró, no sin cierta desconfianza. De
repente, y sin previo aviso, franqueaban la puerta de su establecimiento seis
personas, con lo que, en ese momento, el censo poblacional de la localidad,
posiblemente se había multiplicado por dos. Tal vez llegara a imaginar que
formábamos parte de una banda de asaltantes itinerante, toda vez que no era
época de veraneantes y quedaba bien a las claras que éramos forasteros.
Después de comer muy dignamente, continuamos
por la costa hasta el Faro de Ajo, un lugar aún más desierto que el anterior y
en donde se apreciaba la rudeza del mar cantábrico desde sus acantilados.
A media tarde estábamos de
regreso en el hotel de Laredo. Después de haber estado toda la mañana yendo de
un lado a otro y comiendo como si no hubiera un mañana, me sentía hastiado,
pesado y a punto de reventar. No tenía por costumbre comer tanto, ni tan
seguido. Por eso, en previsión de una situación así y con el fin de aligerar la
sensación de pesadez, había llevado conmigo una infusión con propiedades laxantes.
La idea del laxante tuvo una muy
buena acogida entre mis amigos. Tan solo el kamikaze y su voracidad insaciable,
junto con su esposa, fueron los únicos que no se sumaron a la propuesta de
eliminar exceso de peso.
Sentados los seis, alrededor de
la mesa en la cafetería del hotel, nos resultaba incómodo pedir al camarero
sólo una tetera con agua caliente que sirviera para la infusión. Tal era el
estado de saciedad que teníamos, que a ninguno nos apetecía pedir nada de comer
o de beber, aparte de la infusión. Pero al mismo tiempo, ello nos producía un
cierto rubor. Nos parecía inapropiado o incluso un abuso, solicitar del
camarero tan solo una tetera con agua caliente, mientras ocupábamos dos mesas
de una atestada cafetería. La sensación era la misma que cuando en algún
momento necesitas ir al baño de un bar y para quedar bien pides un café.
Así es que teníamos por un lado
una necesidad imperiosa – la del agua caliente – y al mismo tiempo queríamos
quedar bien con el camarero. Y fue entonces cuando se nos ocurrió una idea que
en ese momento nos pareció genial: pediríamos unos tés. Así el camarero nos
traería las teteras con el agua caliente, las tazas, obviamente, y nosotros
dispondríamos de todo lo necesario para beber nuestro ansiado laxante. Digo que
en ese momento nos pareció genial, pero pronto comprendimos que cometimos un
error de comunicación, porque el hombre en su desmedido afán por querer ir un
poco más allá en el desempeño de sus funciones profesionales, nos trajo los tés
ya servidos. Por tanto, no había tetera, no había tazas disponibles y nuestra
idea original había saltado por los aires.
Cuando el camarero depositó sobre
la mesa los tés ya servidos, nuestra cara de sorpresa dio paso inmediatamente a
unas discretas carcajadas, que intentamos ahogar tapando con nuestras manos, lo
que, a su vez, motivó las miradas inquisitivas de las mesas vecinas que no
llegaban a entender de qué se estaban partiendo el pecho de la risa esos
jóvenes. Nuestras miradas – entre lagrimones - se entrecruzaban entre nosotros
sin articular palabra, lo que, por demás, ejercía un efecto multiplicador y
contagioso.
Cuando finalmente y después de
unos minutos recobramos la serenidad, no nos quedó otra alternativa que llamar
de nuevo al camarero y explicarle, ahora sí, lo que realmente necesitábamos,
dejando bien claro que, por supuesto, abonaríamos las consumiciones servidas.
He de confesar que las
propiedades laxantes de la infusión dieron el fruto esperado a primera hora de
la mañana siguiente, con lo que el viaje de regreso a la capital se hizo mucho
más llevadero.