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miércoles, marzo 08, 2023

Un viaje singular

El fin de semana prometía ser interesante. Un improvisado viaje con amigos, aunque fuera durante un sencillo fin de semana, siempre despierta emociones y alimenta la ilusión por descubrir juntos paisajes y lugares hasta entonces desconocidos. La idea era salir de Madrid el viernes por la tarde en dirección a Cantabria, para después hacer un recorrido turístico por algunos lugares emblemáticos de la costa y regresar el domingo. El plan se antojaba exigente.

Como el grupo lo formábamos seis personas se hacía imprescindible viajar en dos vehículos. Pronto comprendí que la elección que había hecho de viajar con uno de mis amigos, más que un simple error, entraba de lleno en lo que se podría calificar de intento de suicidio colectivo. Así al menos cabría calificar el modo de conducción que usaba mi amigo, que superaba el listón de conducción temeraria para adentrarse en un mero cara o cruz, en un tipo de suerte en el que lo que estaba en juego era la vida de todos los ocupantes de su Alfa Romeo 133. Si para un conductor habitual siempre resulta algo incómodo dejarse llevar por otro, en mi caso opté por cerrar los ojos, rezar algo de lo que me acordaba y ponerme el carné de identidad entre los dientes, por si pudiera servir de ayuda a la hora de identificar a los cadáveres calcinados en caso de accidente. En la primera parada que hicimos en una gasolinera, decidí cambiarme de coche y nunca regresé.

A pesar de los ímprobos esfuerzos realizados por mi amigo como aspirante a kamikaze al volante, conseguimos llegar sanos y salvos todos a Castro Urdiales. Era entorno a la medianoche y la vida en el puerto pesquero se iba apagando, pero, aun así, tuvimos suerte y pudimos encontrar un sitio en el que nos dieron de cenar. Después de cenar sólo teníamos por delante unos minutos de autopista hasta llegar a Laredo, donde habíamos reservado dos noches de hotel.

A la mañana siguiente, bien descansados y bien desayunados, comenzamos un rápido peregrinar por la costa cántabra empezando por Santoña. Nada más llegar y a pesar de que no hacía mucho que habíamos dado buena cuenta del desayuno en el hotel, a mi amigo el kamikaze no se le ocurrió otra idea mejor que “tomar el aperitivo”. Así es que, en vez de realizar un sosegado paseo por la localidad, visitar los lugares más pintorescos y hacer las fotografías de rigor, el resto de acompañantes nos vimos sentados en un bar, pidiendo unas cervezas y unas raciones, a pesar de que apenas era mediodía.

Nada más terminar de engullir el aperitivo como si nos persiguiera un asesino con una sierra mecánica, continuamos nuestra excursión por la costa camino de Noja e Isla. Al tratarse de carreteras de costa y no de autopistas pudimos, afortunadamente, disfrutar de la belleza del paisaje e incluso, en algunos momentos, detenernos a inmortalizar el recuerdo en la cámara de carrete de 36 fotografías a color.

Al llegar a Isla, una localidad por entonces desierta, el kamikaze dio muestras de una voracidad insaciable y a pesar del desayuno en el hotel y del aperitivo en Santoña, insistió en que había visto un sitio para comer que le inspiraba confianza. Y allí que nos dirigimos como borregos, sin demasiado apetito.

Al entrar en el único bar-restaurante que había nos encontramos el local vacío. Desde el otro lado de la barra, un sorprendido camarero nos miró, no sin cierta desconfianza. De repente, y sin previo aviso, franqueaban la puerta de su establecimiento seis personas, con lo que, en ese momento, el censo poblacional de la localidad, posiblemente se había multiplicado por dos. Tal vez llegara a imaginar que formábamos parte de una banda de asaltantes itinerante, toda vez que no era época de veraneantes y quedaba bien a las claras que éramos forasteros.

Después de comer muy dignamente, continuamos por la costa hasta el Faro de Ajo, un lugar aún más desierto que el anterior y en donde se apreciaba la rudeza del mar cantábrico desde sus acantilados.

A media tarde estábamos de regreso en el hotel de Laredo. Después de haber estado toda la mañana yendo de un lado a otro y comiendo como si no hubiera un mañana, me sentía hastiado, pesado y a punto de reventar. No tenía por costumbre comer tanto, ni tan seguido. Por eso, en previsión de una situación así y con el fin de aligerar la sensación de pesadez, había llevado conmigo una infusión con propiedades laxantes.

La idea del laxante tuvo una muy buena acogida entre mis amigos. Tan solo el kamikaze y su voracidad insaciable, junto con su esposa, fueron los únicos que no se sumaron a la propuesta de eliminar exceso de peso.

Sentados los seis, alrededor de la mesa en la cafetería del hotel, nos resultaba incómodo pedir al camarero sólo una tetera con agua caliente que sirviera para la infusión. Tal era el estado de saciedad que teníamos, que a ninguno nos apetecía pedir nada de comer o de beber, aparte de la infusión. Pero al mismo tiempo, ello nos producía un cierto rubor. Nos parecía inapropiado o incluso un abuso, solicitar del camarero tan solo una tetera con agua caliente, mientras ocupábamos dos mesas de una atestada cafetería. La sensación era la misma que cuando en algún momento necesitas ir al baño de un bar y para quedar bien pides un café.

Así es que teníamos por un lado una necesidad imperiosa – la del agua caliente – y al mismo tiempo queríamos quedar bien con el camarero. Y fue entonces cuando se nos ocurrió una idea que en ese momento nos pareció genial: pediríamos unos tés. Así el camarero nos traería las teteras con el agua caliente, las tazas, obviamente, y nosotros dispondríamos de todo lo necesario para beber nuestro ansiado laxante. Digo que en ese momento nos pareció genial, pero pronto comprendimos que cometimos un error de comunicación, porque el hombre en su desmedido afán por querer ir un poco más allá en el desempeño de sus funciones profesionales, nos trajo los tés ya servidos. Por tanto, no había tetera, no había tazas disponibles y nuestra idea original había saltado por los aires.

Cuando el camarero depositó sobre la mesa los tés ya servidos, nuestra cara de sorpresa dio paso inmediatamente a unas discretas carcajadas, que intentamos ahogar tapando con nuestras manos, lo que, a su vez, motivó las miradas inquisitivas de las mesas vecinas que no llegaban a entender de qué se estaban partiendo el pecho de la risa esos jóvenes. Nuestras miradas – entre lagrimones - se entrecruzaban entre nosotros sin articular palabra, lo que, por demás, ejercía un efecto multiplicador y contagioso.

Cuando finalmente y después de unos minutos recobramos la serenidad, no nos quedó otra alternativa que llamar de nuevo al camarero y explicarle, ahora sí, lo que realmente necesitábamos, dejando bien claro que, por supuesto, abonaríamos las consumiciones servidas.

He de confesar que las propiedades laxantes de la infusión dieron el fruto esperado a primera hora de la mañana siguiente, con lo que el viaje de regreso a la capital se hizo mucho más llevadero.