Alfeo Piesplanos intentaba ganarse la vida como vendedor de seguros.
Imagen de Phil Reese en Pixabay
Cualquiera cuya actividad principal sea la de vendedor, sabe que ser un vendedor, - de cualquier cosa,
producto o servicio -, es una de las tareas más arduas que existen. Pero el
culmen de la dificultad es el denominado sistema de “puerta fría”. Esto es,
vender a pecho descubierto, sin anestesia, a personas totalmente desconocidas
que, por supuesto, en cuanto das los buenos días, comienzan a recelar de ti y a
preguntarse por dónde se la vas a colar.
Decía Winston Churchill que “el éxito,
consiste en ir de fracaso en fracaso, sin que por el camino desfallezca el
ánimo”. Estoy totalmente convencido de que el viejo león conoció a un
vendedor de seguros en el que apoyar su sentencia. Porque efectivamente, es así.
Y cuando finalmente consigues firmar una
póliza, es como aquel que le decía un amigo a otro: ¿A ti te gusta el póker? Y su
amigo le responde “me encanta”. ¿Y ganas mucho? Bueno ganar, debe ser la leche.
Dada la competencia en el sector a Alfeo le pareció
una buena idea aprovechar sus conocimientos de inglés, para dedicarse a los
extranjeros, principalmente, alemanes. En el extranjero sí existe una mayor
aceptación del concepto de seguro, y además, los alemanes, conocían
perfectamente la compañía para la que trabajaba. Pero no se dedicó sólo a los
germanos. Tuvo ocasión de charlar con chinos, senegaleses y hasta un indio del
Punjab, con su turbante y todo, aunque no llevaba la daga al cinto.
Manejaba un amplio abanico de posibilidades:
seguros de vida, de ahorro, pensiones, entierro…En general, cada grupo se las
ingeniaba para organizarse entre ellos, montando sus propios sistemas de
cobertura en caso de necesidad. Por ejemplo, los senegaleses, si uno de ellos
moría, el resto de amigos y compañeros financiaba mediante una aportación los gastos de sepelio, o
bien, de envío de los restos a su país. Los chinos, todo se lo gestionaban
entre ellos. Como los del Punjab.
En cierta ocasión, el bueno de Alfeo entró en un todo-a-cien y
solicitó hablar con el propietario. El dependiente, indio (o pakistaní) que apenas
hablaba inglés, avisó al dueño. Aparece entonces un señor súper amable, que
habla un inglés entendible. El hombre vestía un jersey con unos agujeros que
daban ganas de comprarle uno en unas rebajas. Alfeo pensó, que no desentonaba con
el ambiente que se veía en la tienda, que era lamentable. Casi lúgubre. Se dijo a sí mismo que allí poco iba a rascar.
El hombre aceptó que le formulara una serie
de preguntas para poder hacerle un borrador de propuesta, y una de esas
preguntas fue el importe aproximado de lo que facturaba la tienda al año. Fue
entonces cuando, después de escuchar la respuesta, Alfeo tuvo que pedir que le
confirmara lo que había oído: ¡tres millones de euros!
Alfeo seguía pensando que no
podía ser, que lo había escuchado mal y que el hecho de que el indio llevara un
jersey con unos agujeros por los que cabía un puño, era la prueba irrefutable
de tamaño desatino. Pero no. Facturaba tres millones de euros al año, en una
tienda de todo a cien. Y tenía otra, en otra localidad.
Otro de los casos por los que Alfeo se hizo famoso
en la oficina, fue el de un cirujano alemán. Se había comprado un barco del
siglo XVII o así. Al menos, se había comprado lo que quedaba de él. Se lo había
traído desde Escocia, y lo estaba reconstruyendo en base a los
planos originales. O sea, una bagatela de afición. Lo que quería era un seguro
que cubriera esa construcción. La lástima era que las embarcaciones, la
compañía las aseguraba cuando tocaban el agua. No antes. Ahí fue cuando su jefe le dijo que tenía una extraña habilidad para encontrar casos curiosos.
En el apasionante mundo del seguro estás
obligado a “disparar a todo lo que se mueve”. Lo mismo le haces un seguro de
vida y accidentes a un obrero que maneja maquinaria de obras públicas, que a
una abogada que quería cobrar por si se ponía enferma, o le hacías un seguro a
la clínica de un dentista alemán.
En cierta ocasión, Alfeo entró en una tienda de regalos
y de objetos de decoración, que pertenecía a una cadena y era de las más
grandes de la capital. La persona de contacto accedió a colaborar a ver si se le
podía mejorar las condiciones del seguro que tenía, y dijo que además de
esa tienda, tenía otra, más grande, en otra localidad. La negociación le llevó a Alfeo seis meses, pero finalmente consiguió a ese cliente y una felicitación por parte de
su jefe. Por pesado, claro.
Pero la situación más surrealista la vivió tiempo después.
