Era una tienducha pequeña y estrecha, algo claustrofóbica, en la que la puerta de acceso a la calle, con un cristal y escalón mediante, representaba su única fuente de luz. Detrás del pequeño mostrador, situado a la izquierda de la entrada, un anciano de andares inseguros, voz cansada, pelo blanco y boina, atendía a los escasos clientes que franqueaban la entrada en busca de los productos que allí se ofrecían: revistas antiguas, libros usados, figuras recortables para los niños, cuadernos de dibujo infantiles, juguetitos…y cromos.
Hasta donde alcanzaba la vista, -
y no era mucho - todo aquel espacio estaba atiborrado de una diversidad de
objetos y material impreso dando una sensación de agobio. Moverse en ese
espacio era difícil. Daba la impresión de que, en cualquier momento, si hacías
un movimiento equivocado, todo se vendría abajo atrapándote. Más que una tienda
al uso parecía un almacén o un trastero, cuyos objetos se ponían a la venta
para aliviarlo. Seguro que hoy en día al anciano le habrían obligado a realizar
numerosas y cuantiosas adaptaciones por los riesgos sobre la salud, la
seguridad en el trabajo, incendio y un sinfín de cosas más.
La estrella de aquel abigarrado
expositor eran las colecciones de cromos. Los cromos en aquella época eran como
el internet de hoy en día. En un mundo con un único canal de televisión en
blanco y negro y con un horario de emisión casi de funcionario, un cromo era
una ventana a lo desconocido. Un internet en foto fija y papel. Una Wikipedia
breve. Algo que podías tocar y pegar en tu álbum.
Luego, si además tenías la suerte
que esa misma colección de mariposas del mundo o de coches, también la hacía un
compañero del colegio, siempre tenías la opción de intercambiar los que tenías
repetidos por otros que te faltaban. Era una forma de socializar, no como hoy
que se intercambian fotos eróticas por las redes sociales con desconocidos.
Los cromos que vendía el anciano
aquel, tenían un precio ridículamente bajo, incluso para una economía de guerra
como la mía. Aun así, pude completar dos: una de mariposas y otra de coches.
Pensando en retrospectiva me
pregunto de dónde sacaría aquel hombrecillo aquellos cromos, quién se los
proporcionaría y si realmente era posible ganar dinero vendiendo a ese precio. También
me pregunto dónde viviría, cómo sería su casa, su habitación, su cama; si vivía
solo, y qué hacía los fines de semana cuando la tienda estaba cerrada. Nuestra
relación a lo largo de los años fue meramente comercial: de anciano vendedor a
niño comprador. Nunca llegamos a intimar. Además, en aquella España, casi nadie
hablaba del pasado por lo que pudiera pasar. Sólo habían pasado unos 25 años
del final de la guerra civil y si hoy en día, hay quienes se pasan el día
hablando de ella y no la vivieron, me imagino que los que sobrevivieron se
andarían con mucho cuidado de no dar datos innecesarios, por lo que las
relaciones personales, se llevaban con extremada cautela.
Los cromos venían en una especie
de sobre que tenías que abrir rompiendo por la línea de puntos que tenían.
Todavía recuerdo la emoción de comprarlos y la ilusión de ir colocándolos en su
lugar en el álbum. El día que tocaba comprar cromos era casi mejor que el día
de comprar helado, que no recuerdo ninguno. Luego, a medida que la colección se
iba completando, la ilusión consistía en esperar que entre las nuevas
adquisiciones se encontrara alguno de los cromos que no tenías para cubrir esos
huecos. Pero eso, era cada vez más complicado y la desesperanza de poder
terminarla se afianzaba cada vez que comprobabas una y otra vez, que los cromos
eran los mismos de siempre. Y lo malo es que, en esos momentos, a pesar del
irrisorio precio que tenían, la amenaza de dejar de comprarlos definitivamente volaba
sobre mi cabeza al considerar que para terminar la colección sería necesario
seguir comprando y comprando cromos repetidos. Años más tarde comprendí que era
como la lotería de Navidad, a la que somos ingenuamente fieles, a sabiendas de
que casi con toda certeza, no nos va a tocar el gordo.
Hoy ya no existen esos cromos.
Tiempo después se hicieron muy populares los de futbolistas, una fuente
inagotable de imágenes. Pero incluso esas colecciones también terminaron por
desaparecer. Las colecciones de hoy son maquetas de vehículos de todo tipo que
te las entregan por partes cada vez que compras un periódico.
Los niños de ayer, compartían
intereses al completar las colecciones de cromos. Los de hoy, se aíslan del
resto pegando la nariz a su dispositivo portátil, y convirtiendo a los niños,
en adictos a la tecnología y asociales.