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domingo, agosto 13, 2023

El amor al cine

Mi mujer me tacha de ser un nostálgico, simplemente porque me encanta ver películas antiguas, algunas de ellas en blanco y negro. Y muchas de ellas, las veo una y otra vez, algo con lo que ella se parte el pecho. Yo creo, sinceramente, que no hay nadie más anti nostálgico que yo. Un nostálgico se pasa el día revisando sus fotos y sus películas antiguas y sollozando al verlas, por haber perdido pelo, personas, relaciones y haber ganado kilos, arrugas y años. Todos mis recuerdos están perfectamente etiquetados y guardados en sus correspondientes soportes, ya sean cintas de 8 mm, en DVD, o en los álbumes con sus fotos (no todas porque alguien decidió llevarse algunas) y todo ello, a buen recaudo en el trastero del garaje o en una caja que tengo debajo del televisor y que no suelo abrir casi nunca, y desde luego, jamás para repasar ese pasado. También tengo una caja de zapatos en la librería del dormitorio, en la que, amontonadas, se guardan cientos de fotos de cuando tuve edad para ser un niño y disfruté de ello. Y ni siquiera esas vuelvo a ver. No, decididamente, no soy un nostálgico.

Y es que, en cuestiones de gustos y tendencias cinematográficos, mi mujer y yo somos totalmente contrapuestos. Ella no soporta las pelis en blanco y negro, las españolas, ni tampoco las que tengan una cierta antigüedad. No entiende que una vez que ya has visto una película, puedas volver a verla una y otra vez, hasta aprenderte los diálogos de memoria. “Memorias de África” no es que la vea de vez en cuando, es que necesito verla al menos una o dos veces cada año. Por supuesto, mi mujer no la ve y, además, se guasea de mí. Por eso, cuando quiero ver esas pelis, esas que ya he visto docenas de veces, esas en las que me sé de memoria los diálogos, los momentos culmen, el final que la primera vez fue inesperado, esas, para disfrutar una vez más de todo eso, me quedo por las noches frente al televisor revisando las grabaciones que tenga disponibles hasta altas horas de la madrugada. Ventajas de no tener que levantarse temprano.

A mí me encantan las películas de espías, de guerra y las de submarinos, por ejemplo. La batalla de Midway la pusieron hace poco y la volví a ver por enésima vez, y ayer mismo, volví a ver “Tora,Tora,Tora”. También grabé la del submarino U-571 y otra icónica con Richard Burton y un jovencito Clint Eastwood: “El Desafió de las águilas”. De esta película de espías hay una escena sublime cuando Richard Burton confunde con su verborrea a todos, incluido a Clint Eastwood, que era su compañero. No he contado las veces que he visto Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago, El Puente de los Espías…

A ella, a mi mujer, sin embargo, le puede cautivar la vida de una peluquera iraní que vive en Terán o la de otra mujer británica, divorciada, con hijos y un trabajo penoso, que termina por enamorarse de un paquistaní que vive en uno de los suburbios de Londres. Yo, en esos casos, me engancho al ordenador, me pongo los cascos y me sumerjo en el apasionante mundo de Spotify.

Antes mencionaba nuestra aversión al cine español y debo matizar que, en mi caso, hago alguna salvedad. Por ejemplo, soy un enamorado de José Luis Garcí, bueno, más bien de su cine. De hecho, lo del calificativo de nostálgico que me endiñó mi ama vino porque me he metido entre pecho y espalda la trilogía de “El Crack”. Él, Garci, sí que es nostálgico, todo su cine lo es. Refleja bien el Madrid de aquellos años, con las calles vacías, de noche, solitarias; esas luces que parecen mortecinas, esos coches de modelos antiguos - en El Crack, Alfredo Landa usaba un Renault 8 -, las marquesinas de los cines con las películas de la época, los programas de radio. Todo ello te transporta a una época que hemos vivido y que parece tan lejana que pertenece a otros individuos. “Volver a Empezar” es el paradigma de la nostalgia; de la nostalgia de una vida que se tuvo que reinventar, de un amor perdido, pero nunca olvidado y de una segunda oportunidad que no habrá porque la única vida se va extinguiendo poco a poco.