Por la oficina apareció un buen día un señor, conocido de alguno de los agentes que ya estaba trabajando por allí. Hay que decir que el índice rotatorio de las personas que se dedican a esto de la venta de seguros, es altísima, toda vez que
tienes que ir, como decía Churchill, de fracaso en fracaso y sin perder el
ánimo. Tan pronto aparecen los supuestos agentes como desaparecen sin dejar
rastro. Pues bien. Al bueno de este señor, un día se le ocurre la feliz idea de
vender un seguro de ahorro a las meretrices.
Cuando Alfeo escuchó aquello se quedó estupefacto. No sabía si era una broma o si el tipo lo decía en serio. Y
entonces, empezó a razonar su idea y al menos, tenía cierta coherencia y
lógica.
El caso es que después de comprarle la idea y de acordar que en
cualquier caso, irían Alfeo y él, juntos - por si acaso - la pregunta era obvia:
- ¿Y adónde vamos a ir? - pregunto Alfeo ante su total desconocimiento de ese “sector”.
La respuesta de su nuevo camarada le dejó aún peor que la propia idea.
- Conozco a un menda que es el
dueño de uno muy grande. Ha estado una buena temporada en la cárcel, pero ahora
creo que está fuera.
A Alfeo después de escuchar aquello se le
cerró el píloro. O sea, que la idea era ir a visitar un burdely hablar con el dueño, que era un tipo que no estaba claro si estaba en el trullo o ya lo habían soltado. Y el compañero de Alfeo conocía a gente así.
Pero había que intentarlo.
- ¿Y cómo has pensado que lo
podíamos hacer? - le preguntó.
- Pues déjame que le llame, le
anuncio cuáles son nuestras intenciones, le pido permiso para hacerlo y quedo
con él un día. Y luego quedamos tú y yo.
A Alfeo la idea de entrar - por primera vez en su vida - en un burdel, ya le ponía
los pelos como escarpias. Pero si además, a eso le unes que el dueño, era un ex
convicto - que vaya usted a saber las razones por las que entró en chirona - el
estómago se le hacía cada vez más pequeño.
Al cabo de unos días su nuevo colega le
informa que había obtenido el permiso del proxeneta y que podían ir cierto
día a cierta hora.
Y ahí tienes a Alfeo Piesplanos, vestidito todo formal
con su chaqueta y su corbata, como cada día que tenía que hacer alguna visita. Con su cartera en la mano, que
parecía el cobrador del frac, llena de papeles y formularios, esperando en una
calle - de un barrio al que jamás habría llegado por iniciativa propia-, a que llegara el descerebrado de su colega para entrar a un puticlub a
venderle seguros de ahorro a las lumis
que por allí se buscaban su jornal.
Después de esperar un rato, llegó el ideólogo
del negocio y juntos entraron en el lupanar. Y si hasta entonces el mero
hecho del planteamiento teórico de semejante idea parecía un desatino, la
visión de lo que allí había, fue descorazonadora y sobrecogedora a un tiempo.
Nunca lleguó a saber quién estaba más
sorprendido de ver a quién. Las mujeres estaban sentadas en una fila
interminable, pegadas a la pared, como en las fiestas de los bailes antiguos de
los pueblos. El espectáculo era dantesco. Alfeo se preguntaba cómo era posible que
alguien pagara por esas mujeres que de agraciadas no tenían nada. Y entonces imaginó a los hombres y casi se puso a llorar.
Mientras avanzaban por el local en dirección a lo
que se suponía iba a ser el despacho del proxeneta, ellas los miraban como si
fueran de Inmigración y les fueran a pedir papeles. Alfeo procuraba no mirar demasiado
a ninguna, no fuera que alguna se sintiera incitada al pecado y tuviera que lidiar con el problema.
Finalmente, después de recorrer un pasillo
que le pareció interminable, llegaron al lugar desde donde el chulo ejercía su
autoridad.
Una mesa y media docena de mujeres le rodeaban, como si se tratara
de un harén o un grupo de guardaespaldas. Su aspecto encajaba perfectamente con
el perfil que le había comentado su colega: hombre curtido en mil peleas en
las prisiones, con una coleta bastante larga que recogía un pelo lacio y
repleto de canas, de aspecto fornido y probablemente tan sorprendido o más que
Alfeo de verlos por allí y tan formalmente ataviados.
Dado que había sido el colega el que había
hecho los honores de establecer contacto, Alfeo dejó que fuera él quien terminara de
cerrar la operación. Mientras tanto, aguantaba estoicamente las miradas
de las que tenía delante de él y rodeaban al chulo, así como, probablemente, la
de las que tenía detrás, también. Al cabo de un par de minutos se acerca
el tontoelhaba del colega y dice:
- Me dice el jefe que por su parte
no hay problema. Que podemos hablar con las chicas, pero que cree que no
tenemos nada que hacer. Que estas tías, suelen convivir varias en una casa para
ahorrar y en cuanto ganan algo por la noche, a la mañana siguiente lo mandan a
sus países para sus hijos.
¿Y para ese viaje necesitábamos alforjas,
gilipollas? - pensó.
- Vámonos,- le dijo sin darle más
opciones.
Y deshicieron el camino de entrada con las
mismas miradas inquisitoriales de las que seguían sentadas y pegadas a la
pared.
De su nuevo colega el agente, nunca más se supo.