viernes, enero 04, 2013
Tiempo de mudanza
Que la vida es, por encima de cualquier otra cosa, cambio, se encarga de recordárnoslo 4 veces cada año. La Naturaleza entera, la flora, la fauna, los bosques, los prados, todos ellos van cumpliendo con el ritual fijado desde hace siglos y en cada etapa de su vida, se van adaptando al entorno que les acoge. Tan sólo el ser humano, en su infinita soberbia, pretende mantenerse al margen de todos estos cambios, como si la cosa no fuera con él. Pero se queda en eso: en pretensión.
Es hora de cambios, de mudanzas. De cambiar la ropa de verano por la de otoño; de poner la manta o el edredón; de encender la chimenea y de quedarnos hipnotizados con el fuego, mientras escuchamos el crepitar de la madera al quemarse y el olor inunda la estancia. De comernos un cocido madrileño o unas lentejas con chorizo. De trasladar al sótano o al desván, lo que estaba en casa y traer a la casa lo que estaba guardado, a veces olvidado, en el trastero.
Es tiempo de sorprenderse al abrir cajas cuyo contenido desconocíamos y comprobar que aquello que estuvimos buscando con tanto ahínco, y que pensamos que se había perdido en alguna otra mudanza, sólo estaba mal guardado, en el sitio que no le correspondía. Es tiempo de encontrarse con aquellos recuerdos que pensamos que al estar en el fondo de una caja, al final de un armario, en el fondo de un desván, desaparecerían como por arte de David Copperfield.
Algunas tribus indias de Norteamérica, sostienen que los recuerdos de las personas están impregnados en sus cabellos; de ahí que no se corten el pelo y lleven trenzas. Nosotros, en Occidente, somos menos poéticos; tal vez no nos damos cuenta de que nuestros recuerdos no sólo están en nuestra memoria, si no también y sobre todo, en los objetos y enseres que nos rodean, con los que convivimos a diario. Por eso, no basta con hacer el esfuerzo de borrar de nuestra mente aquello que no nos resulta grato de recordar; tenemos que eliminar aquellos objetos que en su día, estuvieron implicados en el hecho en sí.
Descubrimos los objetos más diversos y nos planteamos, por enésima vez, la eterna pregunta que siempre nos hacemos en estos casos: ¿y para qué quiero yo esto? ¿Y por qué lo guardé?
Al abrir las cajas y los baúles, aparecen como si de una broma se tratara, aquellas fotos que en su día hicimos para recordar el momento especial en el que fueron hechas y que por mor de la volubilidad del ser humano, ahora nos gustaría no tener o por lo menos, quitar de nuestra vista, para así no tener que volver a sentir. Ya no tienen ningún significado, excepto el de demostrarnos con contumaz perseverancia, que nuestros sentimientos son tan mudables como el viento, las hojas caedizas de los árboles y la cornamenta de los ciervos.
Nos vienen entonces a la memoria, todos aquellos planes, ilusiones y proyectos que por unas razones u otras, no llevamos a la práctica o simplemente, el Destino, ese burlón que juega con nosotros constantemente, nos impidió llevar a cabo. Los objetos que vamos extrayendo, nos retrotraen a aquellos momentos en los que tuvieron su protagonismo y nos obligan a recordar el camino recorrido, y casi siempre, constatar lo mucho que han cambiado las cosas, aunque el tiempo no haya sido tanto como nos parece.
Y en ese rápido viaje de ida al pasado y vuelta al presente, es cuando entendemos el por qué ese objeto está metido en una caja, guardada en un armario, arrinconado al fondo de un desván. Porque simplemente, hemos cambiado. Como el resto de los seres vivos que tenemos a nuestro alrededor.
Pantalones o faldas que hace siglos que no te pones, no ya porque hayan podido pasar de moda, es que ni te entra en la cintura; camisas descoloridas por el uso y los lavados; zapatos “muy cómodos” pero que no puedes sacar a la calle si no quieres que te apedreen y que ya conviene que te compres otros, a ser posible de la misma calidad para que te duren otros mil años; abrigos que sólo vas a usar en casos de una nueva Glaciación. Complementos, que tienen una caducidad menor que la de un yogurt. Utensilios de cocinas antiguas que no vas a volver a usar. Juegos de sábanas que aunque con sus historias del pasado a cuestas, ya no tienen futuro.