Hace poco he visto una maravilla de película interpretada, claro, por Tom Hanks: “El peor vecino del mundo”. Mientras disfrutaba una vez más de la interpretación de los actores, me preguntaba por qué en España no somos capaces de hacer películas con un tema así, por ejemplo. Sólo se necesita un buen guion, unos buenos actores y un bajo presupuesto. También recuerdo otra peli de Hanks, cuando tras veinte años trabajando en una cadena de supermercados, le mandan al paro y tiene que reinventarse. Entonces se matricula en la universidad para estudiar redacción o algo así. Le acompaña en el reparto Julia Roberts. Y vuelvo a preguntarme, por qué en España no somos capaces de salirnos del cine de represión franquista – como si los rojos hubieran sido unas hermanitas de la caridad -, cantar las alabanzas del mundo LGTBI e inundar las pantallas con sexo malo y escenas chabacanas. No me extraña que el público dé la bienvenida a películas como las de Santiago Segura, cosa que me alegro mucho por él, porque me parece un tío muy listo. Y tampoco me extraña que la industria sobreviva casi exclusivamente de las subvenciones del gobierno, dejando un millón de euros a películas que recaudan 60.000 en taquilla.

Tengo la impresión de que antes se hacía mejor cine que ahora, no ya en España, en el mundo en general. Hoy parece que todo son efectos especiales, al menos la mayoría de lo que viene de EEUU. En Europa es diferente y creo que Francia lleva delantera en eso. Siguen siendo fieles a un cine de compromiso social, de denuncia, sin abandonar la comedia blanca y con estilo.

En eso también podríamos imitarles.

miércoles, agosto 02, 2023

Extra del cine mudo

Cuando era niño asumía como algo ineludible que al hacerme mayor todo sería igual de seguro y predecible como era mi vida en ese momento. Sólo se trataba de ir creciendo, estudiar algo, empezar a trabajar en un sitio, ir todos los días, cobrar un sueldo cada mes, jubilarte en esa misma empresa e ir de vacaciones a la playa en verano. Imagino que todo niño lo ha pensado en alguna ocasión. Cosas de la bendita ignorancia y la mágica inocencia.

Más tarde, a medida que, efectivamente, íbamos creciendo, empezamos a poner en duda algunos de aquellos principios que considerábamos inamovibles y cuando llegamos a la plena madurez, fuimos capaces de comprobar que la realidad poco tenía que ver con aquella tierna ingenuidad. Antes o después, la mayoría se ha encontrado no ya con un imprevisto, sino con un evento que ha señalado un antes y un después. Y suerte si sólo has encontrado un único evento, con un único antes y un único después.

En mi caso una concatenación de eventos perniciosos me llevó a tomar una drástica decisión: convertirme en extra de cine y tv. Fue así, tras ver un anuncio en un periódico en el que solicitaban modelos, que envié mis datos sin la más mínima esperanza de que me fueran a tener en cuenta. Y, sin embargo, al cabo de unos días, recibí una llamada para citarme en una oficina de una productora de tv.

Al llegar a la cita me encontré con un considerable número de personas de ambos sexos y de todas las edades, que imaginé estaban en la misma tesitura que yo. No recuerdo si acudí a la cita en mi propio coche o en transporte público, pero sí recuerdo parte de la entrevista que tuve con la chica que me había citado.

En esos momentos, mi situación económica no me permitía pagar el seguro obligatorio del coche – entre otras cosas -  y, por tanto, circulaba sin seguro. Para hacer más interesante la situación, los neumáticos delanteros estaban tan lisos que parecían los de un Fórmula 1. La persona que me entrevistaba preguntó si tenía coche propio para saber si podía contar conmigo o no. Le comenté a mi entrevistadora estos detalles y, como es normal, se mostró casi escandalizada. Yo intenté tranquilizarla diciéndole que, en caso de atropellar a alguien, lo remataría en el suelo para que no declarase en el juicio. Por algún extraño sortilegio, mezcla – tal vez – de pena por mi situación y necesidad por la suya, el caso es que unos días más tarde, fui citado para mi primer trabajo como extra en mi próxima, fulgurante e inesperada carrera cinematográfica.

