Mi
amigo Enrique se consideraba a sí mismo, cinéfilo. A mí, siempre me dio la
impresión de que lo único que tenía de tal, eran las ganas.
El término, nos describe a un personaje culto, algo filósofo, un tanto progre
y por lo tanto, mucho más atractivo que la realidad que veía en el espejo cada
día, que no era otra que la de un hombre casado con una histérica, con un hijo único
y por tanto malcriado, y con una empresa de fabricación de muebles (o eso decía)
heredada del padre.
El
cinéfilo hablaba a gritos. Al parecer, según la histérica, se debía a que en su
fábrica, con el ruido que hacía, era la única manera de hacerse entender y
claro, cuando estaba en su casa con amigos, no era capaz de cambiar el registro
y darse cuenta de que no procedía, sobre todo, por comparación con el tono de
los demás. Claro que, pensándolo mejor, tal vez debido al propio ruido de su fábrica,
no sólo hablaba alto sino que se estaba volviendo sordo. Como el que pasa
demasiado tiempo en la discoteca.
En
función de la personalidad de los seres humanos, éstos conducen los vehículos
de una forma u otra. Así podemos identificar al que va “pisando huevos”, cuya
velocidad nunca excede de la que pudiera alcanzar un caballo que camina al
paso. El normal y corriente, que se pasa la mitad de su vida esquivando a los
que van pisando huevos. El deportivo, que además de tunear el buga, ponerle
llantas de aleación, alerones traseros, faldones delanteros, cristales
tintados, muchas rayas y colores, y un equipo de música revienta cristales,
circula como si llevase un F1 y adelanta por arriba a los que pisan huevos y a
los otros. Y luego está el suicida.
El
suicida pertenece a ese tipo de conductores para el cual, las líneas continuas
en el asfalto, son un mero ejercicio estético. Le podemos identificar en las largas
caravanas de los puentes de vacaciones, adelantando de uno en uno a todos, jugándose
la vida (la suya, la de los que le acompañan y la de los que están en la carretera
sin meterse con nadie) dando grandes acelerones, enormes frenazos, castigando al
coche y los nervios de quienes van con él. Pues Enrique, era de esos, era de
los suicidas.
Uno no
sabe bien lo que es sufrir una conducción así, hasta que no te metes en su
coche, un Alfa 133 de la época (que se pasaba la mitad del tiempo en el taller,
ajustándole lo que había destrozado el manitas de su dueño), y se te ocurre
hacer una excursión de fin de semana Madrid-Santander-Madrid, visitando Laredo,
Santoña y demás. Al poco de comprobar sus extrañas habilidades al volante, no
me quedó más remedio que rezar lo que sabía y colocarme el DNI entre los
dientes, por si después del accidente, resultaba difícil la identificación de
los cuerpos calcinados. Eso sí, en la primera parada técnica que hicimos, me
cambié al coche de los otros amigos con los que hacíamos la escapada de fin de
semana y ya no volví.
Pero al
margen de su permanente estado de crispación (porque a eso no se le puede
llamar ni nerviosismo ni ansiedad) lo más llamativo del cinéfilo, era que los
fines de semana, se pasaba por el video club de su barrio y se alquilaba unas 8
o 10 películas para verlas en casa.
Desde
luego, nos sorprendió a los amigos cuando vimos aquello por primera vez, aquel
paquete enorme de vídeos en sus cajas, justo al lado de la TV. Nos extrañó
porque no había horas suficientes en un fin de semana para poder verlas todas,
pero más aún, nos sorprendió comprobar, cómo con asombrosa persistencia, todos
los fines de semana, entre las pelis que alquilaba, siempre había dos o tres del
género porno. Hombre, no es que fuéramos ninguno unos puritanos ni nada de eso,
pero la verdad es que una vez que has visto un ratito de una peli de esas, el
resto te sobra; máxime, si todos los fines de semana te llevas dos o tres.
Nos
causaba extrañeza y era algo hilarante, la verdad. Él, en un intento fútil de
esbozar una excusa a modo de descargo, decía que “veía las pelis a alta
velocidad” y así ahorraba tiempo. Era entonces cuando el cachondeo se hacía más
patente y el despindole, general, porque nos imaginábamos en las escenas de
sexo el tío a toda velocidad y nos acordábamos de las películas de Charlot, que
siempre se ven como muy aceleradas.