Y es entonces cuando vas dejando cosas. Vas dejando en tu discurrir diario que esos objetos, a veces muy personales, dejen de serlo y pasen a formar parte de todo aquello que fue y que nunca volverá a ser. Y es entonces cuando te replanteas si la falta de espacio que dices que tienes en casa, no será más bien fruto de una mala gestión en vez de un problema físico de la construcción. Y es entonces cuando te das cuenta de que tienes que tirar cosas a la basura, o donarlas a alguna sociedad de ámbito social, filantrópico. Y es entonces cuando reasignas el verdadero valor a las cosas, en su justa medida, de modo aséptico y exento de toda influencia sentimentaloide, basado exclusivamente en el valor objetivo de su utilidad futura, adaptada a las nuevas necesidades.
Y es entonces cuando te das cuenta de que, lo queramos o no, cambiamos y lo hacemos al paso del tiempo. Y si no lo haces, es porque simplemente estás muerto, aunque andes, comas y estornudes. Si no te mueves con el tiempo, te quedas atrás. Como los Dinosaurios.
Pero hay otros cambios, otras mudanzas que, a diferencia de la de los objetos, afecta más directamente aún a las personas. Es cuando la propia persona, es la que se siente arrojada a un basurero; raptada de un mundo que hasta ese momento, consideraba propio y natural; entregada a alguna organización caritativa para poder mantener la vida. Me refiero a las personas que en tiempos de crisis, pierden su empleo.
Ya no se trata de objetos, pertenencias o enseres que nos traen más o menos recuerdos, unos buenos y otros no tanto. Ahora estamos hablando de seres humanos que, sin haber violado a la mujer del jefe, ni haber robado dinero de la empresa, ni haber mancillado la fama de la misma, se ven sin trabajo y con escasas o nulas perspectivas de volver a entrar en el mundo laboral nuevamente.
Es entonces cuando la mudanza consiste, no en bajar y subir los trastos, si no que tú eres el propio trasto. Porque tú, a una edad en la que se supone que deberías tener la vida arreglada y sin demasiados sobresaltos, de pronto, te ves teniendo que volver a casa de tus padres (si los tienes), como si de un quinceañero díscolo se tratase. Cargando, además, con toda la prole de mujer (si la tienes), hijos, deudas, hipoteca fallida, coche embargado, tarjetas de crédito, denegadas y pleitos por todas partes.
Y por mucho que tú estés dispuesto a trabajar de lo que sea; y por mucho que te hayas formado; y por mucho que hables idiomas, la única pregunta que te hacen es “¿y usted, cuántos años tiene”? Y cuando les respondes, te ponen cara de circunstancias y a ti te entran ganas de arrancarle la cabeza del tronco de una patada, porque ahora resulta que la culpa es tuya por haber nacido antes.
Y tú, mientras tanto, intentas adaptarte a la nueva vida, si es que a eso se le puede llamar vida e intentas pensar en montarte por tu cuenta. Y es cuando vas al banco, al mismo banco que te está persiguiendo para ver si pagas las cuotas de la hipoteca, porque si no, no les va a quedar más remedio que proceder a su embargo por vía judicial. Y el Director, con su sonrisa de siempre, con esa misma sonrisa con la que embaucó y robó a sus clientes en el tema de las participaciones preferentes, te dice que para montar el negocio que quieres montar, necesitas disponer de un capital, de una solvencia, de unos avales. Y es entonces cuando no entiendes por qué en España, no hay más asesinatos.
Y es entonces cuando te entran ganas de ser un mueble, un pantalón, una fotografía o un cenicero y que te guarden en una caja, metida en un armario, arrinconado en el fondo de un trastero y que el fin de los tiempos te pille acurrucado.
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