La cita era a las 9 de la mañana en una nave de un polígono industrial de las afueras de Madrid, saliendo por la carretera de Andalucía. Debía ser puntual y vestir con chaqueta y corbata en tonos verdosos. Dado que entonces vivía en Las Rozas, estar a la hora convenida en el lugar indicado suponía un madrugón considerable, si tenemos en cuenta que es hora punta en todo Madrid. Y, además, insisto, circulaba sin seguro y con las ruedas delanteras lisas como la cabeza de Kojak.

Una vez llegué al lugar indicado, me encontré con muchas otras personas vestidas todas ellas con estilos tan distintos, que, en su conjunto aquello parecía más un carnaval que un supuesto programa de TV. Al parecer entre esas personas, algunos ya se conocían de antes y mantenían una animada conversación. Como siempre en esta vida, los hay expertos allá donde vayas.

Poco después, una persona se dirigió al numeroso grupo y nos indicó que pasáramos al interior de la nave. En realidad, ese fue el momento en el que pude ver los decorados, los entresijos, las bambalinas, de un programa de tv. Nos llevaron a través de una puerta a unas escaleras que no conducían a ninguna parte. Allí nos dijeron que debíamos guardar silencio o hablar muy bajito y esperar a que nos llamaran. A falta de otro mobiliario, nos sentamos en los escalones a la espera de que nos llamaran para hacer lo que se suponía que debíamos hacer como extras. Yo pensaba que si nos habían citado a las 9 de la mañana nos llamarían pronto, así es que, estaríamos poco tiempo sentados en aquella escalera. Pero el tiempo pasaba y la puerta tras la cual estaban trabajando, no se abría para invitarnos a pasar al escenario.

Como lo único que teníamos como capital era tiempo, empezamos a establecer una cierta relación con los compañeros de infortunio. Nadie estaba allí por vocación, eso seguro. Fue así como inicié una tímida conversación con la chica que estaba sentada junto a mí, en el mismo escalón. Hablábamos en susurros, pero éramos tantos en las escaleras que en alguna ocasión se abrió la puerta y nos dijeron que “¡silencio, que están rodando”! Ya sólo nos quedaba el lenguaje de signos.

Allí estuvimos sentados en aquella escalera, tras la puerta que daba al plató, hasta que, por fin, a eso de las 14.30, la puerta se abrió. La persona nos indicó que pasáramos y nos fue colocando en grupos de dos o de tres en diversas ubicaciones del escenario, que figuraba ser una cafetería. Cuando terminó la distribución del personal fue cuando nos dio las instrucciones:

-          Deben simular que mantienen una conversación con la persona con la que están, pero no deben emitir ningún sonido. Sólo gesticular. Incluso si sonríen, mejor, pero siempre en absoluto silencio.

La noticia me defraudó. Yo, que había albergado la esperanza de iniciar una nueva carrera, esta vez en el mundo del cine y la tv, me veía relegado al cine mudo y a la mímica. Estaba dispuesto a empezar desde abajo, pero nunca se me ocurrió que tenía que empezar tan atrás.

La pantomima duró escasamente cinco minutos, tras los cuales, nos devolvieron a los corrales, es decir, a la escalera; a nuestros escalones y a nuestras extrañas conversaciones con esos desconocidos con los que estábamos compartiendo una mañana de actuación.

Alrededor de las tres de la tarde, sin haber bebido ni comido absolutamente nada desde el desayuno, más de ocho horas antes, nos volvieron a llamar. En esta ocasión nos fueron llamando por nuestro nombre y apellidos y nos hicieron pasar por una pequeña oficina en la que estaba la chica que nos había “contratado”. Al llegar frente a su pequeño escritorio y casi sin levantar la cabeza de los papeles que tenía sobre ella, tras nombrarme, me extendió un sobre con 3.500 pesetas. Ese fue el salario pactado. Mi primer sueldo como actor de tv. No fue la mejor de las experiencias, pero cuando fuera famoso la podría contar en algún programa de máxima audiencia.

Por cierto, yo no veía habitualmente la serie de la que trataba el trabajo y nunca me vi en ella.