Por
aquel entonces, mediados de los ochenta, se puso muy de moda el Trivial
Pursuit, un juego de mesa en el que podían participar varias personas, por
equipos o no, y que por cada pregunta acertada, ibas ganando puntos y al final,
ganaba el que más respuestas acertadas había hecho. Bueno pues recuerdo que en
cierta ocasión, me tocó una pregunta sobre cine. Creo que la pregunta era “cuál
era el nombre completo del director de cine Mankievitch” y yo, que nunca he
sido un cinéfilo ni lo he pretendido, pero sí he tenido buena memoria, contesté
Joseph Leo Mankievitch.
El
cinéfilo, alucinó en colores. ¡Cómo era posible que yo, un advenedizo del séptimo
arte, pudiera responder sin asomo de duda a semejante cuestión! Una pregunta
que ni siquiera él, enorme conocedor de la temática planteada por Luís Buñuel y
de un género minoritario, selecto, sólo para unos pocos escogidos, como era el
de la pornografía y su estrella fulgurante por aquellos años Linda Lovelace
famosa por su “Garganta Profunda”, alcanzaba a conocer. Y ello, sin alquilar
películas porno los fines de semana!
Pretendió
entonces, adjudicarme el honroso título que hasta entonces sólo él había sido
digno de ostentar, el de cinéfilo del año, pero humildemente decliné el honor y
le permití continuar usándolo mientras le viniera en gana hacerlo.
La histérica
de su mujer, no terminaba de entender aquel fenómeno del que acababa de ser
testigo: había una persona en este mundo que sabía cosas de cine que su propio
señor, desconocía.
La
histérica, que parece sacada de un personaje de Almodóvar, me llamó una vez
toda alterada y al borde del famoso ataque de nervios. Le costaba trabajo
respirar, hablaba a gritos a imitación de su amado señor, el cinéfilo, e
incluso las palabras se le amontonaban en la boca. De haberse tratado de otra
persona, tal vez me habría empezado a preocupar, pero era ella, ya la conocía. De
hecho, la conocíamos todos. Y efectivamente, mi intuición no me engañó.
Su
enorme preocupación consistía en que el colegio al que iba su criaturita, había
cambiado el modelo del autocar de la ruta que le devolvía a casa y como
consecuencia, el bus no podía pasar por debajo de no sé qué puente; lo cual,
obligaba a que la dominicana de turno, que iba a esperarle a la parada para
llevarle a casa, tenía que andar un poco más y recogerle un poco más lejos, y
por lo tanto, iba a tardar más tiempo y le iba a tener que pagar una hora más. Que
qué me parecía a mí, me preguntó.
Y
entonces yo, respirando hondo e intentando resultar lo menos cáustico posible,
le dí diversas alternativas.
La
primera era algo drástica: volar el puente, pero tal vez, las autoridades no
supieran entender la desazón de una madre. La segunda era cambiar al niño de
colegio, a ver si en el nuevo, tenían autobuses más pequeños. Y la tercera, la
tercera podría ser vender el chalet que se acababan de comprar por un pastón
indecente, justo enfrente de las vías del tren y mudarse cerca del colegio de
la criaturita para que pudiera ir andando sin tener que tomar autobuses que no
pasan por sitios estrechos, como el cabezón del chiste.
Nadie
es perfecto y todos tenemos nuestras manías. Las de unos pueden ser más
llevaderas que las de otros, pero el que esté libre de pecado, ya sabe. En eso
se basa la amistad, en el respeto tal y como eres.
Un día
de hace 25 años, acudí a casa de aquellos a los que, hasta entonces, había
considerado amigos, aunque sólo fuera por la cantidad de comidas, cenas,
excursiones y cumpleaños que habíamos celebrado juntos. El último día que les vi,
contraviniendo todas las normas de buena conducta y de respeto en las que se
basa la amistad, me impusieron condiciones para entrar en su casa. Hasta
entonces, había pasado por alto el feo gesto que tuvo cuando le encargué una
librería para casa y de buenas a primeras, sin mediar palabra, ni aviso, ni
nada de nada, al cabo de unos 6 u 8 meses desde que hablamos del asunto, se
presenta en casa con la librería, con los obreros y con la factura. No me
pareció un gesto adecuado para con un amigo y menos, transcurrido tanto tiempo
y sin que durante ese lapso, hubiera hecho el más mínimo comentario ni alusión
al asunto. Pero lo que ya me superó, fue esa especie de condición para que entrara
en su casa. Hombre, si me hubiera acostado con su mujer, hubiera sido lo
normal, pero no era el caso. Es más, afectaba en exclusiva a mi vida privada.
Simple y llanamente.
La
librería se la pagué en su día. Al contado. Después de la última visita, nunca
volví a saber nada del cinéfilo ni la histérica de su mujer.